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sábado, 29 de julio de 2017

Pastores según mi corazón.-( Edit. San Pablo) Cap XXIX.- EN SU REGAZO


En su regazo
 Una de las imágenes de mayor hondura afectiva que el Evangelio nos ofrece para darnos a conocer la íntima relación entre Jesús y sus discípulos la encontramos en la Última Cena tal y como nos la narra Juan. Nos dice que el discípulo amado estaba recostado en el seno de Jesús (Jn 13,23).

La escena no puede ser más entrañable, y la dimensión que alcanza la intimidad entre el Hijo de Dios y una persona normal como lo era el discípulo amado, no es medible en nuestros cómputos acerca del amor por muy elevados que sean. Repito, esta relación entre el Hijo de Dios y todo aquel que ha llegado a ser su discípulo, y, en cuanto tal, amado, no es en absoluto medible ni cuantificable. Aclaro que la mayoría de las traducciones nos dicen que el discípulo amado estaba recostado en el pecho de Jesús, lo que no se corresponde totalmente con lo que en realidad nos está diciendo Juan; no es en el pecho sino en el seno donde estaba recostado.

 A primera vista podría parecer que esta suplantación de términos no tendría mayor importancia; la tiene porque la palabra seno conlleva una riqueza inmensamente superior al de pecho, sobre todo en lo que respecta a entrar en la intimidad del otro. En este caso hablamos de la entrada de un ser humano en la intimidad que el Hijo de Dios le ofrece. Es bueno saber que los santos Padres de la Iglesia nos dicen que Juan habla del discípulo amado sin ninguna referencia personal. La explicación que dan es que Juan pretende decirnos que este título pertenece a toda persona que alcanza la madurez en el discipulado.

El profeta Isaías nos brinda una imagen conmovedora, a la par que hermosa, de Dios, de sus entrañas maternas. Nos dice que cuida con una delicadeza maternal a las ovejas fatigadas por el esfuerzo de dar a luz a sus corderillos: “Como pastor pastorea su rebaño, recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las que acaban de dar a luz” (Is 40,11). La profecía es estremecedoramente bella, anuncia la solicitud con la que envolverá tiernamente a los pastores de los tiempos mesiánicos.

Así como el Buen Pastor dio a luz a la Iglesia desde la cruz una vez que le fue abierto el costado (Jn 19,34), -sigo textualmente a los Padres de la Iglesia- igualmente da poder a sus pastores para ser un día no sólo padres, sino también madres por el hecho de dar a luz, por medio de la predicación del Evangelio, a nuevos discípulos del Señor Jesús. Estos pastores, cuanto mayores son sus fatigas, su perderse por el Evangelio, tanto más son recostados en el seno confortable del Hijo de Dios.

Creo que la figura del discípulo amado recostado en el seno de Jesús en la Última Cena, es todo un anuncio profético de la experiencia que se promete a los pastores según el corazón de Dios. Además, si el Maestro, después de las fatigas de su misión que le llevaron a la muerte, descansa glorioso en el seno del Padre (Jn 1,18), sus discípulos/pastores reciben ya las primicias de lo que será su descanso eterno; saben que, cruzado el umbral de la muerte, se recostarán, también ellos, en el seno del Padre junto al Hijo por expreso deseo de éste. “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros” (Jn 14,2-3).

 

Yo os engendré en Cristo Jesús

Es muy probable que esta imagen no sólo paterna, sino también materna, de los discípulos del Señor Jesús que, entregados en cuerpo y alma al anuncio del Evangelio, pastorean a sus ovejas, nos choque profundamente. Habrá quien piense que hago una especie de oportunismo para congraciarme con la mujer realzando con tanto énfasis la maternidad del pastoreo. Algo así como que hay que contentar a alguien dados los tiempos que corren.

No tengo ninguna intención de acoplar la Palabra a ninguna tendencia sociológica; de hacerlo así, ya no sería la Palabra sino mi palabra. No sólo eso, es que además no es, en absoluto, necesario dar estos pasos en falso porque, si retrocedemos dos mil años y nos vamos al encuentro de Pablo, nos daremos cuenta de que él mismo no escatima conceptos a la hora de considerarse no sólo padre, sino también madre del rebaño confiado por su Buen Pastor.

Sí, el Pablo tan duro y áspero, a veces, con las mujeres, y que tanto ha dado que hablar, no tiene reparos en expresarse en estos términos que nos sorprenden en su Carta a los Gálatas. Los fieles de esta comunidad habían quedado bloqueados en su crecimiento en el discipulado, por culpa de falsos pastores que les querían inculcar una vuelta a la servidumbre de la Ley. Es tan fuerte el dolor que aflige su alma porque estos hijos suyos –así los llama- parece que se van a quedar a medio camino respecto a la fe que, suplicante, hecho un mar de lágrimas, les exhorta como si fuera su madre: “¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Gá 4,19).

Sí, hemos leído bien. El apóstol que deshizo sofismas, que se enfrentó a los doctores de la ley, que rompió mil barreras para llevar el Evangelio de Jesús hasta los países más lejanos donde aún no había sido predicado, llora como una mujer, como una madre que ha sufrido múltiples dolores de parto para dar a luz a unos hijos que unos esclavos de la Ley le quieren arrebatar. Se lamenta no tanto por él cuanto por estos hijos suyos a quienes quieren devolver al mundo del temor y las tinieblas. Su lamento nos recuerda a los de Raquel que llora por sus hijos porque se los han arrebatado: “En Ramá se escuchan ayes, lloro amarguísimo. Raquel que llora por sus hijos, que rehúsa consolarse porque ya no existen” (Jr 31,15).

Desde esta su libertad, Pablo asume el papel de padre y madre de sus ovejas, y llega incluso a afirmar, lleno de santo orgullo, que ha sido él quien las ha engendrado por medio del Evangelio. “No os escribo estas cosas para avergonzaros, sino más bien para amonestaros como a hijos míos queridos. Pues aunque hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús” (1Co 4,14-15).

Sí, motivos tiene Pablo para estar orgulloso de su pastoreo. Conoce todo tipo de fatigas, tribulaciones, persecuciones, penurias, desgaste personal, mas no minan su misión. Su ser pastor a la imagen de su Buen Pastor que dio su vida por él (Gá 2,20), y por cuya sangre “ha sido constituido heraldo, apóstol y maestro del Evangelio” (2Tm 1,11), es su mayor gloria. En la misma línea, no se avergüenza de proclamar que ha engendrado a Onésimo, su hijo en la fe, entre cadenas (Flm 1,10). Así es, y nos quedamos profundamente sorprendidos cuando le oímos testificar que entre cadenas no se siente esclavo ni  rehén de nadie; todo lo contrario,  se considera ¡embajador del Evangelio de su Señor! Exhorta a los fieles de Éfeso a que recen por él… Oigámosle: “…para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el Misterio del Evangelio, del cual soy embajador entre cadenas…” (Ef 6,19-20).

 

Saboreando a Dios

Hablamos ahora del binomio que acompaña permanentemente a los pastores según el corazón de Dios de todos los tiempos: fatigas y descanso. Fatigas por el Evangelio y descanso en Dios, en su seno, como las ovejas madres de las que nos hablaba Isaías, como el apóstol recostado en el seno de Jesús en la última Cena, llamado, como sabemos, el discípulo amado por representar a todos los discípulos/pastores según el corazón de Dios.

Esta figura del pastor, discípulo amado porque da su vida, se fatiga por sus ovejas (Jn 10,11), y que encuentra en el seno de su Maestro y Señor su lugar para recostarse y descansar, viene también ya profetizado por el salmista, quien compara estos amigos de Dios con los pequeñuelos; así es como Jesús llama a sus discípulos (Mt 10,42). Éstos, habiendo vaciado su corazón de toda pretensión y vanidad librándose así de una existencia banal, han sabido y podido encontrar en el regazo de Dios/madre el lugar  natural en la que relajarse confiadamente. “Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos como un niño en el regazo de su madre…” (Sl 131).

Desde este lugar santo y único en el que descansan y son alimentados estos pastores, brota esplendorosa una experiencia de Dios que podríamos llamar exclusiva e incomparable. Exclusiva porque, aun siendo común a todos los que alcanzan a recostarse en Dios, es propia y personal de cada uno. No hay lugares estándar en Dios, como en las suites de los hoteles. El regazo de Dios, lugar santo por excelencia, se adecúa a la totalidad de la persona que se acoge a Él. Es –repito- una experiencia exclusiva al tiempo que incomparable por no repetirse en nadie. Cada cual, por su cuenta y desde una historia única, proclama que sí, que a Dios se le puede gustar y saborear, tal y como profetizó en forma de exhortación el salmista: “Gustad y ved qué bueno es el Señor, bienaventurado el hombre que se cobija en él” (Sl 34 9).

Sí, bienaventurado quien ha encontrado acomodo en Dios, en su seno; y nos parece oír al mismo Dios lo que dice de aquellos que, después de mil fatigas por llevar su Evangelio en medio de innumerables contradicciones a miles y miles de corazones, estas palabras proféticas: “Porque él se abraza a mí, yo le libraré, le exaltaré, porque conoce mi nombre. Me llamará y le responderé; estaré a su lado en la desgracia, le libraré, le glorificaré…” (Sl 91,14-15).

Estas y muchas otras palabras de vida eterna (Jn 6,68) susurra a cada uno de sus pastores. Uno a uno fueron llamados (Jn 10,3), y uno a uno oyen que por haberse abrazado a Él, han aprendido a recostarse en su regazo. No están privados estos pastores de la persecución y del odio del mundo, como no fue privado su Señor (Jn 15,18-19), por eso está con ellos. Jesús mismo será quien les enseñe a descansar en Él al abrigo de todos los miedos, incluido el de que les sea arrebatada la vida. Su Señor les dirá que aunque les den muerte, nadie podrá arrebatarles la vida, puesto que está a buen resguardo: en sus manos. “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano” (Jn 10,27-28).

Nos imaginamos por un momento a estos pastores que saben descansar en Dios, que han encontrado en su seno su lugar de reposo. Nos los imaginamos descansando y, al mismo tiempo, yendo hacia los hombres para anunciarles la belleza inexplorada, que nace como una creación, de lo inaudito: ¡gustar y saborear a Dios!
           Todo el que conoce su regazo se deleita con este sabor. En este su regazo tienen acceso a los secretos de Dios, a su Misterio. El Evangelio  llama a estos secretos “las cosas de Dios, que Él mismo revela a sus pequeños” (Mt 11,25). Son reveladas a los discípulos amados quienes, a su vez, en su pastoreo, las anuncian a sus ovejas para que puedan disfrutar del descanso del alma (Mt 11,29), y para que, al igual que ellos, experimenten que la Palabra sabe a Dios.

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