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viernes, 20 de octubre de 2017

Pastores según mi corazón.- XXXII.- SU PARTE ES DIOS


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Su parte es Dios
Cuando Israel culminó la conquista de la tierra que Dios le había prometido al liberarlo de Egipto, a cada tribu le fue adjudicada una gran porción de tierra -hoy llamaríamos región- donde instalarse. Todas tuvieron su porción menos la tribu de Leví. No recibió su parte correspondiente por deseo expreso de Dios: Él mismo se comprometió a ser su heredad. “Dios separó entonces a la tribu de Leví para llevar el arca de la Alianza de Yahvé… Por eso Leví no ha tenido parte ni heredad con sus hermanos: Yahvé es su heredad…” (Dt 10,8-9).

Dios es mi parte y mi heredad, atestigua este salmista, hijo de la tribu de  Leví, en una explosión de júbilo incontenible. “El Señor es la parte de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano, me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sl 16,5-6). Nuestro amigo considera su elección como la fuente de sus alegrías, y es que no puede pedir más. Así como el propietario de una finca agrícola está orgulloso de la fecundidad de sus tierras, nuestro salmista exulta por la excelencia sublime de la heredad que le ha tocado en el reparto.

El mismo Dios confirma la confesión exultante del salmista al testificar solemnemente y en primera persona, que Él es la herencia de los levitas; declaración solemne que encontramos en el libro del Eclesiástico con respecto a Aarón, sacerdote de la tribu de Leví. “…Aunque en la tierra del pueblo no tiene heredad, ni hay en el pueblo parte para él, pues dijo: Yo soy tu parte y tu heredad” (Si 45,22).

“Yo soy tu parte y tu heredad”. Con esta proclamación  disipa cualquier duda o peligro de ensoñación fantasiosa de los levitas, como se podría atribuir al salmista cuando nos dijo que Dios era su porción y su heredad. No, no era víctima del delirio sino una decisión de Dios, Él mismo fue quien quiso que esta tribu fuera su heredad.

Jesús lleva a su plenitud la herencia de la que hacen gala los levitas; herencia de la que fueron testigos y también receptores los apóstoles que, alrededor de su mesa, participaron de la Eucaristía en la noche de su Pasión. No fue una noche cualquiera, fue la noche de las confidencias del Hijo con el Padre. El Hijo las hizo públicas para enriquecer a los que las escuchaban; estaba claro su deseo de que todos sus discípulos, a lo largo de la historia, participasen de la misma relación confidencial con su Padre.

Fue en este contexto cuando la Palabra se hizo Eucaristía y la Eucaristía se manifestó como broche y culmen de la Palabra. En el vértice de su expansión afectiva, Jesús dijo al Padre: “Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío” (Jn 17,10). Todo lo que es del Hijo, es del Padre; y todo lo que es del Padre, es del Hijo. Ya no hablamos de parte sino del Todo. Hablamos de que “el Padre está en el Hijo, y el Hijo en el Padre” (Jn 14,10). Esta confidencia del Hijo se desliza como un manantial de aguas vivas a través del subsuelo del Evangelio; marca un hito en la Creación, pues abre al hombre, a todo hombre, a que su parte, su herencia, alcance su plenitud que no es otra que Dios esté a su alcance.

No estamos hablando de ciencia ficción, a no ser que consideremos el Evangelio del Señor Jesús y a Él mismo como una quimera. La cuestión estriba en que creer en el Hijo de Dios y extrañarnos por sus dones, por el hecho incomprensiblemente sublime de la parte y heredad que nos ofrece, sería como desconfiar de Él. El que dice que cree, al tiempo que rezuma esta desconfianza, de hecho se pone de perfil ante el paso de Dios por su vida. 

 

Con el oído atento a su Palabra

El discípulo ha aprendido a estar cara a cara con Dios, no de perfil. Cara a cara con el Señor Jesús haciendo acopio de sus riquezas, colmando así los deseos y anhelos infinitos que irrumpen desde el alma, se puso María de Betania. Sí, cara a cara con Él, nos lo dice Lucas: “Yendo de camino, entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra” (Lc 10,38-39). Este texto es archiconocido, aunque quizá no tanto bajo esta luz. Nos parece ver en ella el anhelo del levita: “¡Tú eres mi parte y mi heredad!” María, a los pies de Jesús, está –como he dicho antes- haciendo acopio de la Palabra de Vida en toda su riqueza, como nos diría Pablo (Col 3,16).

Marta, su hermana, está bastante molesta; sin embargo, María está como suspendida en la eternidad. No es que rehúya de las faenas ordinarias que se hacen en todas las casas, pero no es ése el momento, no es que le falte generosidad. La cuestión es que “está en Dios y Dios en ella” y no hay como “esquivar” a Dios, tampoco lo quiere.

Jesús pone fin al desencuentro, que es sólo temporal, entre las dos hermanas. De hecho abre a Marta, y en ella a todos los que, de una forma u otra, estamos sujetos al trabajo de cada día, a dar prioridad a la búsqueda de la parte y la heredad que permanecen para siempre. Su hermana María ya la ha buscado y encontrado, por lo que Jesús dice de ella: “Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada” (Lc 10,41-42). Hay necesidad de pocas, mejor dicho, de una sola… sí, María, a los pies de Jesús, está haciendo acopio de la parte y heredad eterna. No tiene oídos más que para su Señor, y como dijo la esposa del Cantar de los Cantares al encontrar al amor de su alma: “Encontré el amor de mi alma. Lo he abrazado y no lo soltaré jamás” (Ct 3,4).

María de Betania es icono de toda persona que, desde la sabiduría del corazón, va al encuentro de Dios, buscando en Él la plenitud de los impulsos de su alma; no hablamos de pietismo sino de realismo. Es movida por ambiciones, en el mejor sentido de la palabra, que se despiertan en su interior; por eso no es solamente icono de todo buscador de Dios, de todo aquel que desea ser discípulo de su Hijo, sino también de todos aquellos que están inconformes con su insatisfacción existencial, los que luchan por liberar la plenitud de la que está forjada o dotada su alma. Vemos a esta mujer como la abanderada de los que quieren disfrutar ya en este mundo de lo que les pertenece por derecho propio, puesto que son imagen y semejanza de Dios (Gé 1,26). Esta es María, la de Betania, la que luchó por la mejor parte, y como Jesús testimonió, la encontró y nadie podrá arrebatársela.

Esta gran mujer nos ofrece también rasgos de identidad que caracterizan a los pastores según el corazón de Dios. Al igual que ella, éstos fraguan su corazón a los pies del Evangelio; saben que el Hijo de Dios está vivo a lo largo de sus páginas “irradiando vida e inmortalidad” (2Tm 1,10), irradiando la mejor parte y la herencia: el mismo Dios.

A los pies de la Palabra, como María de Betania, la vida de estos pastores se mueve en una doble dirección que en realidad es la misma: Hacia su Buen Pastor, su Palabra, y hacia los hombres, para que también ellos descubran la belleza incomparable de su parte y su herencia. Toda persona tiene derecho a saber que lleva en su alma semillas de eternidad, de infinitud, en definitiva, semillas de Dios; he ahí la razón del afán y la fatiga de los pastores por ir a su encuentro.

 

Distribuyen el Misterio de Dios

Los pastores según el corazón de Dios han descubierto sus sellos divinos, y esto les lleva no sólo a encontrarse con los demás hombres, sino, al igual que su Buen Pastor, a ser sus siervos. Están al servicio de todos ofreciendo el Evangelio que les diviniza. Porque son pastores según el corazón de Dios, el suyo propio es como parte de Él, por eso pueden ir al servicio de los hombres y anunciarles: ¡Oídnos, Dios es vuestra parte y vuestra herencia! Escoged la Vida. A partir de esta elección tenéis parte con Dios, pues así lo hizo saber a sus primeros discípulos en la persona de Pedro cuando les lavó los pies: “Pedro le dice: Señor, ¿lavarme tú a mí los pies? Jesús le respondió: Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora; lo comprenderás más tarde. Le dice Pedro: No me lavarás los pies jamás. Jesús le respondió: Si no te lavo, no tienes parte conmigo…” (Jn 13,6-8…).

A los pies de Jesús, estos pastores se dejan iluminar, pues su Palabra “es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9). Es a los pies del Maestro que, como dice san Agustín, “alcanzan a ver el corazón de la Palabra con los ojos del corazón”, sí, con los ojos del corazón, como testifica Pablo (Ef 1,18) y numerosos Padres de la Iglesia. Cómo no recordar también al papa san Gregorio Magno cuando invita a la cristiandad a “escrutar las Escrituras hasta ver en ellas el Rostro de Dios”. Sí, en la Palabra no solamente se oye a Dios como Jesús oía al Padre, (Jn 12,49); también –repito- al igual que Jesús, se le ve como Él le veía: “Yo hablo lo que veo junto al Padre” (Jn 8,38).

Sólo así, desde su ver y oír a Dios en la Palabra, pueden sus pastores, los que llevan en su corazón la pasión por la Verdad y la compasión por los hombres del mundo entero, desvelar y revelarles el Misterio. Servidores de los hombres para ofrecerles el Misterio de Dios, así es como los llama Pablo (1Co 4,1). Y ¿cómo podrían partir el Misterio de Dios a sus hermanos si no fueran porque ellos mismos hacen parte de Él?

Los pastores según el corazón de Dios viven de asombro en asombro. Es que participar del Misterio de Dios les sitúa en una realidad que les sobrepasa totalmente. Es tal el impacto interior que viven, que Dios tiene que manifestárseles y decirles lo mismo que Jesús dijo al ciego a quien curó; recordemos que le preguntó si creía en el Hijo del hombre, y el ciego, como balbuciendo dijo: ¿Quién es para que yo crea en Él? Jesús le respondió: Le has visto: el que está hablando contigo, ése es” (Jn 9,37). Repito, si estos pastores no tuviesen la misma experiencia del ciego, y no una sola vez sino intermitentemente a lo largo de su misión, estarían expuestos a la locura.

En esta cadena de asombros que viven los pastores según el corazón de Dios, destaco éste del que se hace eco el apóstol Pablo. No le entra en la cabeza que Jesús le haya considerado apto y digno “para confiarle el Evangelio” (1Ts 2,4). Será porque, aun sabiendo que nadie es digno de recibir la Palabra de Vida, de partir el Misterio de Dios, su intimidad más profunda, Él no conoce el ayer de Pablo sino el hoy; y éste su hoy está enriquecido por su confesión de fe y amor a Jesucristo que rompe todo molde, esquema moral e incluso culpabilidad: “Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas…” (Flp 3,8). Ante un hoy así, Jesús no duda en confiarle, poner en sus manos, el Misterio del Padre que es también el suyo propio. Es como si dijera al Apóstol, y en él a todos los pastores que hacen del Evangelio la razón de ser de su misión: Todo lo nuestro –lo mío y lo de mi Padre- es vuestro.

Sólo desde una vivencia así que entraña plenitudes y realizaciones aparentemente imposibles, podemos entender la serenidad y el gozo que acompañó a Pablo a los largo de toda su misión, incluso cuando fue confinado en las inhóspitas cárceles de Roma. Nos ayudamos del testimonio que hace del Apóstol  uno de los más eximios Padres de la Iglesia, san Gregorio de Nisa: “¿Quién no lo hubiera juzgado digno de lástima, viéndolo encarcelado, sufriendo la ignominia de los azotes, viéndolo entre las olas del mar al ser la nave desmantelada, viendo cómo era llevado de aquí para allá entre cadenas? Pero, aunque tal fue su vida entre los hombres, él nunca dejó de tener los ojos puestos en la cabeza, según aquellas palabras suyas: ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?...”  

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