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domingo, 23 de abril de 2017

¡Aquel día! (Por el Padre Antonio Pavía)

Os he dicho todo esto en parábolas. Se acerca la hora en que ya no os hablaré en parábolas, sino que con toda claridad os hablaré acerca del Padre. Aquel día pediréis en mi nombre y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os quiere…” (Jn 16,25-27).
Los exegetas bíblicos nos explican el significado de esta expresión que aparece con frecuencia a lo largo del Antiguo Testamento: “¡Aquel día!”. Indica una referencia a la venida del Mesías en la que Dios manifestará la plenitud de su amor a Israel y a toda la humanidad. Plenitud de amor en consonancia con la plenitud de su salvación, ya que por medio de su Hijo se abren para todos los hombres las puertas de la vida eterna. Fijémonos como ejemplo de lo que estamos diciendo en esta profecía de Isaías: “…consumirá a la Muerte definitivamente. Enjugará el Señor Yahveh las lágrimas de todos los rostros, y quitará el oprobio de su pueblo de sobre toda la tierra, porque Yahveh ha hablado. Se dirá aquel día: Ahí tenéis a nuestro Dios… nos alegramos por su salvación” (Is 25,8-9).
Sorprendentemente Jesús se sirve también de la misma expresión para anunciar su segunda venida. Incluso habla de “aquel día”, como vemos en el texto joánico que encabeza esta expresión en referencia a la relación filial entre su Padre y  sus discípulos. Jesús eleva el “Aquel día”, proclamado por los profetas,  a su máximo exponente en su resurrección, ya que ésta alcanza también a sus discípulos. La resurrección del Señor Jesús es el cumplimiento del “día en que actuó el Señor…”, profetizado por el salmista (Sl 118,24).
Nos centramos en el texto Jn 16,25-27 ya expuesto.Nos fijamos en la inmensa grandeza que encierra esta promesa: “Se acerca la hora en que ya no os hablaré en parábolas, sino que con toda claridad os hablaré acerca del Padre…” Con toda claridad, es decir, sin velos ni sombras, abiertamente. Jesús en su resurrección abre a los que creen en Él la puerta de entrada al Misterio de Dios como Padre. Al morir, nos dice Lucas que se rasgó por medio el velo del Templo (Lc 23,45). Velo que señalaba la separación insalvable entre Dios y los hombres. 
Pablo hará referencia al velo de Moisés que nublaba al pueblo la comprensión de la Palabra y que fue rasgado por Jesucristo (2Co 3,12-14). Es cierto, a partir de la muerte de Jesús nada nos impide conocer a Dios; y más aún, culminar nuestra existencia encontrándonos con Él cara a cara. Como signo de este fin glorioso de nuestra existencia hacemos nuestra la última invocación que hizo Jesús al Padre antes de morir: “¡En tus manos encomiendo mi espíritu!” (Lc 23,46).
“Todo está cumplido”, gritó Jesús en el momento de entregar su espíritu al Padre (Jn 19,30). En realidad está proclamando su fidelidad al encargo que de Él había recibido, le está diciendo: ¡Padre, misión cumplida! Sí, cumplió su misión y revolucionó por completo la relación entre el hombre y Dios; relación personificada en sus discípulos que, justamente por haberlos escogido con su misma misión de ser “luz del mundo” (Mt 5,14), abren en abanico esta prodigiosa relación a todos los hombres.
 
Mi Padre os quiere
A partir de su “Aquel día”, el de su resurrección, Jesús manifestará abiertamente a sus discípulos no sólo quién es el Padre, sino que éste es también Padre de ellos. He ahí lanovedad sublime y portentosa que sale de los labios del Hijo de Dios. Recordemos el anuncio que hizo  en la mañana de su resurrección a María Magdalena con el encargo de que lo hiciera llegar a sus discípulos a quienes llama hermanos. “…Vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn 20,17).
Insisto. El Señor Jesús proclama esta absoluta novedad respecto a la relación entre el hombre y Dios. Desde entonces, dado que los corazones de sus discípulos tienen las puertas abiertaa la comunión perfecta con Dios que es su Padre, pasan a ser hermanos del Hijo de Dios. Entendámonos bien. Que Jesús considere a sus discípulos como hermanos suyos no tiene que ver nada con una especie de título honorífico. Es una sublime realidad que nace del hecho de que, desde su victoria sobre la muerte en “aquel día”, su Padre es y será por siempre el Padre de todos aquellos que crean y vivan abrazados a su Evangelio. Es por eso que les llama hermanos.
Pasamos -sin dejar aquel día de la madrugada de su resurrección en la que ya nos hemos extendido- al encuentro con sus discípulos en el Cenáculo al caer la tarde (Jn 20,19…). Es inagotable la riqueza catequética de este encuentro. Me limito a señalar la fuerza divina de la misión que les confía: “Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,21).
Jesús señala e incide en un aspecto esencial de la misión que confía a la Iglesia, representada en estos hombres. Les envía al mundo en la misma dimensión que Él fue enviado por su Padre. Recordemos: “Como el Padre me envió…” Les envía al mundo con la Fuerza y la Sabiduría que Él mismo recibió del Padre. Es la Fuerza y la Sabiduría de la Palabra que se constituyen en la razón de la fe de sus discípulos y su adhesión a Él. Oigamos lo que dice al Padre durante la última Cena: “He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo… Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que Tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti…” (Jn 17,6-8).
Jesús, enseñado e instruido por su Padre en lo que se refiere a su proclamación del Evangelio -“…lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo” (Jn 8,28)- se constituye en el único Maestro. Único porque sólo Él puede abrir los corazones de sus discípulos para que puedan entender las Escrituras (Lc 24,45). Tengamos en cuenta que seguimos en el contexto de “Aquel día”, el de su resurrección.
Bienaventurado el que alcance a vivir su discipulado en esta que es su máxima y más alta dimensión: enriquecidos por la fuerza y la sabiduría que brotan del santo Evangelio. Sí, bienaventurados porque a todos ellos se dirige Jesús con estas inefables palabras: “Aquel díapediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os quiere…” (Jn16,26-27).

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