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lunes, 12 de febrero de 2018

Pastores según mi corazón XXXVII.- Sabios según Dios


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Sabios según Dios

 

Las últimas palabras que el Señor Jesús da como legado a sus discípulos antes de subir al Padre, palabras que Mateo nos ha hecho llegar, definen por sí mismas no solamente la misión de la Iglesia sino también su razón de ser. “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,18-20).

El anuncio del Evangelio de la Gracia (Hch 20,24) y de la Salvación (Ef 1,13), no es una misión optativa en la vida de la Iglesia. Optativo sería que por ejemplo un sacerdote diese clases de biología o matemáticas en un centro educativo. Estamos hablando de un anuncio que es en sí mismo identificador y definitorio en el sentido de que los pastores elegidos por el Hijo de Dios son reconocidos por Él mismo como tales, es decir, como pertenencia suya, en la medida que la luz del Evangelio brilla en sus rostros; son discípulos que por el pastoreo, llevan la Palabra de Vida en sus bocas.

Hay, sin embargo, un aspecto en este texto que hemos citado de Mateo que es absolutamente fundamental para comprender la relación entre el Evangelio, la Iglesia y su Misión. Si nos fijamos bien, al tiempo  que el Hijo de Dios pone ante los ojos de sus discípulos el mundo entero como campo de misión, les exhorta a que enseñen a todos los hombres a guardar el Evangelio que han oído de sus labios; recordemos: “todo lo que os he mandado”.

Para entender mejor estas palabras de Jesús, hemos de tener en cuenta que el verbo mandar no tiene en Israel el mismo significado que en nuestra cultura occidental. Nosotros asociamos el mandato a toda una serie de elementos que conforman la legalidad; en este caso hablamos de ley, mandamiento, obligación, deber, etc. Si así fuera, Pablo no hubiera acuñado el término bellísimo citado anteriormente: el Evangelio de la Gracia. Si así fuera –repito- tendríamos que llamarlo el Evangelio de la ley,  de la norma, del precepto, etc.; lo reduciríamos a una especie de manual de perfección, para lo cual no hubiera hecho falta en absoluto la muerte del Hijo de Dios, como dice el apóstol Pablo (Gá 3,21).

Para un israelita que identifica mandamiento y mandato con palabra dada antes de cualquier otra connotación, el significado del legado de Jesús es bien otro. Tengamos en cuenta que el mismo Hijo de Dios llama mandamientos a las palabras que su Padre le hace oír en orden a su misión; y también que llama mandamientos al Evangelio que anuncia a sus discípulos: “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15,10).

Es muy importante hacer esta aclaración para poder comprender que el Evangelio dado por el Hijo de Dios al mundo al precio de su sangre, de su vida, no tiene que ver nada con una especie de listón o medida para poder ser discípulo suyo, sino su don por excelencia; Pablo lo llama Fuerza de Dios para la salvación: “Pues no me avergüenzo del Evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree…” (Rm 1,16).

Quizá ahora entendamos mejor la puntualización que hace el Señor Jesús a los suyos al enviarlos con su Evangelio al mundo entero. No es un envío para intentar convencer a nadie a que asuma o se comprometa con una serie de normas hasta ser considerados aptos para formar parte de su Iglesia. La aptitud llegará en su momento como fruto de la fuerza de la Palabra que les es predicada. Hablamos de amor, no de compromiso; el amor incondicional de quien guarda en su corazón la Palabra que sabe que le va a cambiar por dentro; es un guardar que se identifica con un abrazar, dicho de otra forma, es la debilidad abrazada a la Fuerza.

 

Evangelio, la respiración de Dios

A la luz de lo que acabo de decir, saboreamos en profundidad el envío que hace Jesús. Es un envío para enseñar a los hombres a guardar la Palabra. Además, teniendo en cuenta estas apreciaciones, vemos que el Hijo de Dios insiste en uno de los signos de identidad de sus pastores, que, como ya señalé, no es optativo,  y menos aún superfluo; Dios  les ha llamado para que con la luz que emana de la Palabra guardada en sus entrañas y hecha cuerpo por medio del anuncio, iluminen la tierra entera.

Guardar la Palabra, dada por Dios -no por los hombres, como diría Pablo (Gá 1,11-12)- no es tampoco una corriente o, peor aún, una variante de la espiritualidad de la Iglesia, el mismo Jesucristo ve en este abrazarse a su Palabra, protegiéndola de toda tentación de los sabios de este mundo, la prueba diáfana y cristalina del amor de una persona a Dios; el amor tal y como es, sin supersticiones o sublimaciones inventadas o sobrevenidas por carencias humano-afectivas. Parafraseando a Juan, podríamos decir que quien no ama al Evangelio que tiene en sus manos, que ven sus ojos, no puede amar a Dios a quien no ve.

Es más que evidente que todo esto que estoy exponiendo no tendría ningún valor en absoluto si no estuviese fundamentado por hechos concretos y palabras textuales del mismo Hijo de Dios; es indudable que sólo apoyados en su autoridad nos podemos atrever a hacer estas reflexiones catequéticas, sin duda contundentes, pero que marcan indeleblemente a los pastores, también maestros, llamados por Jesucristo para llenar el mundo entero de su Evangelio de la Gracia y la Misericordia.

Alentados, pues, por la autoridad del Hijo de Dios, nos añadimos al grupo de los apóstoles y nos sentamos con ellos para recibir la bellísima catequesis que Jesús les impartió acerca de la fuerza de la Palabra y su relación con el amor y la fidelidad a Él: “Le dije Judas –no el Iscariote- Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros u no al mundo? Jesús le respondió: Si alguno me ama, guardará mi Palabra y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,22-23).

Ya que nos hemos sentado alrededor de la mesa con los apóstoles, vamos a intentar reproducir la escena para poder apreciar mejor la sublimidad y excelencia de lo que Jesús acaba de decir a los suyos. Les está hablando de la vida eterna que van a recibir, como quien dice, de sus propias manos (Jn 14,1-3). Sí, les habla de la morada que les va a preparar junto al Padre, pero sobre todo les habla de Él, del Padre. Los apóstoles, aun con la desazón en sus corazones, oyen palabras inefables, intraducibles a cualquier parámetro de belleza, profundidad y grandeza como por ejemplo las que hemos citado.

No sabemos hasta dónde pudo llegar la comprensión de estos hombres ante las bellísimas confidencias, también promesas, del Hijo de Dios. Sin duda que pesaba demasiado el ambiente raro de esta cena, más que raro, derrotista y amargo; recordemos que Judas había salido del grupo para consumar su traición, es como si la muerte se hubiera puesto ya en camino hacia su Señor. Aun así, uno de ellos, Judas Tadeo, le hace una pregunta que podríamos definir como profética, pues está formulada a favor de todas las generaciones de discípulos que iban a suceder a estos que están alrededor de la mesa. El apóstol viene a decirle: Te estás manifestando a nosotros…, y el mundo ¿qué pasa con él?

La respuesta de Jesús es toda una declaración de intenciones acerca de la misión que va a confiar a estos hombres que están junto a Él y, por supuesto acerca de la misión insoslayable de su Iglesia. Su mayor servicio al mundo es el de ser anunciadores, portadores de su Palabra; gracias a ellos, a estos servidores de la Palabra, todo hombre podrá saber que Dios le ama, que se le manifiesta, que convive con él, y también tendrá la certeza de que su amor a Dios no es un espejismo o un delirio sicológico.

Recordemos: “El que me ama guardará mi Palabra…” En ella está encerrada/contenida el amor de Dios, su Padre. Es la Palabra de la que Juan nos dice que en ella está la vida (Jn 1,4). Digamos que ésta, la Vida, se abre desde la Palabra y da su fruto, el amor eterno. El amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como  a sí mismo; ahí está el principio y el fin de toda la moral, pues, como dice Pablo, el que ama –así desde Dios- no puede hacer daño a su prójimo; el que ama así, cumple la Ley (Rm 13,8-10) no como presupuesto moral, sino como fruto de la vida que lleva dentro. El que así ama, no miente a su hermano, ni le engaña, ni se aprovecha de él, ni le roba, ni le calumnia; por el contrario, le ayuda en la necesidad, está a su servicio, es indulgente, no le juzga… Eso hace con su hermano: el que tiene a su lado y el que vive allende a sus ojos y fronteras.

 

Cuanto más suyos, más nuestro

Así es como ama Dios y los que suyos son. Y suyos son los que guardan su Palabra: suyos son  por pertenencia, suyos son porque con Él conviven; recordemos: “Vendremos a él y haremos morada en él”. En este sentido podemos hacer nuestra la prodigiosa intuición de Paul Jeremie: El Evangelio es el tarro precioso de donde Dios saca su ternura para con los suyos.

Todo aquel que ha sido llamado por Jesucristo al pastoreo y que, como hemos visto, hospeda en su corazón su Evangelio, está también llamado a vivir algo asombroso e inaudito: su saber estar con Dios. La Palabra albergada en su interior forma en estos pastores un corazón apto para vivir con Él con toda la riqueza afectiva que esto supone, digamos que son hombres que conocen a Dios, con la dimensión abierta a la inmortalidad que el verbo conocer con respecto a Dios, contiene en la Escritura.

Un pastor que conoce a Dios y que de Él recibe el magisterio para darlo a conocer a las ovejas, en realidad no puede pedir nada más de su existencia. Los buscadores de la Verdad, del Absoluto, de Dios, saben mucho de esto; sí, saben de realizaciones personales no por lo que son sino por lo que Dios les ha hecho llegar a ser: pastores según sus entrañas, según su corazón.

Estos hombres viven sumergidos en una existencia que cabalga entre lo mundano y lo extramundano. Están en el mundo, ese es su campo de misión, sin ser del mundo (Jn 17,15-16). Viven este tipo de existencia –repito- humana y divinamente realizados, no tanto porque sean mejores que los demás, sino por quien vive en ellos (Gá 2,20). Viven, si se me permite una especie de metáfora, al compás y ritmo de una grandiosa aleación entre cuerpo y espíritu.

Esta forma de existir no les repliega sobre sí mismos, por el contrario, les impulsa a abrirse, con los tesoros de su Dios, al mundo entero sin exclusión alguna. A un mundo pobre, carente y escaso de inmortalidad debido al yugo que el dios dinero impone sobre su cerviz (Mt 6,24). El drama que cargan sus hermanos les pertenece, hacen suya la angustia existencial de Pablo que llegó a gritar ¡ay de mí si no evangelizara! (1Co 9,16). Estos pastores son también conscientes de que su alianza con Dios, fruto de su Palabra guardada, les lleva a hacer alianza con los hombres, con todos, los lejanos y los cercanos, ahí donde el motor del Evangelio les envía. No hay frontera que se resista a una alianza así, tejida con los hilos del amor eterno e indestructible de Dios.

También estos hombres son insultantemente libres, no están sujetos ni se dejan deslumbrar por la “última lumbrera, el sabio e inteligente de moda, el último grito en pseudoespiritualidad” que no pocas veces son como flor de hierba que se seca y desaparece (1P 1,24). Los pastores que Dios regala al mundo que llevan impreso en su alma el nombre de su Hijo, de ellos precisamente habló Él en estos términos: “Todo escriba –doctor de la Ley- que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es semejante al dueño de una casa que saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo” (Mt 13,52).
Son pastores que conjugan libertad con dignidad, la que les confiere su Maestro, el que les parte la Palabra. Él es la Fuente de donde sacan, con gozo indescriptible, las aguas de la salvación profetizadas por Isaías: “Sacaréis agua con gozo de los hontanares de la salvación” (Is 12,3). Su ministerio refleja la libertad y también la dignidad en estado puro: no en vano son creación de Dios.

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