Las
cenizas se sonrojan
Uno de los signos
que hará reconocible al Mesías anunciado por los profetas de Israel es que,
gracias a Él, el hombre podrá ser partícipe del fuego, de la luz de Dios. El
salmista lo explicita meridianamente al proclamar exultante ante Dios: “En tu
luz vemos la luz” (Sl 36,10b). Es la Luz -sinónimo del Fuego- la que hará
posible que se restablezcan los brazos débiles y las rodillas vacilantes del
hombre caído. Recordemos la exhortación llena de esperanza de Isaías:
“Fortaleced las manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes. Decid a los de
corazón cansado: ¡Ánimo, no temáis!” (Is 35,3-4a).
Al igual que
esta promesa, otras semejantes se harán
también realidad por medio de su propio Hijo, el Emmanuel. Se acercará al
hombre caído y no le pedirá cuentas, sino que le levantará. El mismo Isaías nos
lo anuncia proféticamente como aquel que se compadece de la mecha humeante a la
que se ha visto reducido el hombre que ha decidido vivir de espaldas a Dios. Se
apiadará de él y, con ternura inmensurable, convertirá su apenas imperceptible
pábilo en luz, en antorcha de Dios que ilumina el mundo.
Jesús,
antorcha, hoguera luminosa de Dios Padre, prenderá su fuego en el mundo. Sí, lo
hará pero a costa de su vida. Su obediencia amorosa al Padre, su entrega
incondicional al hombre, le lleva hasta su mecha humeante, sus brazos caídos,
sus esperanzas fallidas, su corazón renqueante; y, con su aliento, prenderá en
él el Fuego eterno, el de Dios.
He aquí una
descripción bellísima de la acción del Hijo de Dios sobre el hombre. Su
Encarnación fue un caminar hacia sus angustias, al tiempo que Él no se privó de
ellas; Él mismo nos lo hace saber cuando, confidencialmente, se abrió a sus
discípulos y les dijo: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto
desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y
¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla! (Lc 12,49-50).
No parece que
sus discípulos se enterasen mucho de lo que les acababa de decir, pues sus
ensoñaciones idílicas acerca de Jesús y su misión pesan demasiado. No importa
-se diría el Señor- ya tendrán su tiempo de madurez. De todas formas, en la
última cena vuelve sobre el tema, puntualizando que sólo entregando su vida
podrán recibir el Espíritu Santo que -como sabemos- descendió en forma de fuego
sobre ellos (Hch 2,1…).
Jesús pierde la
vida, mejor dicho, la entrega por amor. Sin duda que las angustias le pesan
enormemente; aun así, el amor es más fuerte. Es la obediencia de quien ama, de
quien confía, del que pone toda su existencia en Aquel que le indica su
voluntad. Nunca una obediencia fue tan libre, nunca un amor tan cargado de vida
hacia aquellos a quienes ama: las mechas humeantes, los hombres sin brazos ni
pies para sostenerse, ¡el hombre caído!
Estremecedora,
a este respecto, la profecía de Isaías sobre la restauración de Jerusalén. La
ciudad de la tristeza, a causa del exilio, se convertirá en la ciudad de la
luz, y su esplendor iluminará a todas las naciones: “Por amor de Sión no he de
callar, por amor de Jerusalén no he de descansaré, hasta que salga como
resplandor su justicia, y su salvación brille como antorcha. Verán las naciones
tu justicia, y todos los reyes tu gloria" (Is 62,1-2a).
No, no
descansará el Mesías hasta que se cumpla esta palabra del Padre. Incluso si es
necesario que Él se abrace a las tinieblas de la cruz y de la muerte para que
el hombre alcance a ser revestido de la luz y fuego de Dios, dirá a su Padre:
“Aquí estoy para hacer tu voluntad” (Hb 10,7).
Reflectores de su Luz
El Hijo de Dios
murió en la cruz, y de su costado abierto, como nos dicen los Padres de la
Iglesia, nació la nueva Jerusalén, a la que Pablo llama metafóricamente:
“nuestra madre” (Ga 4,26). Es normal que la que ha sido revestida por la luz de
Dios, sea también la luz del mundo. Sus hijos, que lo son por ser discípulos
del Señor Jesús, fueron llamados por Él mismo la luz del mundo: “Vosotros sois
la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte.
Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el
candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa” (Mt 5,14-15).
Cuando Jesús
dice a sus discípulos que son la luz del mundo, no les está confiriendo un
título honorífico, sino una misión. El rechazo está garantizado y anunciado (Jn
15,19), mas también la victoria del que acepta su misión en total consonancia
con quien le envía. Las palabras del Prólogo del evangelio de san Juan acerca
de Jesús se cumplen también en sus enviados/discípulos: “La luz brilla en las
tinieblas, y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1,5).
Vosotros sois
la luz del mundo, les dice; es esencial a su elección iluminar al mundo entero.
En ellos se realiza la obra de salvación que el Hijo de Dios hará a los
hombres, tal como profetizó Isaías. El Mesías anunciará a los pobres la Buena
Noticia, vendará los corazones rotos, abrirá a los cautivos caminos de
libertad, cambiará sus tristezas y lutos –recordemos las mechas humeantes- en
gozo y fiesta incontenible; y no sólo eso: serán reconocidos como plantación de
Dios para manifestar su gloria (Is 61,1-3).
Plantación de
Dios, su obra amorosa. Y llenos de su esplendor manifestarán al mundo entero la
gloria, el amor del Bendito y Eterno.
Oigamos lo que Jesús añadió
cuando dijo a sus discípulos: vosotros sois la luz del mundo. “Brille así
vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).
Luz de Dios
para el mundo, su fuego y su calor frente a la oscuridad lóbrega que le
envuelve. Lo anunció el profeta acerca del Mesías: “El pueblo que andaba a
oscuras vio una gran luz. A los que vivían en tierra de sombras, una gran luz
les brilló. Acrecentaste el regocijo, hiciste grande la alegría. Alegría por tu
presencia…” (Is 9,1-2a). Una vez que el Hijo de Dios cumplió su misión de ser
Luz del mundo, pasó el testigo a sus pastores. Ellos serán los que, yendo hacia
los más alejados rincones de la tierra, iluminarán a los hombres avivando el
resplandor de Dios con su Palabra, que es Fuego y Luz verdadera (Jn 1,9).
Estos pastores,
que tienen muy claro el tipo de pastoreo al que les ha llamado su Señor y
Maestro (Mt 23,8), reflejan la gloria de Dios. Gracias a ellos, porque son
pastores según el corazón de Dios, la gloria de lo alto es visible al mundo
entero, abriendo así las puertas de la salvación a “hombres de toda raza,
lengua, pueblo y nación” (Ap 5,9b).
Los pastores
reciben su misión, envuelven el corazón de sus oyentes con la luz y el fuego de
quien les llamó y, tal y como Él les dijo, glorifican a Dios a causa de su
ministerio. Pablo testifica que sí, que es cierto que se cumple la promesa que
Jesús hizo a sus pastores, los de todos los tiempos, que su pastoreo daría
gloria a Dios: “…Luego me fui a las regiones de Siria y Cilicia… Solamente
habían oído decir: El que antes nos perseguía ahora anuncia la buena nueva de
la fe que entonces quería destruir. Y glorificaban a Dios a causa de mí” (Gá
1,21-24). La mayor señal de la impostura de un pastor es cuando, como “sin
querer”, trasvasan la glorificación a Dios, hacia ellos.
Solidarios con los que
no ven
Los pastores
según el corazón de Dios se reconocen instantáneamente. Desde la oración del
corazón, se acercan a la Palabra con el temblor provocado por el asombro
inaudito de saberse junto a Dios. Con sus manos entregadas a su misión, van
descubriendo y sacando a la luz el Fuego de Dios que, como la lava de un
volcán, discurre oculto entre el conjunto de las palabras textuales de la
Escritura. Estremecidos ante las entrañas ardientes de Dios que Él mismo ha
hecho visibles a los ojos interiores de su alma (Ef 1,18), van presurosos al
encuentro de sus hermanos. No necesitan una orden; los gritos de la humanidad,
huérfana de vida y calor, les apremian; es como si todo su interior ardiese.
Por eso mismo,
porque el fuego que Dios ha prendido en sus entrañas, se ha convertido en una
hoguera incontenible, necesitan compartirla con sus hermanos. Mucho les queman
las brasas del Evangelio para quedarse impasibles. Sólo así, compartiéndolas,
pueden encontrar sosiego a tanto estremecimiento interno. Cual nuevos samaritanos,
se llegan al hombre, al que la frialdad sistemática del Mentiroso (Jn 8,44) ha
arrojado, cubierto de heridas, en su camino existencial. Cara a cara con él,
convierten su mecha humeante en una hoguera como la suya.
Estos pastores
según el corazón de Dios conocen la alegría perfecta, sin límites, porque tiene
su origen en Dios, y su meta no existe por venir de quien viene. Su alegría
nada tiene que ver con éxitos ni con logros; si fuese así, sería muy poca cosa,
y dar la vida por tan poca cosa es desbaratarla, ponerla a precio de
mercadillo.
La alegría de
estos pastores reside en ver crecer a sus ovejas, saber que su relación con el
Fuego de la Palabra no es pasiva sino activa. Me explico. Unas ovejas bien
evangelizadas alcanzan a descubrir y sacar a la luz, también ellas, el Fuego
oculto de Dios en la Escritura, como dijimos antes. También Dios les da el
poder hacerse con el Espíritu y Vida que palpita en su Palabra (Jn 6,63b).
Llegados a este punto, entendemos que la alegría de estos pastores no es medible.
Hablamos de la alegría colmada que tuvo Jesús: “Ahora voy a ti, Padre, y digo
estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada” (Jn
17,13).
Se da una
relación así entre pastores y ovejas, cuando el fuego del Evangelio prende en unos
y otros, y sólo Dios es glorificado, porque es de su seno de donde ha surgido
la llama viva de la predicación. Si diéramos voz a esta predicación y le
preguntáramos quién la dio a luz, nos respondería “Yo salí de la boca del
Altísimo” (Si 24,3).
Más de uno se habrá extrañado, incluso asustado, por
lo que acaba de leer. Otros, más comprensivos, pasarán por alto el susto
pensando que me he permitido una licencia metafórica. Bueno, me limito a decir
que esto mismo fue lo que Dios dijo a Moisés para tranquilizarle, pues se
consideraba totalmente incapaz de cumplir la misión que le había confiado. Le
dijo: “Vete, que yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que debes decir” (Éx
4,12). Cuanto más estos pastores tienen conciencia de que su predicación viene
de Dios, tanto mejor comprenden lo que les dijo su Señor: “Cuando hayáis hecho
todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles” (Lc 17,10). Claro
que a esto hemos de añadir que Dios glorifica a todo aquel que, renunciando a
su propia gloria, busca la suya, la de Él.