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domingo, 9 de diciembre de 2018

EL LEON RUGIENTE

 La Escritura siempre es Buena Noticia,  y hoy nos trae un pensamiento inspirado en el Salmo 56, con referencia a la “Oración matutina de un afligido”. 

El salmista anuncia que se cobija a la sombra de sus Alas, mientras pasa la calamidad. Simplemente retoma lo mismo que dice el Salmo 35: “…los humanos se refugian a la sombra de sus alas…” y es que estas alas no son otra cosa que los Brazos abiertos de Cristo en la Cruz, donde toda la Humanidad se refugia, “mientras pasa la calamidad”. Y entrecomillo esto, porque la calamidad es patrimonio de cada cual; cada uno vislumbra sus propias calamidades; las propias, fruto de sus propios desatinos frente a los acontecimientos de la vida, y los ajenos, los que le viene heredados de la vida que le rodea.

El salmista no se deprime ante la adversidad; invoca a Dios seguro de su intervención a favor, salvándole de los que ansían matarme, nos dirá. 

Quizá en esos tiempos de escasa justicia, la vida de cada cual tenía poco valor, y las personas eran conscientes de la precariedad de la misma. Ahora no existe ese peligro inminente, en cuanto a la posibilidad inmediata de recibir un ataque que acabe con nuestra vida. Pero lo que sí es cierto es que la vida de nuestra alma está en peligro más que nunca, o al menos, los peligros que se cernían sobre el alma, siguen vigentes con la misma virulencia.

Es tal la angustia del salmista, que se encuentra como echado entre leones. Imaginemos la escena: una persona rodeada de leones, no le da tiempo ni tan siquiera a echarse. Es, inmediatamente, devorada. Esta situación en  metáfora, es para decir hasta qué punto el diablo está detrás de nuestra alma. 

Lo recuerda la carta de san Pedro (1P 5, 5-8): “…mirad que vuestro enemigo, el diablo, ronda como león rugiente, esperando quién devorar…”

Y continúa el Salmo: “…han  tendido una red a mis pasos para que sucumbiera, me han cavado delante una fosa, pero han caído en ella…”. Recuerdo de niño, en las películas de cazadores que vivían en las selvas de África, la forma en que nos enseñaban entonces la caza de los leones. Eran películas exentas de sensualismo pecador, en las que el cazador se enamoraba de la chica, todo imagen de la belleza femenina, sin caer en el erotismo que posteriormente introdujo el diablo, - el león rugiente -, para desvanecer el concepto de “amor” por el concepto del”sexo”.

Pero al margen de esta pincelada, la caza del león se presentaba así: se excavaba en el campo un gran pozo, que se tapaba con ramas, en el camino por donde se presumía iba a pasar el león. Y, traspasada la trampa se colocaba un “chivo expiatorio”, un animal atado para que no pudiera escapar, para atraer al león. Éste, al ver su presa se lanzaba sobre ella, y, al pisar la trampa, caía, y era apresado.

Así es un poco en la vida. Se nos presenta en lugar del chivo los placeres del mundo: el dinero, el poder, nuestro “ego” por encima de todo, la droga, el sexo…y es atrayente, naturalmente. Y nos lanzamos a por ello. Somos como el león rugiente, ha entrado el demonio en nuestra alma. Es la fosa que han cavado en nuestro camino. Bien lo entendió el salmista, aunque nos dice: “…pero han caído en ella…”

Recemos que el Señor nos dé esa Sabiduría, para evitar la caída en el pecado; Sabiduría con mayúscula, que es la que procede de Dios, pues, “aunque uno sea perfecto ante los hijos de los hombres, sin la Sabiduría que procede de Ti, será estimado en nada…” (Sb 9)


(Tomás Cremades)

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