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lunes, 23 de septiembre de 2024

SALMO 88(87).-Lamento en la extrema aflicción

 


1 Cántico. Salmo. De los hijos de Coré. Del maestro de coro.

Para la enfermedad. Para la aflicción. Poema.

De Hemán, el ezrajita.

2 Señor, Dios mío, de día te pido auxilio,

y de noche grito en tu presencia.

3 Llegue mi plegaria hasta ti,

inclina tu oído a mi clamor.

4 Porque mi alma está llena de desgracias,

y mi vida está al borde de la tumba.

5 Me ven como a los que bajan a la fosa,

me he quedado como un hombre sin fuerzas,

6 tengo mi cama entre los muertos,

como las víctimas que yacen en el sepulcro,

de las que ya no te acuerdas,

porque fueron arrancadas de tu mano.

7 Me has arrojado a lo hondo de la fosa,

en medio de las tinieblas del abismo.

8 Tu cólera pesa sobre mí,

me echas encima todas tus olas.

9 Has alejado de mí a mis conocidos,

y me han vuelto repugnante para ellos:

estoy encerrado, no puedo salir,

10 y mis ojos se consumen de tristeza.

Yo te invoco todo el día,

extiendo mis manos hacia ti:

11 «¿Harás maravillas por los muertos?

¿Se levantarán las sombras para alabarte?

12 ¿Hablarán de tu amor en la sepultura,

y de tu fidelidad en el reino de la muerte?

13 ¿Se conocen tus maravillas en la tiniebla,

y tu justicia en el país del olvido?».

14 Pero yo grito hacia ti, Señor,

mi plegaria llega a ti por la mañana.

15 Señor, ¿por qué me rechazas

y me escondes tu rostro?

16 Desde la infancia he sido desgraciado, un moribundo,

he padecido tus horrores, estoy agotado.

17 Tu cólera pasó sobre mí,

tus terrores me han consumido.

18 Me rodean como las aguas todo el día,

y todos juntos me envuelven de una vez.

19 Alejas de mí a mis parientes y a mis amigos,

y las tinieblas son mi compañía.


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

De las tinieblas a la luz

Es éste, un salmo en el que la angustia de su autor alcanza la más despiadada de las aflicciones. 

Al salmista le fluye el dolor de lo más profundo de sus entrañas. Parece que no hay nada ni nadie, ni siquiera Dios, que abra una puerta de esperanza a su hundimiento. Nos recuerda la figura de Job, un hombre sobre quien se abate el mal en toda su crudeza a pesar de que, según él, ha caminado siempre en la inocencia y rectitud. Escuchémos a Job: «Asco tiene mi alma de mi vida: derramaré mis quejas sobre mí, hablaré en la amargura de mi alma. Diré a Dios: ¡no me condenes, hazme saber por qué me enjuicias... aunque sabes muy bien que no soy culpable» (Job 10,1-6).

Hay un aspecto que nos sobrecoge: Ni Job ni el salmista tienen respuesta de parte de Dios que pueda iluminarles acerca del mal que se ceba en ellos. Su situación no puede ser más aplastante. Su tragedia consiste en que el mal ha sobrevenido sobre ellos como si fuera un buitre voraz que les arranca y descuartiza el alma.

Oímos al salmista invocar a Dios casi como advirtiéndole de que, en el lugar de la muerte y tinieblas, donde cree que está a punto de yacer, no podrá alabarle ni cantar su misericordia y su lealtad: «Yo te invoco todo el día, extiendo mis manos hacia ti: ¿Harás maravillas por los muertos? ¿Se levantarán las sombras para alabarte? ¿Hablarán de tu amor en la sepultura, y de tu fidelidad en el país del olvido? ».

Más expresiva, si cabe, es la lamentación de Job. Su esperanza en Dios ha sido barrida de su alma hasta el punto de pensar que ya no es él su Padre, sino la misma muerte: «Mi casa es el abismo, en las tinieblas extendí mi lecho. Y grito a la fosa: ¡Tú, mi padre! Y a los gusanos: ¡mi madre y mis hermanos! ¿Dónde está, pues, mi esperanza...? ¿Van a bajar conmigo hasta el abismo? ¿Nos hundiremos juntos en el polvo?» (Job 17,13-16).

Todo, absolutamente todo se ha cerrado para nuestros dos personajes. Nos ponemos en su piel y les podemos oír musitar en su interior: ¡Quién sabe si Dios no es más que una quimera, un simple deseo del hombre que le impulsa a proyectar un Ser supremo capaz de hacerle sobrevivir a la muerte!

Sabemos cómo Dios acompañó a Job en su terrible prueba, cómo le fue enseñando en su corazón a fin de limpiar la imagen deformada que tenía de Él. Es así como pudo plasmar en su espíritu su verdadero rostro, muy lejos, o mejor dicho, totalmente otro, del que había formado con su limitada mente. De un modo u otro, todos partimos de una imagen deformada de Dios que, tarde o temprano, se convierte en un simple espejismo. Por eso nos es muy importante ver la evolución de Job. Efectivamente, al final del Libro de Job, vemos cómo distingue entre el Dios en el que creía antes, y el que conoce una vez pasado por el crisol de la prueba. Oigamos su confesión: «Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro... Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (Job 42,3-5).

En cuanto a nuestro salmista, no hay en él un final feliz como en Job. Sin embargo, sabemos que este hombre orante, como los de todos los salmos, es imagen de Jesucristo. Si todo queda cerrado y opaco para el hombre orante, no es así para el Hijo de Dios. Es cierto que en su muerte se dieron cita todas las tinieblas de la tierra: «Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona» –es decir, desde las doce hasta las tres de la tarde, hora de su muerte– (Lc 23,44).

Si es cierto que sobre el crucificado se cernieron todas las tinieblas de las que hemos oído hablar al salmista, más cierto aún es que, en su muerte, su Padre abrió los cielos para recogerle resucitándole. El Señor Jesús vivió las mismas angustias del salmista, pero su fe de que volvía al Padre, como así lo proclamó a lo largo de su vida, actuó como una espada que, al mismo tiempo que abría los cielos, golpeó mortalmente a las tinieblas.

Que el Hijo de Dios penetró los cielos dejándolos abiertos para siempre y para nosotros, nos lo cuenta san Marcos presentando unos testigos de primera mano, los mismos apóstoles: «Estando a la mesa con los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Y les dijo: Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación... Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16,14-19).

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