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viernes, 6 de septiembre de 2024

SALMO 77(76).- Meditación sobre el pasado de Israel

 Salmo 77(76): Texto Bíblico

1 Del maestro de coro. .. Yedutún. De Asaf Salmo.

2 iA Dios levanto mi voz gritando!

iA Dios alzo mi voz y él me escucha!

3 En el día de la angustia busco al Señor.

Por la noche extiendo las manos sin descanso,

y mi alma rehúsa el consuelo.

4 Me acuerdo de Dios y gimo,

medito y me siento desfallecer.

5Tú sujetas los párpados de mis ojos,

me agito y no puedo hablar.

6 Pienso en los días de antaño,

recuerdo los años remotos.

7 De noche reflexiono en mi corazón,

y meditando me pregunto:

8 ¿Va a rechazarnos el Señor para siempre?

¿Ya no volverá a favorecernos nunca?

9 ¿Se ha agotado su misericordia?

¿Se ha terminado para siempre su misericordia?

10 ¿Acaso Dios se ha olvidado de su bondad,

o ha cerrado sus entrañas con ira?

11 Y me digo: «¡Esta es mi pena!:

¡Ha cambiado la diestra del Altísimo!».

12 Me acuerdo de las proezas del Señor,

recuerdo tus portentos de antaño,

13 medito todas tus obras,

y considero tus hazañas.

14 ¡Oh Dios, tus caminos son santos!

¿Qué Dios es grande como nuestro Dios?

15 Tú eres el Dios que hace maravillas,

mostrando tu fuerza a las naciones.

16 Con tu brazo rescataste a tu pueblo,

a los hijos de Jacob y de José.

17 Te vio el mar, oh Dios,

te vio el mar y tembló,

las olas se estremecieron.

18 Las nubes derramaron sus aguas,

tronaban los nubarrones,

y tus flechas zigzagueaban.

19 Rodaba el estruendo de tu trueno,

tus relámpagos iluminaban el mundo,

la tierra retembló estremecida.

20 Abriste un camino entre las aguas,

un vado en las aguas torrenciales,

sin dejar rastro de tus pasos.

21 Guiaste a tu pueblo como a un rebaño,

por la mano de Moisés y de Aarón.

https://youtu.be/KPR4Ri8oPtQ

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


¿Se acabó la Palabra?

El salmista entona una plegaria que más bien es el clamor de un alma angustiada y dolorida. Evoca las numerosas intervenciones de Yavé en favor de su pueblo, su rescate de la opresión de Egipto: «Tú eres el Dios que hace maravillas... Con tu brazo rescataste a tu pueblo, a los hijos de Jacob y de José». Y más aún, recuerda con enternecedora nostalgia cómo Dios pastoreó a Israel como rebaño de su propiedad, y lo condujo por el desierto hacia la tierra prometida: «Guiaste a tu pueblo como a un rebaño, por la mano de Moisés y de Aarón».

El autor está viviendo una tentación terrible, algo así como que las acciones salvadoras de Dios para con su pueblo no tuviesen más valor que un simple recuerdo: «Me acuerdo de las proezas del Señor, recuerdo tus portentos de antaño».

Es tan fuerte la sensación de abandono que Israel experimenta en el destierro, que su alma, como si estuviera en un delirio, llega a balbucir esta queja por medio de nuestro hombre orante: «¿Va a rechazarnos el Señor para siempre? ¿Ya no volverá a favorecernos nunca? ¿Se ha agotado su misericordia?».

La angustia abismal golpea las entrañas del pueblo elegido y llega a su culmen de desamparo cuando la oración se desgarra con este grito que aglutina todas las desgracias posibles. Pregunta el salmista a Dios: «¿Se ha terminado para siempre su misericordia?».

Nuestro autor sabe muy bien que Israel es un pueblo privilegiado, elegido entre todos los de la tierra, porque Yavé ha pronunciado su Palabra sobre él. Una Palabra que tiene poder creador, poder para elegir, poder para salvar... Y ahora ¿no hay más Palabra para el pueblo? Si se acabó la Palabra para Israel, se acabó su historia de salvación. De ahí su oración más que desesperada: ¡No tenemos tu Palabra! Esta condición de abatimiento total ¿será para siempre? Oigamos sus gemidos lastimeros: «¿Acaso Dios se ha olvidado de su bondad, o ha cerrado sus entrañas con ira? Y me digo: “¡Esta es mi pena!: ¡Ha cambiado la diestra del Altísimo!”».

¿Qué hace Dios? ¿Cómo va a responder al dolor tan inhumano de este fiel que acude a Él? Por mucho que haya pecado el pueblo, ¿se va a quedar indiferente ante una súplica tan trágica como tierna? ¿Cuál será la respuesta de Dios? «Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14).

San Juan en su primera Carta nos dice que, efectivamente, que la Palabra estaba vuelta hacia el Padre, es decir, cara a cara con Él, y que se manifestó, se volvió hacia el hombre para que este pueda también vivir de ahora en adelante cara a cara con el Padre, con Dios.

Es impresionante la riqueza de detalles con que Juan nos transmite este acontecimiento de salvación al que llamamos la gracia de todas las gracias. Son detalles personales pero que abarcan a todos los apóstoles, y también a todos los que con ellos anuncian el Evangelio en los primeros tiempos de la Iglesia. Escuchemos a san Juan: «Lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos, acerca de la Palabra de la vida, pues la vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos, es decir, os transmitimos, os ofrecemos, de parte de Dios y en su nombre, la vida eterna».

Es profundamente iluminador constatar cómo, los primeros anunciadores del Evangelio, transmitían a sus oyentes, a sus rebaños, lo que ellos mismos veían, oían, tocaban y contemplaban en la Palabra que vivían por la fuerza y poder de Jesucristo. La Palabra era su Emmanuel, su Dios con ellos en toda su riqueza, con todo su poder para levantar, reconstruir y, por supuesto, engendrar hijos de Dios.

El broche de oro de este texto de la primera Carta de Juan que estamos comentando, es que Juan tiene conciencia de que la experiencia de ver, oír, tocar y contemplar que les da la vida, no era un privilegio para él y los que habían seguido al Hijo de Dios desde el principio. Sí era y es un privilegio; pero para todos los oyentes que acogían la predicación. Veamos cómo sigue el texto: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea completo» (1Jn 1,1-4).

Cuando dice Juan que les anuncia para que estén en comunión con ellos, les está garantizando las características de esta comunión. También ellos, es decir, los oyentes y acogedores de la predicación, están capacitados por Dios mismo para verle, oírle, tocarle, contemplarle en la Palabra. Por eso, san Juan la llama Palabra de vida, porque nos hace entrar en comunión con los hombres y con Dios. Nos permite vivir cara a cara con el hombre y cara a cara con Dios. He ahí el doble mandamiento anunciado por Jesús.

 


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