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viernes, 23 de marzo de 2018

Pastores según mi corazón.- XXXIX.- Sin dioses extraños

El libro del Deuteronomio, que describe con una belleza incomparable la relación entre Dios y su pueblo, nos ofrece en el capítulo 32 una auténtica joya literaria que refleja la inmensidad de la ternura de Dios con el hombre. Sí, porque todos nos sabemos y sentimos escogidos por Dios en este Israel que, sobreponiéndose a su debilidad moral, se deja elegir, amar y cuidar por Él. Hablo de joya literaria porque en el texto que veremos a continuación  abundan los toques poéticos y místicos. Diríamos que el autor, movido por una especial intuición del Espíritu Santo, se explayó en la ética divina de la liberación de Israel. Al mismo tiempo hablamos de una proclamación de fe que nos parece fundamental para todos aquellos que son llamados por el Señor Jesús a pastorear al nuevo Israel, la Iglesia extendida por el mundo entero. “Como un águila incita a su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así Él despliega sus alas, le recoge y le lleva sobre su plumaje. Sólo Dios le guía a su destino, con él ningún Dios extraño” (Dt 32,11-12).
Es proclamación y es también declaración de intenciones. Ha sido Dios quien, por medio de Moisés, ha conducido y protegido al pueblo a lo largo del desierto. Israel no ha necesitado ayuda de dioses extraños. Yahveh quiso sembrar en el corazón de los israelitas una experiencia llamémosla eterna, es decir, que no se diluya ni devalúe con el paso de los años. Israel lleva grabado a fuego en su alma que fue Dios y solamente Él quien se acercó a ellos, les llamó, les liberó del poder de sus enemigos y les pastoreó en el desierto; es por ello que solamente a Él y no a dioses extraños le tributarán el culto de adoración y alabanza. Lo harán no por miedo ni obligación, sino porque han visto con sus propios ojos la impotencia de los dioses extraños. En definitiva, tiene una historia de Salvación y Presencia lo suficientemente veraz como para adorar a su Dios “con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas” (Dt 6,4-5).
Así, “sin dioses extraños”, es como vemos a Jesús a lo largo de su misión. Quizá esto nos parezca algo insustancial por su obviedad, pero tengamos en cuenta que  Él mismo quiso ser probado por el Tentador, quien, a su manera, se ofreció a acompañarle en su misión. Recordemos la última de las tres tentaciones: “Todavía le lleva consigo el diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria, y le dice: Todo esto te daré si postrándote me adoras. Dícele entonces Jesús: Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él darás culto” (Mt 4,8-10).
Así pues, Satanás ofrece a Jesucristo su reino, su poder, la gloria del mundo entero. Pone en sus manos la matriz de donde emergen todos los dioses extraños; dioses que atentan directamente contra la obra por excelencia del Creador: el hombre. Efectivamente, del amor al mundo y a su gloria nacen todas esas necesidades engañosas que, por muy retorcidos vericuetos que hagamos, tienen un solo nombre: el dios dinero; y con él, la gloria humana, el poder, no importa a qué precio, el escalar a ninguna parte porque a ningún espacio de Dios conduce. El hecho es que los dioses extraños, que no es necesario que nos seduzcan puesto que nosotros mismos los fabricamos, producen lo que el salmista llama “la vanidad del alma” (Sl 24,4b).

Se adora desde la verdad
En este tipo y calidad de gloria es tentado el Hijo de Dios. Toda esta mentira de muerte que Satanás coloca seductoramente ante sus ojos es sesgada de raíz ante una sola palabra del Señor Jesús: Adoración. Se adora a quien es y a quien da la vida, al Dios vivo. Ante esta respuesta, Satanás se queda sin argumentos. Con esto entendemos que las semillas de muerte ofrecidas por el Tentador nunca podrán cuajar en aquellos que a toda costa quieren vivir. Por eso he dicho antes que la victoria frente a los dioses extraños ofrecidos por el Tentador, es sobre todo cuestión de tener las cosas claras: si uno quiere ser hijo del que da la vida o del que mata; y tener las cosas claras es de sabios. Jesús respondió a Satanás con la Verdad y Sabiduría de Dios; sus discípulos, porque son sabios, también.
El Hijo de Dios encontrará en los pastores de su propio pueblo, el elegido de Dios, una desviación que les impide pastorear a sus ovejas según la Verdad y Sabiduría. Es desviación y también perversión, y consiste en que van detrás de la gloria de los hombres. Imposible entonces el amor a Dios y a sus ovejas. El que busca su propia gloria, no ama a nadie, ni siquiera a sí mismo. Y sin este amor según la Verdad, ¿a quién podrán pastorear, a quién podrán sanar si ellos mismos están profundamente enfermos? Oigamos a Jesús: “La gloria no la recibo de los hombres. Pero yo os conozco: no tenéis en vosotros el amor de Dios… ¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios?” (Jn 5,41-44).
Jesucristo es libre, radicalmente libre. Lo fue ante Satanás en el desierto y lo fue a lo largo de su misión; la fuerza de su libertad radica -como lo acabamos de leer- en que no está por la labor de recibir gloria de parte de los hombres, sino de Dios. Desde esta su libertad, digamos infinita igual que su amor, está en condiciones de decir a su Padre justamente en el pórtico de su pasión: “Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes de que el mundo fuese” (Jn 17,4-5).
Adivinamos lo que Jesús tendría en su corazón: Padre, he pastoreado a mis ovejas, al mundo entero, buscando sólo tu gloria. Al igual que el águila –por cierto, imagen tuya- que llevó a Israel por el desierto a la tierra prometida, yo también he llevado, llevo y llevaré a los míos, y por medio de ellos al mundo entero, al buen puerto que eres tú. Ahora, Padre, glorifícame junto a ti y ¡no te olvides nunca de mis discípulos! Quiero que también ellos estén un día conmigo y contigo (Jn 17,24).
No, no hubo dioses extraños con el Hijo de Dios en su misión mesiánica. Aunque parezca redundancia, al no haber dioses extraños en Él, tampoco salieron de su boca “voces extrañas”. En realidad sólo salió la Voz, la que su Padre proclamó una y otra vez para que Israel se volviera a Él: “Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestro corazón” (Sl 95,7b-8).
Dios y dioses extraños; Voz y voces ajenas. Hablamos ahora de los pastores, los que siguen la estela trazada por el Buen Pastor, el que renunció a la gloria limitada y escogió la Eterna, la Inmortal, la que le ofrecía su Padre. Para el Buen Pastor, la Voz y Dios fueron los mismos; de la misma forma que fueron también los mismos los dioses y sus voces. Nada hay tanto que identifique a los pastores según el corazón del Señor Jesús que compartir con Él el mismo Dios y la misma Voz. Tienen las manos limpias de voces y dioses extraños.

Preciosos a los ojos de Dios
Estos pastores tienen bastante, mejor dicho, Todo, con Dios; no necesitan aplausos, ni adulaciones, ni prebendas, nada extraño a su pastoreo según Dios que gangrenaría su misión, tiene muy claro que toda ambición humana debilitaría su amor a Dios y a los hombres hasta reducirlo al ridículo, el ridículo de hablar sin decir nada. Tienen pánico al dinero sucio, al que está manchado no sólo por las injusticias, sino por el que llega a sus manos utilizando artes que rayan en el fraude. Un pastor según el corazón de Dios sabe perfectamente que Aquel que le llamó cuidará de él, le proveerá de todo lo necesario para su misión, incluyendo en ésta sus medios para vivir.
Libres de dioses extraños, emergen como seres infinitamente libres ante los hombres, no se venden a nadie; han puesto en las manos de su Señor todos los avatares de su existencia. Por ser libres, lo son hasta para volar; me refiero a que también ellos son como águilas que con sus brazos abiertos, al igual que su Maestro el Crucificado, se convierten en hogares que acogen  a los que están cansados y sobrecargados (Mt 11,28).
Estos pastores dan a los hombres una razón para vivir: ¡ellos mismos! Sí, ellos mismos en cuanto rescatados, perdonados y amados entrañablemente por el Hijo de Dios, se convierten para sus hermanos en altavoces que proclaman que la vida en manos de Dios es preciosa; Él mismo dirá: “¡Eres precioso a mis ojos!” (Is 43,4). ¡He ahí la razón para vivir que proclaman estos pastores!
Así, sin dioses extraños ni ajenos, llevan a sus ovejas a la “Fuente de la Vida” (Sl 36,10), a su  Padre, que nunca dejó de sostenerlos y amarlos. Así, sin dioses extraños, es como quieren que sean sus ovejas. Por otra parte, los verdaderos buscadores de Dios, de su Verdad, Sabiduría y Libertad, saben sortear con elegancia a los que, dándose de pastores, les reconocen como dependientes de otros dioses: dinero, poder, gloria humana y, por supuesto, la falsa sabiduría…, la única diosa de los incautos.
No quiero decir con esto que los pastores según el corazón del Buen Pastor han de ser intachables, sin debilidades, nada de eso. Una cosa es ser débiles y otra es estar vendidos a los dioses extraños, los de este mundo; y eso los verdaderos buscadores de Dios lo entienden muy bien, tanto que distinguen entre unos y otros. Siguen a los que se saben débiles pero al mismo tiempo son honestos con Dios y con sus ovejas. Son débiles pero no sometidos a la gloria del mundo, a toda gloria que no sea la de Dios.
Ejemplo de pastor débil, mas inmensamente honesto, lo tenemos en Pablo. Fiel a su Señor, a la misión que le ha confiado, se desgasta por ella; todo le parece poco a la hora de hacer llegar el Evangelio de Jesús. Se desgasta de ciudad en ciudad a lo largo de todo el imperio romano, para poder ofrecer a todo hombre que lo desee el tesoro de la gracia de Dios y su salvación. Tesoro que tiene un nombre: Evangelio.
Pablo sabe por la vocación que ha recibido, que se debe a los hombres, a todos ellos pero desde Dios. Por ello y para que el servicio de la más excelente caridad sea válido y eficaz, huirá como de la peste de todo atisbo de adulación, ni siquiera le interesa caer bien. Su misión es extraña a agradar a nadie si ello lleva consigo desvirtuar su predicación, extraer de ella la fuerza de Dios que lleva implícita el Evangelio: “Pues no me avergüenzo del Evangelio que es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree…” (Rm 1,16).
 Sabe perfectamente que si cae en los lazos de la lisonja, gloria y lo peor de todo, de la codicia, sería un impostor, el hazmerreír del mundo entero justamente por eso, por ser un impostor. Sabe también que sólo a causa de su fidelidad al Evangelio es considerado apto por Dios para pastorear. “…Así como hemos sido juzgados aptos por Dios para confiarnos el Evangelio, así lo predicamos, no buscando agradar a los hombres, sino a Dios que examina nuestros corazones. Nunca nos presentamos, bien lo sabéis, con palabras aduladoras, ni con pretextos de codicia, Dios es testigo, ni buscando gloria humana, ni de vosotros ni de nadie” (1Ts 2,4-6).

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