3
Pleito
de Jeremías con Dios
Entre las
numerosas llamadas que Dios hace a hombres concretos para pastorear al pueblo
elegido, bien para conducirle a través del desierto, bien para llenarle de
sabiduría por medio de su Palabra siempre en función del pueblo, o bien para
gobernarle con equidad y justicia, merece -creo yo- especial atención la del
profeta Jeremías. Vemos en su llamada matices emocionales, situaciones límite
que le llevan casi a la desesperación que hacen que nuestro corazón se apegue
afectivamente a su persona.
Recordemos muy
brevemente su reacción adversa a la propuesta de Dios de ser su profeta, y cómo
sus miedos son exorcizados cuando Él le promete que pondrá sus palabras en su
boca (Jn 1,9). Ante la promesa recibida, Jeremías no cabe en sí de gozo: la
Palabra del Dios vivo, la Palabra que dio luz a los cielos y a la tierra, la
Palabra que dio un alma a Israel, será a lo largo de su misión espíritu de su
espíritu, corazón de su corazón y ser de su ser. Lo dicho, nuestro amigo no cabe
en sí de gozo, todo exulta en él.
Sin embargo y
para nuestra sorpresa -quizá más para él que para nosotros- a un momento dado
le encontramos lamentando el día en que se dejó seducir por Dios con su mejor
arma y que ya conocemos: la de poner su Palabra no solamente a su alcance, sino
en sus labios. Oigamos su lamentación: “Me has seducido, Yahveh, y me dejé
seducir; me has agarrado y me has podido. He sido la irrisión cotidiana…” (Jr
20,7).
Examinemos
estas palabras cargadas de amargura que salen de la boca del profeta. En
realidad acaba de entablar un pleito con Dios. Le dice: Me has seducido, no me
has mentido cuando me prometiste que estarías con tu Palabra en mi boca, es
cierto. ¿Quién no se rinde ante una seducción como la tuya? Lo que no me
dijiste es que tu Palabra iría a ser sistemáticamente rechazada…, y yo con
ella.
Desde el
momento que te dije que sí, que bien, que en estas condiciones sí aceptaba tu
llamada, estaba, en realidad, firmando mi sentencia de exclusión. Sí, mi Dios,
esto es lo que ha pasado. ¡Soy un excluido a causa de ti y de la Palabra que
pusiste en mi boca y que tan gozosamente acepté! Así están las cosas. ¡Me has
agarrado con tu seducción, me has podido y soy para los míos motivo de irrisión
permanente, soy como la vergüenza de este pueblo!
Cierto es
–continuamos con el pleito- que me sedujiste bien y a fondo. Aún recuerdo
cuando, colmado, viviendo hasta rebosar la mayor de las alegrías imaginables,
mi corazón, al calor de nuestras intimidades, tembloroso se abrazaba a ti.
Recuerda, por ejemplo, aquel día en que te confesé: “Se presentaban tus
palabras, y yo las devoraba; eran para mí el gozo y la alegría de mi corazón
porque se me llamaba por tu Nombre, Yahveh, Dios mío” (Jr 15,16).
Sí, Dios mío,
cuando me dabas de comer con tu propia mano el espíritu que agita y llena de
vida los textos escritos del Libro Santo, era como si todo Tú te abrieses a mí.
Tus palabras en mí me decían que yo era en Ti. Y así como nuestro Templo de
Jerusalén es llamado Templo tuyo, de Yahveh, yo, por estar colmado de tu
Palabra, sabía que era llamado Jeremías de Dios. Sí, clara conciencia tenía de
ello cada vez que sembrabas amorosamente tus palabras en mi alma. Pronto
descubrí que ese era mi gozo y también mi dolor; por eso vuelvo a decirte que me sedujiste, me agarraste, me pudiste; y
ahora, ya sin escapatoria, soy la irrisión de todo el pueblo.
No hay marcha atrás
Sin
escapatoria. Así es, mi Dios, me has dejado sin camino de huida, y no porque no
lo haya intentado. Acuérdate cuando no podía más, cuando tu arma seductora
llegó incluso a ser “mi oprobio y befa cotidiana” (Jr 20,8b). Fue tal el cúmulo
de desprecios que cargaba mi alma que, en un intento de darte la espalda a ti y
a la misión, dije: ¡Basta! “No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre”.
Solo que algo me lo impedía: “Había en mi corazón algo así como fuego ardiente,
prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía” (Jr
20,9a).
Como podemos
observar, el pleito sube de tono, se disparan los decibelios… El profeta ya no
argumenta, más bien dispara; sabe que ha sido vencido por Dios. Podríamos usar
de la libertad catequética y hacernos eco de sus soliloquios: Sí, me has
vencido. Cuando me planté y dije, hasta aquí hemos llegado, por más que lo
intenté no pude arrancar el fuego que prendiste en mis entrañas; bien sabes que
lo intenté, pero estaba tan colmado de vida, de amor, que volví a decirte:
Señor, aquí estoy. Sí, Señor y Dios mío, pusiste mi vida patas arriba, y
también mi concepción acerca de la fe y la religión. Comprendí que la cuestión
no era hacer por ti, sino dejarte a ti hacer por mí. Te hiciste fuego en mí,
¿cómo volver atrás?
Al oír hablar
así a Jeremías, la mente se nos va hasta Pedro cuando el Hijo de Dios hizo ver
a sus discípulos el fracaso/rechazo que acompañaría -de una forma u otra- la
misión que les había confiado. Recordemos que miles de personas habían
disfrutado del milagro de la multiplicación de los panes. Jesús quiso hacer ver
a los suyos que pasado el efecto sensorial de los milagros, es fácil
desentenderse de Dios. Esto fue lo que ocurrió. Pasado el milagro, cerraron sus
oídos a la catequesis que les dio acerca de su Palabra como Pan de Vida, y se
fueron escandalizados.
Fue entonces
cuando preguntó a los suyos: ¿También vosotros queréis marcharos? El combate de
la fe está servido. Pedro decide en nombre de todos. El momento es crucial, las
generosidades, buenas en un primer tiempo, ya no mantienen el seguimiento. Hay
que dar paso a la Sabiduría. Pedro decide a favor de lo que más le conviene.
Para su sorpresa, lo que más le conviene es seguir con Jesucristo, su Señor.
Quizá hasta él mismo se asombró de las palabras que salieron de su boca:
¿Adónde iremos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna. Creo que ahora sí
podemos entender que la generosidad, siendo buena hasta entonces, tuvo que dar
paso a la Sabiduría.
Es
importantísimo volver una y otra vez al pleito que Jeremías entabla con Dios
porque el desarrollo de su llamada no cuadró con sus fantasías religiosas, ya
que nos muestra cómo trabaja Dios el corazón de sus pastores. Es un trabajo
-digámoslo sin tapujos- expoliador, sin tregua, hasta que su corazón queda
libre de toda idolatría; sólo así los pastores podrán ser llamados según su
corazón, el de Dios. También estos pastores pelearán y pleitearán con Él; mas
al final triunfará el amor, llegarán a tener un corazón sin amarras de ningún
tipo.
Conoció al Irresistible
Pero su
desierto es inhabitable. Se sentirán terriblemente solos, les dolerá hasta el
alma el rechazo, la exclusión; la tentación de volver atrás se hará por
momentos casi irresistible; digo casi, porque el Irresistible va a ser Dios, el
del Fuego, el que cautivó a Jeremías hasta el punto de decirle “me has agarrado
y me has podido”.
Ante el
Irresistible, Jeremías puso punto final a su pleito. Es bueno que todos
aquellos que son llamados a ser pastores se miren en él, pleito incluido. Su
experiencia será como chispas de luz en su anhelo de ser fieles a Dios; se
avendrán más fácilmente a poner el corazón en sus manos para que lo modele a su
gusto; en definitiva, se dejarán hacer por Él.
Algo muy
importante nos queda por decir, y es que el pleito de Jeremías termina con su
victoria. ¿Vence el profeta? Sí, Dios se deja vencer siempre que un hombre se
deja hacer por Él. Jeremías vence porque, a pesar de las dramáticas situaciones
a las que se ve abocado en su ministerio profético -que es por encima de todo
ministerio de la Palabra- se mantiene firme aun cuando sus pies le piden dar
marcha atrás. Se mantiene firme porque, aun en el mayor de sus desamparos, se
da cuenta, percibe que Dios está junto a él: “Pero Dios está conmigo, cual
campeón poderoso. Y así mis perseguidores tropezarán impotentes; se
avergonzarán mucho de su imprudencia” (Jr 20,11).
Sí, Dios está
con él sosteniéndole y alegrando de forma indecible su alma tan terriblemente
atravesada por tanto rechazo, oposición y persecución. Mas también está con él
moldeando su corazón; siempre hay algo que moldear en su recorrido de llegar a
parecerse al de Dios. Os daré pastores según mi corazón, prometió Dios (Jr
3,15); y lo cumplió con Jeremías, pleito incluido.
Sí, pleito.
¡Bendito pleito! Gracias a él, a la audacia del profeta de poner las cartas
bocarriba sobre la mesa, está en disposición de hacer la voluntad de Dios. De
él nunca podrá decir Dios lo que su Hijo dijo a los fariseos: “¿Por qué me
llamáis: Señor, Señor, y no hacéis lo que digo?” (Lc 6,46). Así habló a los
fariseos y así sigue hablando a todos los falsos pastores, los que no se
atreven a mostrar sus cartas, sus disconformidades, poniéndose así de espaldas
a su Palabra; y aun así, siguen llamándole: ¡Señor, Señor!
Dice nuestro refranero que “de los amores reñidos
nacen los amores más queridos”. Protestó el profeta y se desahogó; pleiteó con
Aquel que, al llamarlo, le sedujo porque sus caminos, los de Dios, no se correspondían con el éxito al que creía
tener derecho. Pleiteó con y contra Dios, pero no desistió porque tenía grabada
en su alma la medida de la misión confiada. Ya lo sabemos, la medida era
infinita, como su corazón y como todos los corazones de los pastores según el
corazón de Dios.