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viernes, 10 de agosto de 2018

Salmo 9(9).- Dios humilla a los impíos y salva a los humildes




Texto Bíblico
(Del maestro de coro. Para óboes y arpa. Salmo de David. )

Te doy gracias, Señor, de todo corazón proclamando todas tus maravillas. Me alegro y exulto contigo y toco en honor de tu Nombre, oh Altísimo.
Mis enemigos retroceden, tropiezan y huyen de tu presencia, porque has defendido mi causa y mi derecho, te has sentado en tu trono de juez justo.
Amenazaste a las naciones, destruiste al malvado, borraste para siempre su apellido.
El enemigo acabó  en ruinas para siempre, arrasaste sus ciudades y se extinguió su recuerdo.
Mira que Dios está sentado para siempre, ha colocado su trono para el juicio. Juzga al mundo con justicia y gobierna los pueblos con rectitud.
Que el Señor sea el refugio del oprimido, su fortaleza en tiempos de angustia.
En Ti confían los que conocen tu Nombre, porque tú no abandonas a los que te buscan, Señor.
Canten al Señor, que reina en Sión, proclamen entre los pueblos sus proezas.
Porque Él pide cuenta de la sangre, se acuerda de los pobres y no olvida su clamor.
El Señor se apiadó de mí, contempló mi aflicción; me tomó y me alzó de las puertas de la Muerte, para que pudiera proclamar sus alabanzas y alegrarme por su victoria en las puertas de Sión. 
Los pueblos se han hundido en la fosa que abrieron, su pie quedó atrapado en la red que ocultaron.
El Señor se dio a conocer, hizo justicia, y el impío se enredó en sus propias obras.
Vuelvan al Abismo los malvados, todos los pueblos que se olvidan de Dios.
Porque el pobre no será olvidado para siempre ni se  frustará eternamente la esperanza del humilde.
¡Levántate, Señor! Que los hombres no se envanezcan,y las naciones sean juzgadas en tu presencia.
Infúndeles pánico, Señor, para que aprendan que no son más que hombres.

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)



El cántico de los rescatados

Este Salmo es un canto, desde lo más profundo del corazón, de un hombre que ha experimentado el rescate de Dios. Representa a todos los hombres del mundo, también rescatados por Dios. Profundamente agradecido a Dios por la salvación experimentada, anuncia que «proclamará todas sus maravillas», que desde las más profundas entrañas de su espíritu «tocará en honor de» su Nombre y ebrios su cuerpo y su alma por la plenitud que experimenta, proclama: «Me alegro y exulto contigo».

El salmista, por ser fiel a Dios, ha sufrido en su propia carne la opresión y la angustia. En su desvalimiento, Dios mismo ha sido su ciudad fuerte ante quien se han estrellado todos los ataques y acechanzas de sus enemigos. Ha hecho la experiencia de que Dios ha sido su fortaleza, su fuerza de salvación.

Jesucristo es esta fuerza de salvación ofrecida por Dios a toda la humanidad, y así lo anuncia Zacarías cuando, lleno del Espíritu Santo, profetizó ante el nacimiento de su hijo Juan Bautista: «Bendito el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo, y nos ha suscitado una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, como lo había prometido…» (Lc 1,67-70).


El salmista confía en Dios  apoyado en una garantía: «conoce su Nombre«.

Conocer, en la espiritualidad bíblica, significa entrar en la intimidad profunda con otro y, en este caso, conocer el nombre de Dios es sondear su Espíritu. 

Jesucristo, en quien se cumple en plenitud esta experiencia del salmista, nos dice que Él conoce al Padre y que el Padre le conoce a Él (Jn 10,15). Es un sondear recíproco de Espíritus; del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, y esta es la razón por la que oímos a Jesucristo decir: «El Padre y yo somos uno».
Puesto que el salmista también es imagen de todo cristiano, de todo aquel que busca conocer el nombre de Dios, nos vemos representados por él. Reunidos y convocados de nuestra dispersión por Jesucristo,
 le seguimos, no por heroísmo ni por nuestras cualidades, sino porque hemos llegado a conocer su voz, su palabra, su nombre (Jn 10,4).
Se da entonces entre nosotros y Jesucristo, el mismo «sondear de espíritus» que se da entre el Hijo y el Padre.
Todos nosotros, rescatados por Jesucristo y, gozosamente agradecidos por la salvación ofrecida gratuitamente por el Crucificado y Resucitado, proclamamos exultantes: «¡al que está sentado en el Trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y potencia por los siglos de los siglos!» (Ap 5,13).

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