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viernes, 24 de mayo de 2019

¿Porqué lloras?

Por qué lloras? (Jn 20 11-18)
Estaba María junto al sepulcro fuera llorando; y mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro y ve dos ángeles de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de
Jesús. Dícenle ellos: “Mujer, ¿por qué lloras?” Ella les respondió: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé donde le han puesto”.
Dicho esto se volvió y vió a Jesús. Le dice Jesús: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”. Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: ”Señor, si tú te lo
has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré”. Jesús le dice: “María”. Ella se vuelve y le dice “Rabbuni”- que quiere decir “Maestro”. Dicele Jesús: No me toques que todavía no he subido al Padre. Pero vete a mis hermanos y diles: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”
Era al amanecer cuando María la Magdalena se encamina al sepulcro. La noche no está vencida; las tinieblas no se han disipado tampoco en el corazón de María. Pero no aguanta más. Salvando todo riesgo en la oscuridad de la noche, cualquier cosa que le pudiera pasar sería menor que la catástrofe que se ha cernido sobre ella…no aguanta más.
Y llora; las lágrimas son un sentimiento de desahogo ante un a pena que anega el alma. ¿Por qué lloramos los hombres? Quizá por la impotencia ante el imposible.
Quizá por el dolor que te infringe la vida ante lo irremediable. Quizá porque perdiste un amor al que nunca le expresaste tu amor… Cada uno sabe el por qué de sus lágrimas.
Lo cierto es que María amaba profundamente al Señor. Ella buscaba su cuerpo sin saber que estaba resucitado. Y en el desconocimiento de sus fuerzas, espera poder llevárselo. Los ángeles le llaman: ”mujer”. Es decir, esta mujer representa en ese
momento la humanidad sufriente. Y le preguntan: ¿por qué lloras? Los ángeles no encuentran motivo de llanto. Saben algo que ella desconoce: la Resurrección.
Jesús no está lejos del sufrimiento de ella ni de ninguna persona: está allí, al lado.
Igual que estaba al lado de Pedro cuando le invitó a andar sobre el mar. “que me hundo, ¡socórreme! (Mt 14,27-31)
Y en esos momentos de dolor en tu vida, también él te pregunta: ¿Por qué lloras? ¿No sabes que estoy aquí? ¿No eres capaz de verme a tu lado?
Nosotros estamos injertados en Cristo. Bien sabe el labrador cómo se realiza un injerto: primero hay que abrir una raja en el árbol; hay que herirle profundamente,
hasta que la savia riegue el nuevo esqueje que le ha de penetrar. Luego se venda el conjunto, árbol y esqueje, para que, juntos, formen un solo cuerpo que vive en íntima
unión.
San Pablo emplea esta bellísima expresión: “…porque si nos hemos injertado en Él por una muerte semejante a la suya, también lo estaremos por una resurrección
semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con él a fin de que fuera destruido el cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado. (Rom 6, 5)
“Yo soy la Vid, vosotros los sarmientos…separados de Mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5) nos dice Jesús. Jesucristo nos injerta en Él para tener Vida en abundancia. Y sana nuestras heridas, como sanó las heridas en el Evangelio del Buen Samaritano,
(Lc 10, 34): “…acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas vino y aceite…” en una imagen hermosa que recuerda la Eucaristía: el vino de su Sangre y el aceite del
Espíritu Santo.
También Jesús le llama “mujer”. Igual que los ángeles, quiere invitar a toda la humanidad sufriente con esta pregunta: ¿Por qué lloras?
Jesús no se deja tocar. Pero le añade: “Pero vete a mis hermanos y diles: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”. Y de esta forma nos llama por vez primera: “hermanos” e “hijos de Dios”: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”

(Tomás Cremades)
comunidamariamadreapostoles.com

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