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viernes, 28 de diciembre de 2018

Ojalá rasgases el cielo y descendieses! (Is 63,19)

Señor, ¿Por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema? Vuélvete por amor a tus siervos y las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses, derritiendo los montes con tu presencia! Bajaste y los montes se derritieron en tu presencia. Jamás el oído oyó ni el ojo vio un Dios, fuera de ti que hiciera tanto por el que espera en Él.

La última frase de Isaías, la comenta muchos años después san Pablo a los Corintios, cuando dice: “…Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que lo aman…” (1 Cor, 2,9)

¡Cómo ha de sentirse Isaías para entonar este canto de súplica! Ya que el hombre es incapaz de convertirse, es Dios quien tiene que volverse a él, que es lo que significa la conversión. Los hombres estamos de espaldas a Dios, somos incapaces de levantar la cabeza y mirar al Crucificado. Estamos apegados al mundo, y, como mucho, esperamos que un día nos volvamos a Dios. Pero ese día tarda. 

Isaías profetiza la “bajada de Dios”. Los montes, en el espíritu de la Escritura, representan los lugares donde se aposentan nuestros ídolos, donde habitan esos dioses, oro y plata, que son hechura de manos humanas y que no nos solucionan nuestros problemas. En la presencia de Jesús y su Santo Evangelio, se derriten nuestros pecados.

Nos lo recuerda Isaías: “…Así fueren vuestros pecados como la grana, cual nieve blanquearán, y así fueren rojos como el carmesí, cual lana quedarán…” (Is 1,18)

Y ese deseo se cumplió cuando el Padre envió a su Hijo para estar entre nosotros. ¡cuántas veces, al ver la situación que vive el mundo, quizá entonemos esa súplica de Isaías: ¡ Ojalá rasgases el cielo y descendieses!

Pero no; el Hijo vino sólo una vez y volverá con toda su Majestad como nos tiene prometido, y Él es fiel, es decir, cumple sus promesas. Somos nosotros, los cristianos, los que queremos ser sus discípulos, los que tenemos la misión de llevar su Palabra al mundo, con nuestra vida y nuestro ejemplo. No nos hace falta ya que se “persone” rasgando el cielo. Tampoco le creerían…Lo tenemos en el Sagrario siempre, hasta el último día. Y desde ahí podemos hablar con Él y contarle lo que ya sabe, lo que inquieta nuestra alma; y pedirle que podamos descubrir cada día nuestra misión, la que Él nos ha preparado para ser sus testigos.

En palabras del santo Padre san Juan Pablo ll: ¡Abramos las puertas a Cristo!


(Tomás Cremades)

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