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martes, 3 de enero de 2017

PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN (HOMBRES DE DIOS PARA EL MUNDO.- XXI.- EXCLUIDOS CON ÉL


XXI.-Excluidos con Él

De todos es conocida la conmoción que sacudía los corazones de los que oían la predicación del Hijo de Dios. Conmoción que se hizo patente, por ejemplo, a raíz de sus catequesis del llamado Sermón de la Montaña. Comenta Mateo que la multitud “quedó asombrada de su doctrina porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas” (Mt 7,28-29). Por poner otro ejemplo, recordemos aquella vez en que incluso los guardias que habían sido enviados para detenerle no se sintieron con ánimo para hacerlo, y la excusa que dieron a los sumos sacerdotes y fariseos fue que “Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre” (Jn 7,46).
¿Qué tenían de especial las palabras de Jesús para marcar una diferencia tan abismal con la de los escribas y demás maestros de Israel? La respuesta a esta pregunta no la vamos a dar nosotros, sino que nos servimos de lo que dijo Pedro a Jesús después de oír su catequesis sobre el Pan de Vida: “Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68b). He aquí la diferencia abismal. Mientras los otros maestros de Israel le ofrecen consejos morales que, en definitiva, no son más que palabras inertes, propias de un dios inerte llamado dinero (Mt 6,64), el Señor Jesús proclama palabras vivas, propias del Dios vivo.
La cuestión es que las palabras vivas del Hijo de Dios chocan frontalmente con el sistema fraudulento que, tarde o temprano, toma cuerpo a causa del culto a la ley. Ante este choque la exclusión de quien lo provoca está servida.
Imaginemos la desestabilización que supuso para sus oyentes palabras como “mirad las aves del cielo, mirad los lirios del campo; vuestro Padre celestial está pendiente de ellos, ¿no lo va a estar mucho más de vosotros que sois preciosos a sus ojos?” (Mt 6,25…). No digamos ya cuando exhortó a sus discípulos a amar a sus enemigos, a los que les odian, a hacerles el bien sin esperar nada de ellos… (Lc 6,27).
No hay duda de que con esta forma de predicar y, por supuesto, de actuar, Jesús se ganó a pulso, primero la sospecha, y después la exclusión del pueblo santo. Sí, Él es el Gran Excluido de la historia. Exclusión más que “justificada” por los sumos sacerdotes, escribas, fariseos y, para remate, de todo el pueblo al acoger a Barrabás, culminando así el rechazo frontal al Hijo de Dios. Excluido, rechazado y levantado en la cruz, se convirtió en fuente de vida y esperanza de todos los excluidos por su causa, a los que Él mismo llama bienaventurados: “Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos…” (Mt 5,11-12).
La mayúscula y enorme paradoja estriba en que de Jesús, el Excluido por excelencia a causa de sus palabras, habló Dios, su Padre, en el Tabor con una claridad que no admite la menor duda. Dijo: “¡Escuchadle!” Sí, nos parece seguir oyendo al Padre: Escuchadle, por más que lo que dicen de Él los que se llaman mis servidores, tengan a mi Hijo por endemoniado, inculto, embaucador y hasta blasfemo (Mt 6,65). ¡Escuchadle!, porque “Yo vivo en él y él en mí” (Jn 14,11).

Los míos escuchan mi Voz
¡Escuchadle, es mi Hijo, mi Predilecto! La voz que resonó desde los cielos no admitió lugar a dudas. Aun así, la resistencia a escuchar la Verdad es una constante no sólo en el pueblo de Israel, sino también a lo largo de la historia de generación en generación. El lamento de Dios por la “sordera congénita” de su pueblo ante o frente a su Palabra, parece ser un mal crónico de todo hombre. El problema radica en que los hombres medianamente buenos           –tibios los llama Dios (Ap 3,15-16)- siempre excluyen a Dios y a sus enviados, los pastores según su corazón. La gloria de estos pastores es la de compartir exclusión con el Gran Excluido, su Maestro y Señor.
Volvemos a la Voz del Tabor: Escuchadle a Él, no hagáis como vuestros padres que sólo se escuchan a sí mismos. No le hicieron caso y, por supuesto, tampoco al Enviado. No obstante, el Señor Jesús continuó firme en su misión; no iba a permitir que el Mal, con su Príncipe a la cabeza, le arrebatase a los suyos, a los que habrían de creer en Él. Lo dijo en una ocasión: que nadie podría arrebatar a sus ovejas de su mano. “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano” (Jn 10,27-28).
Por más que el rechazo a su persona y, por supuesto, a su misión, crecía imparablemente, el Amado del Padre (Mt 3,17), fijos sus ojos en Él y en los hombres, se mantuvo fiel proclamando sin cesar el Evangelio de la Gracia. En su fidelidad, aceptó la exclusión y la muerte de malhechor (Lc 22,37), he ahí el precio que pagó por nuestra salvación; por eso Pablo llama a su predicación el Evangelio de la Gracia (Hch 20,24).
Era evidente que el Evangelio proclamado por Jesucristo desequilibraba las formas y maneras del pueblo santo, y esto no podía quedar impune. Por otra parte, no es que Jesús fuera un soñador, un irresponsable. Sabía perfectamente de las conjuras que, como hongos, crecían contra Él; sabía también que su persecución y exclusión habrían de ser patrimonio glorioso de sus discípulos; que si el mundo arremetería contra la Vid verdadera, el mismo fuego de odio alcanzaría a sus sarmientos. “Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros” (Jn 15,18). La razón de tanta aversión radica en que sus discípulos reciben de Él su Palabra, raíz y savia de su discipulado. Recordemos que “en ella –la Palabra- estaba la Vida” (Jn 1,4a). Por eso el mundo les odiará siempre. “Yo les he dado tu Palabra, y el mundo les ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo” (Jn 17,14).
El mundo les aborrece porque tiene todo menos la Vida, que es lo único que no puede ofrecer. Los discípulos la tienen por su llamada, y la dan gratuitamente porque no hay discípulo que no sea pastor. Cuando la dan, se identifican con su Maestro de tal forma que éste les reconoce como sus pastores, sí, pastores según su corazón. Dado que el signo identificador de estos pastores es la Palabra de vida por medio de la cual fueron llamados, y que, después, hecha espíritu de su espíritu, les envió al mundo, ésta se convierte en su Fuerza, el puerto seguro en la tempestad de toda persecución.
El Señor Jesús no engaña a nadie, dice a los suyos lo que les espera, para que cuando lleguen a ser considerados, como dice Pablo, “la basura del mundo y el desecho de todos” (1Co 4,13), se sientan acogidos por el Hijo de Dios como Él se sintió acogido por su Padre. Los pastores según su corazón, en su desvalimiento, se reconocen -seguimos con Pablo- ministros de Dios (2Co 6,4b). Ministros que, “aunque pobres, enriquecemos a muchos; aunque nada tienen, todo lo poseemos” (2Co 6,10).

Mi Padre os quiere
Ahí está la extraordinaria grandeza de estos pastores, pobres y desposeídos de todo menos de su gran ambición: Dios. Saben que están en sus manos. Enriquecen a todos porque a todos ofrecen lo que sólo a Dios pertenece: la Vida. Ellos la conocen, pues brota en un sin fin de ríos, manantiales y fuentes de la Palabra que, al igual que María de Nazaret, han recibido y acogido.
Es ella –la Palabra- el termómetro que marca su fidelidad, y también la autenticidad de su ser discípulos y pastores. Por ello, y dado que son odiados y aborrecidos por el mundo, su Señor Jesús les exhortará a mantenerse en su Palabra ante las arremetidas de sus perseguidores. Jesús les está diciendo algo grandioso, que el amor y la fidelidad tienen un nombre: mantenerse en su Palabra; ella les llevará a la verdad, a la libertad y a la madurez como discípulos: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32).
¡Manteneos en ella por amor!, les dice su Maestro y Señor, el Gran Excluido. ¡Aceptad vuestra exclusión, que hace parte de vuestro pastoreo!, pues ella os pone en comunión conmigo; y no temáis, porque “nuestro Padre” no nos excluye. ¡Fijad vuestra tienda en la cuerda floja del rechazo a la Verdad, y sabréis lo que es estar acogidos, acompañados, sostenidos y amados! Todo esto es lo que “mi Padre y vuestro Padre” (Jn 20,17) hará por vosotros. Fijad vuestra tienda en la precariedad y conoceréis la seguridad.
No es fácil así, sin más, creer en esto. No se llega a esta madurez en el discipulado y en el pastoreo siguiendo los pasos de un plan o programa formativo. Se llega haciendo la prueba,  una y otra vez, de si el Evangelio es realmente fuente de Vida o una simple utopía como tantas otras. Experimentamos hasta que nos damos cuenta de que ¡sí, que el Señor Jesús no habló en vano!, que sus Palabras no son utopías ni quimeras, que todo lo que dijo de que su Padre cuidaría a los suyos lo cumple. Sí, dice Jesús: “…porque el mismo Padre os quiere porque me queréis a mí” (Jn 16,27).
A estas alturas ya sólo nos queda hablar de la Sorpresa de todas las sorpresas, lo nunca oído ni imaginado: que el Hijo de Dios dé a sus pastores, los que lo son según su corazón, su propio don en cuanto Palabra del Padre, el de poder –hablo de sus pastores- decir a sus ovejas lo mismo que Él dijo a sus discípulos: “¡Bienaventurados los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron” (Lc 10,23-24).
Sí, el Maestro y Señor da a los pastores según su corazón el don de abrir los ojos y oídos de sus ovejas haciéndolos accesibles al Misterio; así, sin velos, con una trasparencia a la que no tuvieron acceso Moisés, ni Judit, ni David, ni Esther, ni Jeremías... Por supuesto que no estamos hablando de medidas de amor y fidelidad, esto solamente lo sabe Dios. Una última puntualización: estos pastores ofrecen este Tesoro gratis, pues así lo recibieron (Mt 10,8b). Además no hay dinero en el mundo para pagar esta Sabiduría, ni cátedras para enseñarla.

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