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viernes, 1 de enero de 2021

SALMO 59.- Contra los impíos

Texto Bíblico

¡Líbrame de mis enemigos, Dios mío, protégeme de mis agresores!
¡Líbrame de los malhechores, sálvame de los hombres sanguinarios!
Pues ellos acechan mi vida, los poderosos se reúnen contra mí,
sin que yo haya pecado ni faltado, Señor, sin culpa mía, avanzan para atacarme.
¡Despierta! iVen a mi encuentro y mira!
¡Tú, Señor, Dios de los Ejércitos, Dios de Israel!
¡Levántate y castiga a todas las naciones, no tengas piedad de esos traidores!
Vuelven por la tarde, ladrando como perros, y rondan por la ciudad
Mira: alardean con su boca, hay espadas en sus labios:
«¿Hay alguien escuchando?». ¡Pero tú, Señor, te ríes de ellos, y te ríes de todas las naciones!
¡Fuerza mía, hacia Tí miro! Porque tú, oh Dios, eres mi fortaleza.
¡Que tu amor me preceda, oh Dios, y me haga ver la derrota de cuantos me acechan!
¡No los mates ahora, para que mi pueblo no se olvide!
¡Vuélvelos errantes y derríbalos, con tu poder, Señor, escudo nuestro!
Cada palabra de sus labios, es un pecado de su boca.
Queden prendidos en su arrogancia, en la mentira y la maldición que profieren.
Que tu cólera los destruya, que los destruya y dejen de existir,
para que se sepa que Dios gobierna en Jacob y hasta los confines de la tierra.
Vuelven por la tarde, ladrando como perros,y rondan por la ciudad.
Ahí están, cazando para comer, y, hasta que no se hartan, van gruñendo.
Yo, en cambio, cantaré alabanzas a tu fuerza, aclamaré tu amor por la mañana, porque has sido mi fortaleza, mi refugio en el día de la angustia.
¡Y tañeré para Tí, fuerza mía, porque tú has sido, oh Dios, mi fortaleza!

Comentario del padre Antonio Pavía

VEN SEÑOR

Un israelita aclama a Yavé desde la angustia de su corazón, por los inminentes peligros y profundas humillaciones que está sufriendo. Su clamor es un eco de los gritos lastimeros de su pueblo que está padeciendo la amargura del destierro: «¡Líbrame de mis enemigos, Dios mío, protégeme de mis agresores! ¡Líbrame de los malhechores, sálvame de los hombres sanguinarios».
Sin embargo, podemos percibir que su clamor no es de desesperación, sino de súplica esperanzada, ya que confía en que Yavé despierte, que abra los ojos, se apiade del sufrimiento de su pueblo y acuda en su auxilio: «¡Despierta! ¡Ven a mi encuentro y mira! ¡Tú, Señor, Dios de los Ejércitos, Dios de Israel!».
Dios, como siempre, responde con solicitud a la angustia de sus hijos. 
Dios ha oído los gritos de auxilio de toda la humanidad, representados por los salmos y los profetas, y 
ha respondido de la forma más inimaginable que podríamos pensar. Nos ha visitado por medio de su propio Hijo que es la Palabra hecha carne. Él es la respuesta de Dios a la debilidad del hombre. Respuesta que es salvación y liberación. En su Hijo, Dios se funde en un abrazo con todos los discípulos que, a lo largo de la historia, acogerán el Evangelio  y con todos los que lo anuncian. 
Tanto unos como otros llevan en su carne el odio del mundo, tal y como Jesús anunció: «Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo» (Jn 15,18-19). 
El Evangelio es el instrumento de elección de Dios. Todo hombre que vive abrazado a él vive su elección abrazado a Dios. 
Volvemos al grito, que es el núcleo del presente salmo: «Despiértate, ven a mi encuentro y mira...». Y 
reconocemos en él el grito del hombre que quiere vivir en 
plenitud, ya que este deseo le es connatural. El problema 
del ser humano es que, albergando en su ser las ansias infinitas de vivir, no sabe cómo ni dónde ni de qué manera.
El Señor Jesús tiene la fuerza para catalizar y hacer posible este nuestro anhelo de existir en plenitud y perennemente. El Dios, lejano y a veces ausente, de la historia de Israel, y, por extensión, de la historia de todo hombre, responde con su Hijo a nuestras ansiedades. 
Por él, Dios se hace inmanente a nosotros llenando de luz y certeza lo que parecían anhelos utópicos. Él es nuestra vida eterna. En definitiva, Jesucristo es la respuesta de Dios al grito «¡Ven!» de la humanidad. 

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