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sábado, 21 de septiembre de 2024

SALMO 86(85).-Oracion en la contrariedad

Salmo 86 (85)

1 Oración. De David.

¡Inclina tu oído, Señor, respóndeme,

porque soy pobre e indigente!

2 ¡Protégeme, porque soy fiel,

salva a tu siervo que confía en ti!

3 ¡Tú eres mi Dios, ten piedad de mí, Señor,

pues te invoco todo el día!

4 iAlegra el alma de tu siervo,

pues levanto mi alma hacia ti!

5 Tú eres bueno, Señor, y perdonas,

rico en amor con todos los que te invocan.

6 Señor, escucha mi oración,

considera mi voz suplicante.

7 En el día de la angustia grito a ti,

pues tú me respondes, Señor.

8 ¡No tienes igual entre los dioses,

nada hay que iguale tus obras!

9 Vendrán todas las naciones

a postrarse en tu presencia, Señor,

y a bendecir tu nombre:

10 «Tú eres grande, y haces maravillas.

¡Tú eres el único Dios!».

11 Enséñame, Señor, tu camino,

y caminaré según tu verdad.

Mantén íntegro mi corazón

en el temor de tu nombre.

12 Yo te doy gracias de todo corazón, Dios mío,

daré gloria a tu nombre por siempre,

u pues grande es tu amor para conmigo:

tú me sacaste de las profundidades de la muerte.

14 Oh Dios, los soberbios se levantan contra mí,

una banda de violentos persigue mi vida,

sin tenerte en cuenta a ti.

15 Pero tú, Señor, Dios de piedad y compasión,

lento a la cólera, rico en amor y fidelidad,

16 vuélvete hacia mí, ten piedad de mí.

Da fuerza a tu siervo,

salva al hijo de tu esclava.

17 Dame una señal de bondad:

mis enemigos la verán y quedarán avergonzados,

porque tú, Señor, me auxilias y consuelas.


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Dinos quién eres tú

 

Un hombre que quiere ser fiel a Dios presenta ante Él su desventura y su pobreza para recabar su apoyo y cercanía. Tiene miedo de que las adversidades por las que está pasando debiliten su fe y confianza, por eso apela a Dios: «¡Inclina tu oído, Señor, respóndeme, porque soy pobre e indigente! ¡Protégeme, porque soy fiel, salva a tu siervo que confía en ti! ¡Tú eres mi Dios, ten piedad de mí, Señor, pues te invoco todo el día».

La súplica del salmista está llena de sabiduría ya que, a un cierto momento, parece como si se agarrase con toda su alma a Dios para pedirle que sea Él quien le enseñe el camino para no desviarse de la verdad, que esté a su lado para poder mantenerse fiel. Es consciente de que, si apoya su relación con Dios en sí mismo, no habría posibilidad de mantenerla ya que estaría sustentada en su debilidad, más frágil que el más fino de los hilos: «Enséñame, Señor, tu camino, y caminaré según tu verdad. Mantén íntegro mi corazón en el temor de tu nombre».

¡Enséñame! Así grita nuestro hombre. En las Escrituras, el verbo enseñar no tiene tanto nuestro significado académico o didáctico cuanto dar a conocer en el sentido de revelar. En este caso es como si dijese a Dios: date a conocer a mi espíritu, revélame tu misterio.

Yavé acoge la súplica de éste y tantos personajes del Antiguo Testamento que se dirigen a Dios con esta o parecidas súplicas. 

El profeta Isaías anuncia gozoso la promesa que colmará los deseos de estos hombres, y proclama con fuerza, ¡Sí! Dios nos enseñará sus caminos: «Sucederá en días futuros que el monte de la casa de Yavé será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subamos al monte de Yavé, a la casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos» (Is 2,2-3). Hay que tener en cuenta que en las Escrituras se da el paralelismo entre enseñar el camino y enseñar la Palabra. 

Dios cumple su promesa al enviar a su Hijo como único Maestro, el único que puede darnos a conocer el misterio de Dios. Él es el revelador del rostro del Padre. El mismo Señor Jesús se autoproclama como el único Maestro que tiene poder para revelar el misterio de la Palabra; por ella, así revelada, podemos conocer al Padre: «Vosotros –está hablando a sus discípulos– no os dejéis llamar Rabbí, porque uno sólo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos» (Mt 23,8).

Es importante observar cómo Mateo encabeza con el verbo enseñar la proclamación de las bienaventuranzas hecha por Jesús, algo así como si estuviera abriendo la puerta para recibir las ocho palabras que hacen bienaventurados –hijos de Dios– a los hombres: «Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu...» (Mt 5,1-3).

La revelación de Dios, de la Palabra , sólo es posible una vez que el Señor Jesús se levanta victorioso de la muerte. Es entonces cuando el resucitado tiene poder para abrir la inteligencia del hombre, de forma que pueda recibir y comprender el misterio de Dios oculto en la Palabra: «Jesús entonces abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras...» (Lc 24,45). 

Dada la imposibilidad que tiene el hombre para penetrar el misterio de Dios, Él mismo abre su mente para hacerse presente en su espíritu con toda su fuerza y su amor.

A este respecto sería bueno acudir a un acontecimiento del pueblo de Israel que, por su paralelismo, prepara el milagro del Señor Jesús: abrir nuestra inteligencia, penetrarnos con su Palabra de vida, poniendo así nuestros pasos en su camino que culmina en el Padre. El acontecimiento bíblico es el siguiente: Cuando Israel sale de Egipto se encuentra con el muro de las aguas del mar Rojo. No hay posibilidad de caminar hacia la tierra prometida. Es entonces cuando el brazo de Dios se traslada al brazo de Moisés, quien lo levanta por la palabra que Él le ha ordenado. Ante el brazo de Moisés, se abrieron las aguas de derecha a izquierda, apareciendo así un camino por el que el pueblo pudo pasar. Recordemos que el brazo de Yavé significa su poder.

El Señor Jesús es el enviado del Padre como Maestro, aquel que enseña, aquel que revela, aquel que abre muros imposibles, aquel que, siendo el camino, marca las huellas que nos conducen a Dios. San Juan termina el prólogo de su Evangelio con estas palabras: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Contado, es decir, Él nos lo ha dado a conocer, más aún, nos lo ha revelado; que esto es lo que significa en toda su profundidad el verbo contar en el contexto que san Juan nos está comunicando.

¡Dinos quién eres tú! Han clamado a Dios los hombres de todos los tiempos. Él Responde: ¡Ahí tenéis a mi Hijo! Él os dirá quién soy Yo. ¡Escuchadle en su Evangelio! ¡En él estoy! 

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