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miércoles, 26 de julio de 2017

Amemos la Liturgia 12.- El alzar de las manos (Tomás Cremades)

En la celebración de la Santa Misa, en el momento del rezo del Padrenuestro, muchos cristianos alzamos las manos de diferentes formas y posturas. Unos lo hacemos con las palmas vueltas hacia el altar, otros con las manos en actitud de presentación de nuestras ofrendas, otros en actitud de escucha con los brazos doblados y los cantos de las manos al frente, etc. Otros, al fin, sin ninguna actitud especial, con respeto, como se debe a la celebración del momento que se está viviendo.

La realidad es que no hay ninguna recomendación en la liturgia que nos indique qué postura tomar, y se deja en el sentimiento de los fieles, como una forma de dirigirnos al Padre celestial.
En mi caso particular, yo presento mis palmas a Jesucristo crucificado, siempre presente en la celebración y con la imagen en el altar del celebrante. Él me enseña las suyas, sangrando por mis pecados y los pecados del mundo. Él, el “sin pecado”, el Cordero manso que “quita el pecado del mundo”, el que en una traducción más exacta es el “que borra” el pecado del mundo, me enseña sus Santas y Venerables Manos en la Cruz. Él, que se entregó a sí mismo por nuestros pecados, para librarnos de este mundo perverso (Gal 1,4). Él nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose Él mismo, maldición por nosotros, pues dice la Escritura: “Maldito el que cuelga del madero (Gal 3,13)”
Ya está profetizado en el Salmo 24:
¿Quién puede subir al Monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro?
El Hombre de Manos inocentes y puro corazón
Que no confía en los ídolos
Ni jura contra el prójimo en falso
Este Hombre es Jesucristo. En Él se cumplen todos los Salmos. Y en mi alzar de mis manos, yo le enseño las mías: estas sí están manchadas de sangre, de la sangre de mis pecados, los que Él recogió para hacerlos suyos. Y en esta actitud, con las palabras que Él mismo nos enseñó, recuerdo mis pecados borrados con su sacrificio, le pido perdón y me dispongo a recibirlo en la Eucaristía. Y le digo:
“Que mi oración sea como incienso para Tí
Mis manos alzadas, como ofrenda de la tarde” (Sal 141, 2)
Alabado sea Jesucristo.

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