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domingo, 21 de mayo de 2017

PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN.- XXVI.- Como dioses o como Dios


XXVI.- Como dioses o como Dios

 

El estigma por antonomasia que el hombre lleva marcado a causa del pecado original es el de hacerle prisionero de la mentira, la gran mentira a la que se adhirieron Adán y Eva cuando fueron tentados en su relación con Dios. La gran mentira que salió de la boca de Satanás fue: ¡Seréis como dioses! Adán y Eva prefirieron la ensoñación del mentiroso a la Palabra de vida que Dios les había dado. Conocieron así algo que hasta entonces les había sido extraño: el miedo que lleva consigo el pregón de la muerte.

Seréis como dioses, oyeron. Oyeron y creyeron. Desde entonces, el hombre cambió la tutela del Pastor de la Vida por la del pastor de la muerte. Dura nos parece la descripción que nos ofrece el salmista acerca del hombre que llega incluso a considerarse satisfecho de haber vivido entre límites tan estrechos: “…Así andan ellos, seguros de sí mismos, y llegan al final, contentos de su suerte. Como ovejas son llevados al abismo, los pastorea la Muerte…” (Sl 49,14-15).

Así es por increíble que parezca; es tal el sometimiento que el tutor, el adalid de la Mentira ha impuesto al hombre, que éste llega a conformarse, más aún, a estar contento con su suerte. En su despotismo, Satanás lo ha llevado a adherirse existencialmente con la intrascendencia. He ahí sus logros, los magníficos y extraordinarios logros que le ha producido su delirio de ser como Dios. Y no es esto lo más trágico; lo que realmente denota su aniquilamiento y servilismo es que –repetimos al salmista- “está contento con su suerte”. Y es que Satanás es el mayor especialista en la monstruosidad que supone el lavado de cerebro; nadie tan manipulador del ser humano como él.

La cuestión es que Dios no está contento con la suerte del hombre, no se queda impasible asistiendo como espectador a su destrucción. Dios, que oye las voces más profundas, sabe de los gritos del corazón que son como manos que intentan aferrarse a plenitudes que, sistemáticamente, le han sido negadas por el suplantador de la vida. Así le llamamos: suplantador. Promete lo que no tiene: la vida.

Como he dicho, Dios ama demasiado al hombre como para darle la espalda aunque éste lo haya hecho así invariablemente una y otra vez. Dios ama y se vuelve; irrumpe en la historia de la humanidad eligiendo un pueblo como punta de lanza, para hacer brillar ante todos los demás pueblos de la tierra lo más genuino, la insondable grandeza del hombre salido y creado por Él: a su imagen y semejanza. Se escogió un pueblo: Israel; y le fue catequizando de forma que sus hijos descubrieran que eran preciosos a sus ojos: “Dado que eres precioso a mis ojos, que eres estimado, y yo te amo” (Is 43,4a). Sólo cuando el hombre descubre que es amado por Dios con un amor eterno (Jr 31,3), y lo vive íntimamente, llega a tener como muy poca cosa, como algo insignificante, las melódicas baladas de sus falsos pastores que, al igual que Satanás, repiten: “seréis como dioses”.

Cuando Dios se asomó a la tierra para escogerse un pueblo en el que sembrar la Verdad y la Trascendencia, no buscó entre la flor y nata de la humanidad entre otras cosas porque no lo necesitaba: cuando se crea, se crea. Esto es lo que puede hacer Dios y lo hace: escoger y crear. Israel es consciente de lo sorprendente y asombroso de su elección, y así nos lo hace saber: “No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahveh de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres…” (Dt 7,7-8).

 

Mucho más que dioses

Dios acompaña a su pueblo a lo largo de su historia; lo acompaña y cuida de él. Aparentemente no se distingue mucho de todos los demás; digamos que participa de todo aquello que se refiere a guerras, asesinatos, intrigas, injusticias, que hacen parte de la historia de la humanidad en general. Israel tiene estos mismos sellos y, por si fuera poco, a pesar de ser un pueblo elegido, llegan hasta cansarse de Dios que les eligió. Sin embargo, así como el agua de la lluvia va penetrando lenta y persistentemente en la tierra árida hasta empaparla, convirtiendo la sequedad en una especie de vergel, también en este pueblo, duro y obstinado de corazón como todos los demás, empieza a dar fruto la Palabra que Dios le va dando. Es como si estuviera tejiendo las entrañas espirituales de su pueblo.

Prueba de lo que estamos diciendo -¡hay tantas a lo largo del Antiguo Testamento!- nos la ofrece el autor del salmo 16. Su oración si bien iluminada por el Espíritu Santo, revela sin duda una experiencia muy personal. Más o menos, nos viene a decir qué sentido tiene “llegar a ser como dioses” si éstos son inmensamente menores que él en la dimensión que Dios le ha hecho. ¿Cómo va a entrar en el corazón de estos dioses si él es mayor que ellos? ¿Cómo le van a satisfacer si todos juntos son extraños a la plenitud de su corazón? “Digo al Señor: Tú eres mi bien, los dioses y señores de la tierra no me satisfacen… El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi destino está en sus manos, me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad…” (Sl 16).

La catequesis de este hombre orante es bellísima. Si los dioses y señores de la tierra, los que me ofrece el Tentador, no me satisfacen, ¿por qué voy a querer ser como ellos? Si los bienes que están al alcance de mis manos son insuficientes, no alcanzan la altura de lo que yo soy como hombre, ¿qué esperanza puedo poner en ellos? He ahí la razón de ser de la oración de nuestro salmista. Con este ejemplo vemos cómo sí es cierto que la Palabra que Dios siembra en su pueblo una y otra vez, da sus frutos, porque esta oración solamente pudo salir de un corazón habitado por su Palabra.

Alguien podría juzgar a este hombre y, por extensión, a todos aquellos que se dejan llevar por Dios, como enemigo de los bienes de este mundo, lo que no se corresponde con la verdad. Nuestro salmista está poniendo a la persona en el centro de la creación, no debajo de ella. Me explico. Este hombre entendió con toda su claridad la palabra que escucharon Adán y Eva en la creación: “Llenad la tierra y sometedla” (Gé 1,28). He ahí la clave del sabio cuyo prototipo es nuestro salmista: Los bienes de la tierra están a mi servicio, no yo al suyo; soy yo quien los someto, no ellos a mí.

 En realidad, nuestro amigo es todo él una profecía del Hombre Nuevo por excelencia: Jesucristo, en quien se cumple en plenitud la Palabra dada a Israel. Es más, le conocemos como la Palabra del Padre hecha carne (Jn 1,14). Gracias a Él, el salmista es también una profecía acerca de todos aquellos que, a lo largo de la historia, lleguemos a ser sus discípulos en espíritu y en verdad.

Jesús, el Hombre Nuevo, el Buen Pastor, “llama a sus ovejas –a los que quieren ser sus discípulos- una a una y las saca fuera” (Jn 10,3b). Las saca fuera del recinto de impiedad y mentira, adonde las condujo y dejó recluidas aquel que les prometió solemnemente “seréis como dioses”. Las sedujo, las engañó y las apelmazó entre cercas. Al oír la voz del Buen Pastor, estas ovejas empezaron a desperezarse, se despertaron y se dijeron unas a otras: “¡Luego eran mentira los altos, la barahúnda de los montes!” (Jr 3,23). Entendemos este texto aclarando que los altos y los montes designan el culto a los ídolos.

 

Semejantes a Él

Sí, mentira fue lo que oyeron Adán y Eva, y que nosotros hemos seguido oyendo de parte de los ídolos. Sí, mentira y tan ilusorio que nos hicimos infantiles, porque los ídolos “tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven; tienen oídos y no oyen, ni un soplo siquiera hay en su boca. Como ellos serán los que los hacen, cuantos en ellos ponen su confianza” (Sl 135,16-18).

Cierto es, no tienen palabras de vida los ídolos porque son mudos. Sin embargo, al igual que Adán y Eva, hemos oído la voz del “padre de la Mentira” (Jn 8,44), quien, de maltrato en maltrato, de vejación en vejación, de delirio en delirio, nos encerró entre cercas. Nos retuvo engañados hasta que vino a nuestro encuentro el Buen Pastor quien, a pesar de las protestas de nuestros cancerberos, penetró en sus dominios y nos invitó a salir siguiendo sus pasos. Sentado estaba Mateo en la mesa de los impuestos que iba cobrando, separando una parte sustanciosa para él: peor y más nefasta cerca imposible. Jesús pasó a su lado  “…y le dijo: Sígueme…” (Mt 9,9).

Al “seréis como dioses”, oído y aceptado por el hombre de todos los tiempos, Jesús oyó: “Tú eres mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17). De la palabra a la Palabra, de la promesa a la Promesa, de la mentira a la Verdad. Jesús, en cuanto hombre de fe, se aferró a la Palabra, a la Promesa, a la Verdad; y aun así no sería suficiente. La incomparable belleza y plenitud de su pastoreo se hizo visible cuando los suyos pudieron testificar al mundo entero que pasaron del “seréis como dioses” a ser hijos de Dios.

Lo testificó también Juan, en nombre de todos los apóstoles, de las primeras comunidades cristianas al proclamar “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1Jn 3,1). Buena noticia donde las haya. El apóstol viene a proclamar que no les interesa ser como dioses sino ser semejantes al Dios vivo. Oigamos cómo culmina su texto anterior: “Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,2).

Juan, pastoreado por su Buen Pastor, a su vez pastorea desde el corazón nuevo que el Evangelio de su Señor ha creado en él. Sabe que también sus ovejas, al igual que todo hombre, han oído muchas veces a aquel que viene a su encuentro para “robar, matar y destruir” (Jn 10,10a). En realidad, Satanás es terriblemente monótono en cuanto monotemático,  no sale de su “seréis como dioses”.

Juan, buen pastor semejante a su Señor, abre las infinitas riquezas del Evangelio del Resucitado a los rebeldes e inconformes, a los insumisos, a los que detestan la cerca que les apelmaza. Con el amor, cuidado y solicitud, recibidos del Señor Jesús, pone en los oídos de éstos la gran promesa llena de gracia y de verdad; que todos los que creen en la Palabra, en el Evangelio del Señor Jesús, reciben el poder para llegar a ser hijos de Dios: “A todos los que la recibieron –la Palabra- les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12).

Lo que acabamos de oír sería absolutamente increíble si no nos llegara del mismo Dios. Habría que preguntarse si todos son capaces de entender esto. La respuesta es sí. Claro que hay una condición: está al alcance de los inmortalmente apasionados por el Evangelio. Él es la buena noticia que rompe cercas, cadenas y todo dominio del Mentiroso. Buena noticia a la que se abrazan los hambrientos de vida y libertad. Estos hambrientos reconocen la voz de los pastores según el corazón de Dios y les siguen, aunque no a ellos, sino al que puso su Voz en sus labios.

Como dioses o como Dios. Y dejamos a Pedro -otro de los pastores verdaderos de primerísima hora- que nos enriquezca con su testimonio. No deseéis ser como dioses, -parece decirnos- que es muy poco; no como dioses, sino como Dios; que para esto envió a su Hijo entre nosotros, para que pudiéramos llegar a participar de su propio ser, de su divinidad: “Pues su divino poder –el de Jesucristo- nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad… por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina” (2P 1,3-4).

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