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lunes, 16 de septiembre de 2024

SALMO 81(80).-Para la fiesta de las tiendas


Del maestro de coro. Según «el arpa de Gat». De Asaf

2 Aclamad al Señor, nuestra fuerza, aclamad al Dios de Jacob.

3 Acompañad al arpa, tocad los panderos, el arpa melodiosa y la cítara.

4 Tocad la trompeta por el mes nuevo,por la luna llena, que es nuestra fiesta.

4 Tocad la trompeta por el mes nuevo, por la luna llena, que es nuestra fiesta.

s Porque es una ley de Israel,un precepto del Dios de Jacob,

6 una norma establecida para José,cuando salió de la tierra de Egipto.

Oigo un lenguaje desconocido:

7 «He retirado la carga de sus hombros,y sus manos dejaron la espuerta.

8 Clamaste en la opresión y te libré.

Oculto entre los truenos, te respondí,

te puse a prueba en las aguas de Meribá».

9 Escucha, pueblo mío, voy a dar testimonio contra ti.

¡Ojalá me escucharas, Israel!

10 «No haya nunca en ti un dios extraño,

no adores nunca un dios extranjero.

11 Yo soy el Señor, tu Dios,

que te saqué de la tierra de Egipto.

Abre la boca y te la llenaré».

12 Pero mi pueblo no escuchó mi voz,

Israel no me quiso obedecer.

13 Entonces los entregué a su corazón obstinado:

¡Que sigan sus propios caminos!

14 ¡Ah, si mi pueblo me escuchara,

si caminara Israel por mis caminos... !

15 Yo derrotaría en un momento a sus enemigos,

y volvería mi mano contra sus opresores.

16 Los que odian al Señor lo adularían,

y su tiempo habría pasado para siempre.

17 Te alimentaría con fior de trigo,

te saciaría con miel de la roca.


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


 ¡Si escucháramos a Dios!

Este salmo es un himno litúrgico de alabanza y bendición a Dios con motivo de la fiesta de las Tiendas. Israel celebra comunitariamente esta fiesta haciendo memoria de la presencia amorosa de Yavé en su caminar por el desierto, presencia que alcanza su culmen con la entrega de la ley en la teofanía del Sinaí.

El himno tiene dos bloques bien definidos. En el primero se evoca la Palabra que Yavé pronunció sobre Israel, esclavo del Faraón, y que tuvo la fuerza para arrancarlo de la opresión y conducirlo a la libertad: «Oigo un lenguaje desconocido: “He retirado de sus hombros de la carga, y sus manos dejaron la espuerta. Clamaste en la opresión, y te libré».

El segundo bloque es una llamada a la conversión. El pueblo tiene conciencia de que la nueva esclavitud que pesa sobre él en Babilonia, es debida a su reticencia a escuchar y obedecer a Yavé: «Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no me quiso obedecer. Entonces los entregué a su corazón obstinado: ¡Que sigan sus propios caminos!».

A este respecto, es muy esclarecedora la oración que el profeta Daniel dirige a Yavé, encontrándose él mismo en el destierro. Entresacamos algunos extractos de la invocación del profeta que reflejan con intensidad el espíritu del salmo en lo que se refiere al oído cerrado de Israel. Los extractos que vamos a ver están sacados todos ellos del capítulo nueve del libro del profeta Daniel.

Este es consciente de que Israel se ha vuelto de espaldas a la palabra que Dios les había dirigido por medio de sus patriarcas, jueces y profetas: «No hemos escuchado a tus siervos los profetas que en tu nombre hablaban a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres, a todo el pueblo de la tierra». Ha sido su torpeza de oído lo que ha sumido al pueblo en la vergüenza y humillación de estar sirviendo a una nación extranjera: «Yavé, a nosotros la vergüenza, a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres, porque hemos pecado contra ti».

El punto más álgido y doloroso de la confesión del profeta, es cuando llama al pueblo desertor; compara la actitud de no escuchar a Yavé con la deserción: «No hemos escuchado la voz de Yavé nuestro Dios para seguir sus leyes, que él nos había dado por sus siervos los profetas. Todo Israel ha transgredido tu ley, ha desertado sin querer escuchar tu voz, y sobre nosotros han caído la maldición y la imprecación escritas en la ley de Moisés, siervo de Dios». No hay duda de que el Espíritu Santo, que suscita en el profeta una confesión tan cruda como sincera, suscita al mismo tiempo la confianza extrema de que la misericordia de Yavé es mayor que la desviación del pueblo. Por eso se atreve a suplicarle así: «Y ahora, Dios nuestro, escucha la oración de tu siervo y sus súplicas... No, nos apoyamos en nuestras obras justas para derramar ante ti nuestras súplicas, sino en tus grandes misericordias. ¡Señor, escucha! ¡Señor, perdona! ¡Señor, atiende y obra!».

Dios, siempre atento a los sufrimientos de sus hijos, sensible a todo dolor humano, no puede resistirse a una súplica tan profunda y tierna al mismo tiempo; más aún cuando la súplica nace de la verdad: el reconocimiento de que el pueblo se ha puesto de espaldas a Dios. Pues bien, si el pueblo se ha puesto de espaldas, Él se pondrá de cara al hombre enviándole su Palabra hecha carne en el Señor Jesús. Ya no hay que buscar en lo alto de los cielos. Está en medio de nosotros. La vida está entre nosotros, está a nuestro alcance.

No obstante, el problema radical del hombre sigue flotando en el aire: su desgana para escuchar a Dios. Se escucha con agrado supuestos o reales mensajes de tal o cual aparición. Sean reales o no, no vienen directamente de Dios; sin embargo, son más dignos de crédito que lo que Dios nos ha hablado por medio de su Hijo. Se hacen peregrinaciones para ver qué contienen tales mensajes, mientras que la Palabra que da vida eterna, cuyo precio fue la misma sangre de Dios, queda apartada como si fuera un trasto de poca importancia.

Este es el problema fundamental de muchos hombres de hoy: ir detrás de lo accesorio desplazando a Dios que está vivo en su Palabra, no es un problema nuevo. El príncipe del mal siempre ha tenido sus ardides para meter su mentira mezclándola con medias verdades.

A fin de cuentas, es el mismo problema que Jesús enfrentó con los judíos, incluidos los sacerdotes y doctores de la ley, en su predicación. Tan fuerte fue el enfrentamiento, que tuvo que decirles palabras fortísimas. Palabras que sirvieron para ellos en su tiempo, son válidas a lo largo de estos dos mil años y, por supuesto, hoy nos alcanzan a nosotros: «El que es de Dios, escucha las palabras de Dios; vosotros no las escucháis porque no sois de Dios» (Jn 8,47). 

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