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sábado, 31 de marzo de 2018

Pastores según mi corazón.- XL.- Hijos de la Sabiduría

Hijos de la Sabiduría

Israel tiene conciencia de que Dios es tan trascendente, tan inalcanzable que no podemos tener acceso a su Sabiduría si Él mismo no nos la infunde. Es en esta línea que le escuchamos prometer a Israel, por medio del profeta Oseas: “Le llevaré al desierto y hablaré a su corazón” (Os 2,16). En una palabra, sólo tenemos acceso a la Sabiduría de Dios si Él la pone a nuestra disposición. A este respecto podemos fijar nuestros ojos –también nuestros oídos- en el siguiente texto de Baruc: “¿Quién ha encontrado su mansión (la de la Sabiduría), quién ha entrado en sus tesoros?” (Ba 3,15). Pregunta aparentemente sin respuesta que nos recuerda este otro texto de Isaías dando a entender la imposibilidad del hombre de estar junto a Dios: “¿Quién de nosotros podrá habitar con el fuego consumidor? ¿Quién de nosotros podrá habitar con las llamas eternas? (Is 33,14b).
Tan trascendente es, pues, Dios como su Sabiduría. Mal panorama se presenta a toda la humanidad si nuestra experiencia de Dios está tejida a partir de nuestros deseos, anhelos, fantasías, elevaciones religiosas, etc. Sí, pobres de nosotros porque, zarandeados por todos estos movimientos que, además, se entremezclan entre sí, no nos quedaría otra que ser una pobre barca sujeta al capricho y vaivén de las olas.
La buena noticia es que el Dios trascendente e inalcanzable se encarnó, se puso a nuestro alcance, sometió el tremendo oleaje que hacía de la barca de nuestra vida lo que quería (Mc 4,39…), al tiempo que puso a nuestra disposición su también inalcanzable Sabiduría con sus tesoros, aquellos a los que aludía el texto de Baruc. Consciente de este incalculable don recibido, Pablo llamará al Señor Jesús “Sabiduría de Dios” (1Co 1,24).
¿Cómo podremos encontrar la mansión de la Sabiduría y tener acceso a sus tesoros?        -nos decía en voz alta Baruc-. ¿Cómo hacerla nuestra una vez encontrada? La buena noticia es que la Sabiduría es como el Emmanuel: ¡está entre nosotros! La pregunta tiene una muy fácil y diáfana respuesta: la Sabiduría se escoge, o mejor dicho, tenemos la posibilidad de escogerla pero sólo desde la  libertad del corazón.
Me explico. Sólo un corazón que se deja deslumbrar por la Sabiduría está en condiciones de escoger con acierto. Digo con acierto porque también los pequeños dioses llamados dinero, poder, prestigio, glorias y vanidades, tienen su luz deslumbrante. Es pequeña, sí, realmente pequeña, pero si el corazón no ha crecido lo suficiente se abraza a lo que es tan raquítico como él, por lo que estos dioses con sus luces ínfimas son capaces de deslumbrarle y seducirle.
Lo dicho, es necesario escoger y con libertad. Sin ésta no hay elección sino determinismo, imposición. El paso para descargarnos de todo deslumbramiento impuesto por lo que uno ve solamente con sus ojos y puede tocar con sus manos, se da cuando cruzamos el umbral que nos conduce a la Sabiduría, la de Dios, la que nos abre a su Misterio. Conforme vamos entrando en él, la experiencia liberadora que nos es dado hacer es la de que ¡no nos sentimos extraños ante la infinitud del Misterio! Dios se nos va revelando dentro de nosotros. Ahora ya podemos escoger la Luz que siempre, aun sin saberlo, hemos anhelado; Luz que ilumina, da calor y guía nuestro corazón y nuestros pasos en esta nueva existencia a la que nos hemos abierto.
Dicho esto, la evidencia se impone: ¡el que sabe escoger, encuentra! Jesús lo dice de esta forma: “El que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá” (Lc 11,10). Jesús está invitando al hombre a discernir qué es lo que realmente quiere, porque de su querer nacerá su buscar y llamar, hasta encontrar lo que verdaderamente da descanso: su Sabiduría: el Rostro Invisible de Dios, su Presencia. Dios, sin dejar de ser trascendente, se hace un lugar en el interior del hombre. En otras palabras, el Transcendente se hace Inmanente a la persona y, por increíble que parezca, es entonces cuando ¡la Palabra sabe a Dios! Nadie sabe explicar esto si no el que lo saborea, y aun así, nunca encontrará las palabras adecuadas.

Una búsqueda determinante
La Escritura pone en boca de Salomón un elogio acerca de la Sabiduría que, si nos fijamos bien, todos estaremos de acuerdo en que no pudo salir de él sino del Espíritu Santo; él se lo inspiró para legarlo como don de Dios a todos sus buscadores: “Yo la amé y la pretendí desde mi juventud; me esforcé por hacerla esposa mía y llegué a ser un apasionado de su belleza… Pensando esto conmigo mismo y considerando en mi corazón que se encuentra la inmortalidad en emparentar con la Sabiduría, en su amistad un placer bueno, en los trabajos de sus manos inagotables riquezas, prudencia en cultivar su trato y prestigio en conversar con ella, por todos los medios buscaba la manera de hacerla mía” (Sb 8,2… y 17-18).
Hemos leído bien: “Por todos los medios buscaba la manera de hacerla mía”. He ahí la clave irrenunciable para encontrar la Sabiduría y, con ella, sus tesoros ocultos. Se busca con corazón sincero; apenas empieza a saborearla, la preferencia del corazón la encumbra por encima de tronos y riquezas: “Por eso pedí y se me concedió la prudencia; supliqué y me vino el espíritu de Sabiduría. Y la preferí a cetros y tronos y en nada tuve a la riqueza en comparación de ella” (Sb 7,7-8). Estamos hablando de una elección provocada por el gusto, la preferencia y el deseo. Estos tres presupuestos engrandecen hasta el infinito la calidad de la búsqueda, también la del buscador; normal que Dios se abra a quien así le busca. Fijémonos a este respecto lo que el autor del libro de los Proverbios pone en la boca de Dios personificado en su Sabiduría: “Yo amo a los que me aman, y los que me buscan me encontrarán. Conmigo están la riqueza y la gloria, la fortuna sólida y la justicia. Mejor es mi fruto que el oro, que el oro puro, y mi renta mejor que la plata acrisolada” (Pr 8,17-19).
A estas alturas creo que tenemos suficientes datos para comprender que la elección de la Sabiduría, en realidad la elección del mismo Dios, no tiene que ver nada con una especie de renuncia ascética, el sacrificio por el sacrificio, la negación por la negación, como si tuvieran valor por sí mismos. Además, el hombre que piensa así, con tal estrechez de corazón y  mente, lleva adherido a su ser una auténtica bomba de relojería que termina por estallar, desmoronando su equilibrio psíquico. En definitiva, llegamos a Dios no por renuncias sino por elección.
La Escritura habla de una elección sumamente ventajosa no sólo pensando en el cielo, sino también mientras vivimos en la tierra; es ventajosa, es, utilizando el lenguaje normal del mundo de las finanzas: “el mejor negocio” en el que nos podemos embarcar. La Sabiduría lo es todo para el que a todo aspira, y la encuentra el que la busca y la rebusca, como dice el autor del libro de los Proverbios: “…Si la buscas como la plata y como un tesoro la rebuscas” (Pr 2,4).
Hemos recogido algunos textos de los libros de la Sabiduría y los Proverbios con el fin de ofrecer signos distintivos que caracterizan al verdadero buscador de Dios, de su Sabiduría. A través de estos textos se nos ha diseñado la personalidad de quien la Escritura llama un sabio. Éste conoce la insatisfacción de todo lo que le rodea no porque sea nocivo, sino porque nada de ello está a la altura de su grandeza, la de su alma y corazón. Por ello decidió, escogió y buscó con toda su ser penetrar en el Misterio de Dios; aunque nos parezca una barbaridad, buscó a Dios y ¡se hizo con Él, sí, con el mismo Dios! Utopía y delirio, decimos todos incluido yo mismo; sin embargo, es el mismo Dios quien se ha puesto en nuestras manos en la persona de su Hijo.
Lo realmente bello de estos textos y tantísimos más que nos brinda el Antiguo Testamento es que se abren como promesa y profecía. Ya sabemos que todo el Antiguo Testamento alcanza su cumplimiento y plenitud en Jesucristo. Quizá no tengamos tan claro que estas promesas-profecías también alcanzan su plenitud en sus discípulos; es en ese contexto que Jesús da el toque final, el acabado perfecto de lo que es un sabio, lo definió con esta brevísima parábola: “El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende lo que tiene y compra el campo” (Mt 13,44).

El kairós: la ocasión de su vida
Fijémonos bien y dejémonos de banalidades y, sobre todo, de marear la perdiz; vayamos al grano. Este hombre de quien habla Jesucristo se desprendió de sus bienes no por ascesis, ni siquiera por altruismo que podrían ir implícitos en su gesto; tampoco porque haya llegado a una especie de nirvana que le ha hecho indiferente e impasible ante los bienes de este mundo, pasando así a una especie de fusión con el cosmos, sus energías, etc. Nuestro hombre es ajeno a todas estas praxis purificadoras, está simplemente realizando, como dije antes, el gran negocio de su vida. Tiene ante sus ojos la oportunidad de hacerse no con un tesoro, sino con el Tesoro por excelencia, y decide hacer una “transacción de bienes”; sabe que este tesoro conlleva la carta de ciudadanía para ser hijo de la Sabiduría que le preparará y enseñará a vivir y estar junto a Dios, de cuyo amor nunca dudará ya que esta elección ha sido propuesta por Él.
De la abundancia del corazón rebosa la boca, dice Jesús. Echamos mano de la analogía, y  afirmamos que de la abundancia del corazón de este hombre hablan sus hechos. Vende todos sus bienes para poder hacerse con el Tesoro eterno e inmortal. “Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón”, había dicho Jesús (Mt 6,21). Si el corazón de este hombre hubiera estado anclado, sometido a sus bienes, no hubiera tenido discernimiento para apropiarse del tesoro del que habla –en realidad lo ofrece- el Hijo de Dios.
La catequesis que encierra esta parábola de Jesús es impresionante; viene a decirnos que sólo estos hombres alcanzan la madurez en el discipulado porque son creíbles. Los verdaderos buscadores de Dios tienen un olfato espiritual increíble, y también un oído hipersensible para distinguir y reconocer entre los predicadores del Evangelio los que vomitan palabrería y los que anuncian la Palabra desde el corazón, en realidad la llevan sembrada en él.
Los buscadores de Dios reconocen instintivamente a estos pastores según su corazón, ven en ellos a los hijos de la Sabiduría, así los llama Jesús: “…La Sabiduría se ha acreditado por todos sus hijos”  (Lc 7,35).
Son creíbles y son fiables porque transparentan el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6), por eso le siguen. Los que les escuchan saben muy bien que las palabras que llegan a sus oídos no son de los hombres, sino de su Señor y Maestro (Lc 10,16). Él, el Maestro, es quien les enseña a ser pastores, sus pastores según su corazón. De estos pastores, en cuyos labios se derrama la Sabiduría de Dios, hablarán los profetas de Israel. Recordemos la bellísima profecía de Malaquías, cumplida -como ya sabemos- en el Buen Pastor y sus pastores: “Los labios del sacerdote atesoran la Sabiduría, y en su boca se busca la Palabra; porque él es el enviado de Dios” (Ml 2,7).
Cómo no reconocer en el apóstol Pablo a uno de estos pastores esperanzadoramente profetizado por Malaquías. Oigámosle: “Que nos tengan los hombres por servidores de Jesucristo y administradores de los Misterios de Dios…” (1Co 4,1). No, no va Pablo a entregar su vida al servicio de sus ideas, sino por lo que realmente vale la pena: ¡Para partir el pan del Misterio de Dios a los hambrientos!
En su misión evangelizadora pronto se olvida que es doctor de la Ley; no echa mano de técnicas pedagógicas, recursos, o bien oratorias cursis para captar la atención de sus oyentes. Le basta y le sobra con la fuerza y sabiduría interior que fluye natural de su comunión con Jesucristo, una comunión que le lleva a estar crucificado con Él (Gá 2,19). Este es su aval ante los hombres a la hora de anunciar el Evangelio, el aval de la comunión perfecta. Es por ello que siendo el Evangelio  de su Señor, también lo es suyo por apropiación, de ahí que pueda hacer referencia a “mi Evangelio”. “A Aquel que puede consolidaros conforme al Evangelio mío y la predicación de Jesucristo: revelación de un Misterio…” (Rm 16,25). De ahí la fuerza de su predicación, la consistencia cautivadora que irradiaban sus palabras. Pablo hará constancia a los de Tesalónica de la fuerza persuasiva de su predicación. “…Ya que os he predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión…” (1Ts 1,5).
Pastores según el corazón de Dios, pastores según el Emmanuel, según su relación con el Padre, según su libertad interior, según su sabiduría ante los bienes de este mundo, según su amor incondicional a los hombres, según su entrega, y no con lamentos sino con el canto victorioso de los que poseen la Vida… Por eso la pueden dar y la dan en su pastoreo, lo más parecido al de su Maestro y Señor. Estos son los pastores que el mundo necesita y busca.

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