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domingo, 30 de abril de 2017

¿QUIEN ERES SEÑOR? Hch 9,5 para el Evangelio del Domingo 30 de Abril de 2017.


 ¡Duros de corazon! Así llama Jesús a los discípulos de Emaus por no haber dado crédito a los profetas que habian anunciado su pasión y  muerte. No han cambiado mucho las cosas. Conocemos el Evangelio pero tampoco le damos mucho crédito sobretodo a ciertas paginas. Parece que la dureza de corazón es algo crónico en el hombre. El problema no es otro que creer que el Evangelio juega en contra nuestra y no a favor; de ahí que nos pongamos de perfil ante él y lo sustituyamos por prácticas pías. Menos mal que al igual que a los dos de Emaus, Jesus nos sale al paso ,tiene mil formas de hacerlo y nos " convence"atravesando nuestro duro corazón con el Fuego de sus palabras. Fue lo que hizo con los dos de Emaus.

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martes, 25 de abril de 2017

ZAQUEO EL PUBLICANO (por Tomás Cremades)



La historia de la conversión de Zaqueo se recoge en el Evangelio de Jesucristo, según san Lucas. Siempre los Evangelios son de Jesucristo, que los recogen los discípulos de Jesús para que conozcamos la Palabra de salvación. Es, por tanto, la Palabra de Dios revelada.
¿Quién era Zaqueo? Zaqueo es un publicano; los publicanos eran personajes tomados de entre el pueblo, por la dominación romana, para recaudar impuestos para Roma, a causa de su invasión guerrera en tierras de Israel. Y ellos, los publicanos, se quedaban con un tanto por ciento de lo recaudado, a modo de salario, devolviendo lo estipulado al gobierno romano. Por ello, tenían la posibilidad de ejercer la extorsión a los judíos, con tal que devolvieran el impuesto “legal” a Roma. Y, lógicamente, quedaba bajo el criterio humano,- siempre corrupto, dadas las circunstancias-, la cantidad de dinero que podían sustraer. Y por eso, eran considerados pecadores.
Si la persona en cuestión era “jefe de publicanos, como es el caso de Zaqueo, es indudable que los “teje manejes” del citado, serían de orden mayúsculo. 
Y en estas circunstancias, Jesús, que viene de realizar el milagro de la curación del ciego de Jericópasando por estas tierras, entra en la comarca donde habita Zaqueo.
Jericó, tierra fértil, tierra próxima al mar, zona de comercio, era considerada “tierra de pecado”, donde quizá, todo era posible con tal que hubiera dinero para poder pagarlo.
La parábola del “Buen Samaritano”, relatada en otro Evangelio comienza con la frase:”…bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó…”, (Lc 10, 29-37) como indicándonos que desde la ciudad santa, Jerusalén, donde habita la Gloria de Dios en su Templo, bajaba un hombre a la ciudad del pecado, Jericó.
Pues en este entorno, Zaqueo se entera de la llegada de Jesús al pueblo. Y, dada la fama que le acompaña, nunca querida por Jesús, pero inevitable por sus milagros, se acerca para verlo. Dice el Evangelio que como era pequeño de estatura, tuvo que subirse a un árbol, un sicómoro, propio de aquellos lugares, para divisarlo. Zaqueo no espera ser visto por Jesús, pero es tanta la curiosidad, que, a pesar de las posibles burlas de los vecinos, a pesar de la humillación que supone encaramarse al árbol como cualquier chiquillo de la zona,…a pesar de ello, toma esa, podríamos decir, humillante decisión. Imaginemos en los tiempos actuales a cualquier personaje de la política que se sube a un árbol para ver, podríamos a decir, al Rey de España que pasa. ¡Sería bastante ridículo!
Y Zaqueo se nos presenta como alguien de “pequeña estatura”. Curiosa la apreciación. Zaqueo, pecador, no tiene fe en Jesús; o, dicho en lenguaje de la época, es de pequeña fe, de pequeña estatura moral. Y es que el pecado a todos nos hace pequeños, nos aplasta…
Y Jesús, al llegar frente a él, “levanta la vista”, se detiene. Como diría el Salmo120“…levanto los ojos a los montes…”, montes donde radica el pecado, la idolatría. Montes que no nos resuelven nuestros problemas. Pues: “…el auxilio me viene del Señor…”. Y Jesús le dice: “Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede yo en tu casa…”
Jesús no conoce a Zaqueo, y le llama por su nombre. Y es que el Señor, a cada una de sus ovejas, las llama por su nombre; a las que son sus ovejas y las que busca porque se han perdido. Y le dice HOY. Hoy es el día de su salvación, de la salvación de Zaqueo. 
¿No nos dirá también Hoy Jesús que quiere hospedarse en nuestra casa?
Naturalmente que Zaqueo le hospeda en su casa; pero llega “la serpiente”, igual que en el Paraíso. La serpiente de la murmuración: “…Ha ido a hospedarse en casa de un pecador…·. 
Esta vez Zaqueo no contesta como Adán. Está en presencia del segundo Adán, Jesucristo. Y no hace falta que Jesús le reproche nada. Tampoco lo hizo con Mateo el publicano. De sobra sabe Zaqueo sus pecados. Pero ante la presencia de Dios, se obra el milagro de la Misericordia: Zaqueo, puesto en pie, -postura del que ha resucitado a una vida nueva-, promete a Jesús la devolución de lo defraudado, con amplia devolución de sus fraudes.
Y Jesús le llama “hijo de Abraham”, que ha sido salvado y perdonado de sus pecados. Nunca oiría Zaqueo un alabanza igual de labios de Jesús. Y es que, el Señor Jesús ha venido a buscar la oveja perdida, y ahí encontró y salvó  esta oveja, hija de Abraham.
Alabado sea Jesucristo
 
 

Poemas II.- PORQUÉ ESCRIBO.- (por Olga Alonso)



Mirad cuánto amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él.

Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es.
1Jn 3;1-2
PORQUÉ ESCRIBO
Pudiste haberme dicho que me amabas de muchas formas.
Pero decidiste tejer en mi alma un sinfín de poemas que llegan de forma inesperada y siempre, tan dulce…
Son tu presencia escrita sobre papel, donde lucho por retener tu esencia que sólo poseo en el abrazo que siento dentro de mí.
Daría mi vida por vivir en tus poemas y temo que llegue un día en el que Tú enmudezcas y decidas no seguir.
Oigo en ellos tu voz con tanta claridad….
Sé con tanta certeza que ocurre porque tú quieres, que vivo anhelando el momento de tomar un lápiz, buscar un trozo de papel y comenzar a deslizar sobre él este regalo infinito que Tú me das, quién sabe por qué.
Cantaré eternamente el amor del Señor,
proclamaré tu fidelidad por todas las generaciones.
 Porque tú has dicho:
"Mi amor se mantendrá eternamente,
mi fidelidad está afianzada en el cielo. 
Sl 89, 2-3

 

lunes, 24 de abril de 2017

PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN.- CAPÍTULO XXV.- EN MEDIO DE VOSOTROS


En medio de vosotros

Numerosas son las profecías que a lo largo del Antiguo Testamento anuncian al Mesías bajo la figura del Buen Pastor, el que apacentará a sus ovejas con hierba tierna recién brotada de la tierra, y las conducirá hacia el Manantial de Aguas vivas, hacia el Padre. En esta catequesis vamos a fijarnos en la bellísima intuición profética que el Espíritu Santo suscitó a Miqueas acerca del Mesías: “Él se alzará y pastoreará con la fuerza de Dios, con la majestad del nombre de Yahveh su Dios” (Mi 5,3a).

Pastoreará con la fuerza de Dios. No estamos hablando de un poder o fuerza sobrehumana, como la que se atribuye a los héroes mitológicos de las religiones del ámbito geográfico grecorromano; tampoco tiene semejanza alguna con personajes épicos que  encontramos en las leyendas de todas las culturas. Hablamos de la misma fuerza de Dios, fuerza con la que reviste a su Hijo gracias a su capacidad de escucharle, de tener el oído abierto a su Palabra. “Mañana tras mañana despierta Dios mi oído, para escuchar como los discípulos; el Señor Yahveh me ha abierto el oído” (Is 50,4b-5).

Con la Fuerza de la Palabra, es decir, de Dios en su alma, podrá el Mesías levantar al caído, recibirá lengua de discípulo para hacer llegar a los abatidos el aliento de Dios, su propia Palabra. “El Señor Yahveh me ha dado lengua de discípulo, para que haga saber al cansado una palabra alentadora” (Is 50,4a).

¡Dios es nuestra fuerza, nuestro auxilio ante el peligro, nuestro alcázar y refugio frente a los que nos atacan!, proclamará Israel a lo largo de su historia tan plagada de conflictos. Incluso cuando la mayoría del pueblo es tentado por el desánimo, que le lleva a rozar casi el escepticismo y la desconfianza en las promesas de Dios transmitidas de padres a hijos, surgirán profetas que, movidos por el Espíritu de Dios, les recordará que Él sigue siendo su Pastor; que, aunque estén sometidos bajo el poder de otro pueblo como es en el caso de su estancia en Babilonia, Dios continúa estando en medio de ellos.

¡Dios está en medio de su pueblo santo! He ahí el grito que los profetas repiten una y otra vez. Ante esta proclamación, todo Israel se siente protegido y seguro, pues todos se consideran hijos de la elección, y a todos pertenece la gloria de Dios que un día descendió y se hospedó en el Templo Santo. Aun en el destierro, Israel sabe que Dios continúa estando en medio de ellos porque su elección es irrevocable.

Como todas las profecías, también éstas que nos hablan de Dios que habita en medio de su pueblo, alcanzan su cumplimiento pleno en Jesucristo. Su Iglesia no será destruida, pues Él mismo es su piedra angular, su cimiento inconmovible. Podrán caer muros y baluartes, mas nunca su piedra angular; por eso ningún pecado, ningún escándalo, ninguna persecución, ningún odio, ninguna alianza satánica, podrán derribarla. La Iglesia, la nueva Jerusalén, permanecerá por siempre porque así lo prometió el Hijo de Dios. “…Yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18).

 

A nuestro servicio

“En medio de nosotros está nuestro Dios”, proclama -como ya he dicho- una y otra vez Israel a lo largo de su historia. Si dejáramos hablar a sus cronistas, les oiríamos decir que lo estuvo cuando les visitó en Egipto y se compadeció de su esclavitud; también cuando llamó a Moisés para librarlos de la terrible opresión del Faraón; en medio de ellos cuando ya desfallecían  exhaustos, les abrió el mar Rojo; a su lado en el desierto les alimentó y sostuvo… Y añadirían: Incluso cuando quisimos desentendernos de Él dando rienda suelta a nuestra infidelidad, permaneció fiel a su Palabra.

Si no fuera porque conocemos profundamente nuestra debilidad como hombres, nos costaría mucho trabajo entender la terquedad de Israel, los desaires que hace a Dios. Llega un momento en que incluso dirá a sus profetas que les dejen en paz, que no les vuelvan a hablar más de Él: “Apartaos del camino, desviaos de la ruta, dejadnos en paz del Santo de Israel” (Is 30,11b).

A pesar de tanta obstinación que raya en el desprecio, Dios sigue en medio de su pueblo atento y solícito. Los mismos profetas a quienes desprecian son los portadores de los consuelos de su Dios: “Será la luz de la luna como la luz del sol meridiano, y la luz del sol meridiano será siete veces mayor -con luz de siete días- el día que vende Yahveh la herida de su pueblo y cure la contusión de su golpe” (Is 30,26).

Ante esta forma de ser de Dios en cuyos planes no entra el cansarse de su pueblo, nos quedamos sin habla. Por otra parte, estas profecías no tendrían ningún valor para nosotros si no las hubiésemos visto cumplidas, si no hubiésemos sido testigos de ello. Me explico: Si estas profecías hubiesen tenido su punto final en Israel, si su culmen hubiera sido solamente la vuelta del pueblo desde Babilonia a Jerusalén, seríamos ajenos a ellas.

El hecho es que el Hijo de Dios, como recogiendo el testigo de su Padre que nunca dejó de estar en medio de Israel, nos sorprende a todos provocando un asombro que raya en la estupefacción, al decirnos no solamente que está  en medio de nosotros, sino la forma en que está: a nuestro servicio. “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22,27).

Sí, en medio de vosotros, a vuestro servicio, al servicio de los que he llamado para pastorear al mundo. Y porque estoy en medio de vosotros, pastoreáis desde mí, con mi Fuerza, a fin de que se cumpla también en vosotros la profecía de Miqueas. Pastorearéis no sólo con mi Fuerza, sino también con mi Sabiduría. Así haréis llegar a los cansados y agobiados mi Palabra, el Evangelio que salva al hombre.

Así, con la Fuerza y Sabiduría de Dios, se presenta el Buen Pastor ante sus discípulos después de su resurrección: “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz con vosotros… Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,19-21).

Tengamos en cuenta cómo encontró Jesús a los suyos: desorientados y, más aún, amedrentados. Le habían seguido respondiendo a su llamada hasta que sus fuerzas les pudieron sostener. Llevado su Maestro a juicio, escarnecido y ajusticiado, se desmoronan. Entumecidos por el dolor, el sentimiento de fracaso y la sensación de no haber estado a la altura de la llamada recibida, su Señor se les presenta -como acabamos de leer- “en medio de ellos”. Y como el sol extiende sus rayos de luz y calor a su alrededor, el Buen Pastor les infunde la Paz que nace de lo alto.

A continuación, y como haciendo caso omiso a sus debilidades que les llevaron a dejarle solo ante la muerte, les da la buena noticia, la que les levanta sobre sus propios miedos: Así como mi Padre me envió –con su Fuerza, recordemos la profecía de Miqueas- así os envío yo a vosotros. Así es como Jesús envía a sus pastores al mundo: con su misma Fuerza, la recibida del Padre. Fuerza que, como ya hemos visto, va implícitamente acompañada de la Sabiduría.

 

Esa fuerza que tienes

Seguimos dejando hablar a Jesús: Os envío como me envió mi Padre, por lo que así cómo Él nunca me dejó solo a lo largo de la misión que me confió, yo también estaré con vosotros. Mi padre siempre estuvo conmigo, en mí, en medio de mí; yo también estaré siempre con y en medio de vosotros, afirmándoos en mi Evangelio; es así como conoceréis la verdad, la libertad y, sobre todo, como llegaréis a ser mis discípulos: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32).

Este envío de Jesús a sus discípulos -recordemos que les envía como pastores- después de su victoria sobre la muerte, recalcando el “como mi Padre me envió”, es decir, con su Fuerza, nos recuerda la llamada de Gedeón a liberar a los israelitas de los hijos de Madián. Fue tal la opresión que los madianitas ejercieron sobre el pueblo elegido, que tuvo que refugiarse en “las hendiduras de las montañas, de las cuevas y de las cumbres escarpadas” (Jc 6,2b).

En esta dramática situación y sin ninguna perspectiva de que Israel pudiese levantar la cabeza, Dios fue al encuentro de Gedeón a quien dijo: “Vete con esa fuerza que tienes y salvarás a Israel de la mano de Madian. ¿No soy yo el que te envía?” (Jc 6,14). Gedeón no da crédito a lo que Dios le está proponiendo, casi le da por pensar que se está riendo de él al confiar el éxito de su misión en “esa fuerza que tienes”. De sus labios sale un torrente de excusas, mezcla de incredulidad y de amargura; es evidente que no se siente muy a gusto con la visita de Dios, menos aún con la misión que le confía.

Dios pone freno a su disgusto. Lo hace sacando a relucir una promesa: “Yo estaré contigo y derrotarás a Madián como si fuera un hombre solo” (Jc 6,16). Nuestro hombre entendió. Si Dios que me envía está conmigo, “en medio de mí”, estará también su fuerza. Ahora entiendo por qué me dijo: “vete con esa fuerza que tienes”. Era la suya, la ha puesto en mis manos.

Id con la fuerza que tenéis, dirá Jesús a sus discípulos que, acobardados, se habían refugiado en el cenáculo. Id porque yo estoy en medio de vosotros, yo soy vuestra fuerza. Id porque seréis uno en mí como yo soy uno con el Padre. Id porque compartimos fuerza y sabiduría; compartimos pasión y misión: pasión por Dios y pasión por los hombres; y, sobre todo, compartimos el pastoreo. También vosotros, desde mí, pastorearéis las ovejas que os confíe dándoles lo mejor de vuestro corazón que será semejante al mío. Además, compartimos corazón porque compartimos al mismo Padre (Jn 20,17). Todo esto comparten los pastores según el corazón de Dios con su Hijo. Son pastores desde Él, el que en medio de ellos está y estará siempre.

La imagen más bella y profunda que refleja a Jesucristo en medio de sus discípulos pastoreándoles y enviándoles a pastorear, nos la da Él mismo al identificarse con la vid, al tiempo que identifica a sus discípulos con los sarmientos. Oigámosle: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).

Yo os doy la savia de mi Padre: “Todo lo que le he oído a Él os lo he dado a conocer” (Jn 15,15b).  Os he llamado, os he unido a mí para enviaros a pastorear en mi nombre a los hombres del mundo entero. Estáis en mí y yo en vosotros en una relación semejante a la de la vid con los sarmientos. Y daréis fruto, no el esplendoroso de la hierba que se marchita con el tiempo, sino el que nace de mi Palabra que permanece para siempre. Así fue profetizado: “La hierba se seca, la flor se marchita, mas la palabra de nuestro Dios permanece por siempre” (Is 40,8).
Lo profetizó Isaías y os lo confirmo yo. Desde vuestro estar en mí y yo en vosotros, daréis fruto eterno, y así daréis gloria a mi Padre porque esos son los frutos de los pastores según su corazón. Además hay una relación entre dar este fruto y ser mis discípulos: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos” (Jn 15,8).

domingo, 23 de abril de 2017

Los pecados menores (por Tomás Cremades)




Meditando el Salmo 100 en la oración de Laudes, me encuentro con la expresión: “…Voy a explicar el camino perfecto…”. La palabra “perfecto” en la Escritura tiene otra connotación diferente a como la expresamos en nuestro idioma español, hijo del griego y del latín. Para nosotros, perfecto es lo que tiene tal grado de excelencia que no puede llegar a más. Sin embargo, perfecto, etimológicamente, viene de: “per facere”, que significa “algo por hacer”. Por ello, el camino perfecto es el camino que aún me falta por hacer, por realizar.
en este camino que me falta, continúa el Salmo: 
“…Andaré con rectitud de corazón, 
No pondré mis ojos en intenciones viles, 
Aborrezco el mal, lejos de mí el corazón torcido, 
No aprobaré al malvado…”
Desde siempre se han tenido como pecados muy graves los relativos al quinto y sexto mandamientos, y así es. Pero hemos tenido como pecados menores otros tales como la gula, el apetito desordenado, la murmuración, el chismorreo, el juicio hacia los demás…la mentira, el fraude. Y es lo que en la Escritura se denuncia como “tener las manos manchadas de sangre”. Manos manchadas con la fama del hermano; juicios que cuando se realizan, inmediatamente llevan implícito una condena.
Así nos lo hace saber el Salmo:
“…Al que en secreto difama al prójimo, lo haré callar
Ojos engreídos, corazones arrogantes, no los soportaré…”
No habitará en mi casa quien comete fraudes, el que dice mentiras
No durará en mi presencia…”
En estos tiempos que vivimos, la palabra “fraude” no suena cercana; está todos los días en la televisión. Y, ¡naturalmente! Juzgamos…y condenamos. Al margen de que estos fraudes están totalmente proscritos en nuestra moral, hemos de pensar si nosotros caeríamos también si tuviéramos la oportunidad… ¡Hemos pecado, Señor,- decía el pueblo de Israel-, ten compasión de nosotros!
Por eso nos dice Isaías: “… ¿Quién de nosotros habitará un fuego devorador, quién de nosotros habitará una hoguera perpetua?
El que procede con justicia y habla con rectitud
El que rehúsa el lucro de la opresión, el que sacude la mano rechazando el soborno
Y tapa su oído a propuestas sanguinarias, el que cierra los ojos para no ver la maldad
Ese habitará en lo alto…” (Is 33, 13-16)
O también:
¿Quién puede subir al Monte del Señor, quién puede estar en el recinto sacro?
El Hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos
Ni jura contra el prójimo en falso
Ese recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación…” (Sal 23)
Ese Hombre de Manos inocentes es Jesucristo, el único que en el Monte Santo abrió sus Manos en la Cruz redimiendo al género humano, el Único que puede hacer ese Santuario fundado por sus Manos (Ex 15, 17)
Por eso, meditemos  a la Luz de la Escritura, del Evangelio,  en lo que siempre consideramos “pecados menores”. Con estos “pecados menores” estamos crucificando a nuestros hermanos, y tendremos nuestras manos manchadas de sangre.
Alabado sea Jesucristo
 

¡Aquel día! (Por el Padre Antonio Pavía)

Os he dicho todo esto en parábolas. Se acerca la hora en que ya no os hablaré en parábolas, sino que con toda claridad os hablaré acerca del Padre. Aquel día pediréis en mi nombre y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os quiere…” (Jn 16,25-27).
Los exegetas bíblicos nos explican el significado de esta expresión que aparece con frecuencia a lo largo del Antiguo Testamento: “¡Aquel día!”. Indica una referencia a la venida del Mesías en la que Dios manifestará la plenitud de su amor a Israel y a toda la humanidad. Plenitud de amor en consonancia con la plenitud de su salvación, ya que por medio de su Hijo se abren para todos los hombres las puertas de la vida eterna. Fijémonos como ejemplo de lo que estamos diciendo en esta profecía de Isaías: “…consumirá a la Muerte definitivamente. Enjugará el Señor Yahveh las lágrimas de todos los rostros, y quitará el oprobio de su pueblo de sobre toda la tierra, porque Yahveh ha hablado. Se dirá aquel día: Ahí tenéis a nuestro Dios… nos alegramos por su salvación” (Is 25,8-9).
Sorprendentemente Jesús se sirve también de la misma expresión para anunciar su segunda venida. Incluso habla de “aquel día”, como vemos en el texto joánico que encabeza esta expresión en referencia a la relación filial entre su Padre y  sus discípulos. Jesús eleva el “Aquel día”, proclamado por los profetas,  a su máximo exponente en su resurrección, ya que ésta alcanza también a sus discípulos. La resurrección del Señor Jesús es el cumplimiento del “día en que actuó el Señor…”, profetizado por el salmista (Sl 118,24).
Nos centramos en el texto Jn 16,25-27 ya expuesto.Nos fijamos en la inmensa grandeza que encierra esta promesa: “Se acerca la hora en que ya no os hablaré en parábolas, sino que con toda claridad os hablaré acerca del Padre…” Con toda claridad, es decir, sin velos ni sombras, abiertamente. Jesús en su resurrección abre a los que creen en Él la puerta de entrada al Misterio de Dios como Padre. Al morir, nos dice Lucas que se rasgó por medio el velo del Templo (Lc 23,45). Velo que señalaba la separación insalvable entre Dios y los hombres. 
Pablo hará referencia al velo de Moisés que nublaba al pueblo la comprensión de la Palabra y que fue rasgado por Jesucristo (2Co 3,12-14). Es cierto, a partir de la muerte de Jesús nada nos impide conocer a Dios; y más aún, culminar nuestra existencia encontrándonos con Él cara a cara. Como signo de este fin glorioso de nuestra existencia hacemos nuestra la última invocación que hizo Jesús al Padre antes de morir: “¡En tus manos encomiendo mi espíritu!” (Lc 23,46).
“Todo está cumplido”, gritó Jesús en el momento de entregar su espíritu al Padre (Jn 19,30). En realidad está proclamando su fidelidad al encargo que de Él había recibido, le está diciendo: ¡Padre, misión cumplida! Sí, cumplió su misión y revolucionó por completo la relación entre el hombre y Dios; relación personificada en sus discípulos que, justamente por haberlos escogido con su misma misión de ser “luz del mundo” (Mt 5,14), abren en abanico esta prodigiosa relación a todos los hombres.
 
Mi Padre os quiere
A partir de su “Aquel día”, el de su resurrección, Jesús manifestará abiertamente a sus discípulos no sólo quién es el Padre, sino que éste es también Padre de ellos. He ahí lanovedad sublime y portentosa que sale de los labios del Hijo de Dios. Recordemos el anuncio que hizo  en la mañana de su resurrección a María Magdalena con el encargo de que lo hiciera llegar a sus discípulos a quienes llama hermanos. “…Vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn 20,17).
Insisto. El Señor Jesús proclama esta absoluta novedad respecto a la relación entre el hombre y Dios. Desde entonces, dado que los corazones de sus discípulos tienen las puertas abiertaa la comunión perfecta con Dios que es su Padre, pasan a ser hermanos del Hijo de Dios. Entendámonos bien. Que Jesús considere a sus discípulos como hermanos suyos no tiene que ver nada con una especie de título honorífico. Es una sublime realidad que nace del hecho de que, desde su victoria sobre la muerte en “aquel día”, su Padre es y será por siempre el Padre de todos aquellos que crean y vivan abrazados a su Evangelio. Es por eso que les llama hermanos.
Pasamos -sin dejar aquel día de la madrugada de su resurrección en la que ya nos hemos extendido- al encuentro con sus discípulos en el Cenáculo al caer la tarde (Jn 20,19…). Es inagotable la riqueza catequética de este encuentro. Me limito a señalar la fuerza divina de la misión que les confía: “Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,21).
Jesús señala e incide en un aspecto esencial de la misión que confía a la Iglesia, representada en estos hombres. Les envía al mundo en la misma dimensión que Él fue enviado por su Padre. Recordemos: “Como el Padre me envió…” Les envía al mundo con la Fuerza y la Sabiduría que Él mismo recibió del Padre. Es la Fuerza y la Sabiduría de la Palabra que se constituyen en la razón de la fe de sus discípulos y su adhesión a Él. Oigamos lo que dice al Padre durante la última Cena: “He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo… Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que Tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti…” (Jn 17,6-8).
Jesús, enseñado e instruido por su Padre en lo que se refiere a su proclamación del Evangelio -“…lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo” (Jn 8,28)- se constituye en el único Maestro. Único porque sólo Él puede abrir los corazones de sus discípulos para que puedan entender las Escrituras (Lc 24,45). Tengamos en cuenta que seguimos en el contexto de “Aquel día”, el de su resurrección.
Bienaventurado el que alcance a vivir su discipulado en esta que es su máxima y más alta dimensión: enriquecidos por la fuerza y la sabiduría que brotan del santo Evangelio. Sí, bienaventurados porque a todos ellos se dirige Jesús con estas inefables palabras: “Aquel díapediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os quiere…” (Jn16,26-27).

¿ QUIEN ERES SEÑOR? Hch 9,5 para el Evangelio del Domingo 23 de Abrilde 2017

Bienaventurados los que crean en mí sin haberme visto dice Jesús a Tomás. Les llama bienventurados no porque sean más sufridos o austeros que los demás; no va por ahí la alabanza de Jesús. Se está refiriendo a aquellos que dieron crédito a esas intuiciones de su alma que como decía Henri Bergson claman por la Transcendencia. Si, impulsados por sus intuiciones a las que arroparon con el Evangelio y pudieron reconocer a Jesús como el Señor, el Hijo de Dios.
 Dice San Agustín que llegaron a verle con los ojos del alma...que son más perspicaces y profundos que los del cuerpo.

(Padre Antonio Pavía)
comunidadmariamadreapostoles.com

miércoles, 19 de abril de 2017

Amemos la Liturgia 9.- El símbolo de la genuflexión (por Tomás Cremades)




Pasada la Semana Santa, los fieles cristianos hemos tenido el privilegio de Adorar al Señor Sacramentado en el sagrario, y de una forma muy especial en la Liturgia de la Adoración a la santa Cruz el Viernes Santo.
Adjunto un escrito de D. Jesús Luengo Mena que no tiene desperdicio y aclara a la perfección  toda la simbología y los momentos adecuados para realizar este acto de amor al Señor y su santa Cruz, aclarando determinados momentos en que debe realizarse.
La genuflexión es signo de adoración y sumisión a Dios –hágase tu voluntad– y se considera como el acto supremo de reverencia de nuestro rito.
La genuflexión se hace siempre con la rodilla derecha llevándola hasta el suelo e inclinando la cabeza. Por ser signo de adoración está reservada al Santísimo Sacramento y a la Santa Cruz en la liturgia del Viernes Santo. 
También se debe hacer genuflexión cada vez que pasemos por delante del Santísimo Sacramento y a las reliquias de la Santa Cruz, expuestas para su veneración. 

No se debe, por lo tanto, hacer genuflexión ante imágenes y menos aún si son marianas o de santos. Otra cosa distinta es orar de rodillas.

Seguramente es un gesto heredado de la cultura romana, como signo de respeto ante las personas constituidas en autoridad. 

Y desde el siglo XII-XIII se ha convertido en el más popular símbolo de nuestra adoración al Señor presente en la Eucaristía: es una muestra de la fe y del reconocimiento de la Presencia Real. 
Es todo un discurso corporal ante el sagrario: Cristo es el Señor y ha querido hacerse presente en este sacramento admirable y por eso doblamos la rodilla ante Él. Litúrgicamente el sacerdote que preside la Eucaristía hace tres genuflexiones: después de la consagración del Pan, después de la del Vino, y antes de comulgar. Si el sagrario está en el presbiterio hace también genuflexión al llegar al altar y al final de la celebración, al igual que deben hacerla cualquier fiel que pase por delante del sagrario, incluido el lector que sube al ambón. Sin embargo no se hace genuflexión cuando una procesión pasa por delante de la capilla sacramental. 
Hay otros momentos en que tiene expresividad esta postura: por ejemplo cuando se recita el "Incarnatus" del Credo en las fiestas de la Anunciación y Navidad; o cuando el Viernes Santo se va a adorar la Cruz. 
El gesto se ha convertido en uno de los más clásicos para expresar la adoración y el reconocimiento de la grandeza de Cristo, o también de humildad y penitencia.

La genuflexión doble –con las dos rodillas e inclinación de cabeza– se ha suprimido pero es loable mantener ese signo en algunas ocasiones, por ejemplo al entrar al templo donde se halle expuesto de manera solemne el Santísimo.

Tomado del blog: Liturgia de Jesús LuengoMena

LOS DE LAS VESTIDURAS BLANCAS ¿Quiénes Son? (Por Manuel Armenteros)




En la visión anticipada que tiene el Apóstol Juan, recogida bajo Inspiración divina, en el Libro del Apocalipsis, y a su pregunta ¿Quiénes son?... al ver esa muchedumbre de gente, de toda nación, raza, pueblo y lengua; que estaban de pie delante del Trono y del Cordero, vestidos de blanco, llevando palmas en las manos y aclamando a nuestro  Dios …, uno de los ancianos, le responde: “Son los que vienen de la gran tribulación, los que han lavado y blanqueado sus vestidos (o túnicas) en la “Sangre del Cordero”. Entiéndase simbólicamente por el Cordero, a Jesucristo quien sufrió pacientemente (como un cordero) su Pasión y Muerte. Y ahora está presente, ante el Trono de Dios, Resucitado, Glorioso y Victorioso, a quien ve San Juan en esa “visión”.Desconozco si estamos ahora en esa gran tribulación anunciada, que anticipa el fin del mundo antiguo. Lo que  es cierto que desde que el Hijo de Dios, encarnado en Jesucristo,  con su Muerte y tras su Resurrección quedo instalado el Reino de Cielos” aquí en la Tierra, devolviendo a la criatura humana su Herencia Divina: ser Hijos de Dios. Desde entonces se va destronando progresivamente, al príncipe de este mundo. El cual “con sus “negocios”tretas y engaños, mantiene la guerra permanente con todos los creyentes en Cristo y son desde entonces perseguidos, sacrificados y martirizados. Y su sangre derramada, (en nuestro tiempo, sin duda mayor que épocas pasadas), es como la del propio Jesús, semilla de nuevos cristianos y fuerza renovadora” para nosotros los actuales creyentes. Mártires que vani ntegrándose en aquella “muchedumbre” presente y aclamando a nuestro Señor, revelada y anticipada a San Juan en la visión.

Tres Cantos (Madrid) hoy 19 de Abril del 2017. Manuel Armenteros Martos.