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viernes, 25 de octubre de 2024

Salmo 110(109). El sacerdocio del Mesías






Salmo 110 
1De David. Salmo.
Oráculo del Señor a mi señor:
«Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos
el estrado de tus pies».
2 Desde Sión, el Señor extenderá
el poder de su cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.
3 «Eres príncipe desde el día de tu nacimiento entre esplendores sagrados.
Yo mismo te engendré, como rocío,
antes de la aurora».
4 El Señor lo ha jurado y nunca se retractará:
«Tú eres sacerdote por siempre,
según el orden de Melquisedec».
5 El Señor está a tu derecha
y aplastará a los reyes en el día de su ira.
6 Dictará sentencia contra las naciones, amontonará cadáveres,
aplastará cabezas por toda la inmensidad de la tierra.
7 En su camino, beberá del torrente,
y por eso levantará la cabeza.

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Salmo 110
Sacerdocio del Mesías

Es este un himno majestuoso que canta la proclamación del 
sacerdocio eterno del Mesías, instituido por Yavé según el 
orden de Melquisedec. Proclamación que permanece 
inalterable a través de los siglos porque ha salido de la boca del mismo Yavé: «El Señor lo ha jurado y nunca se retractará: “Tú eres sacerdote por siempre, según el orden de Melquisedec”».
El Mesías sacerdote aplastará definitivamente a los 
enemigos de Dios, representados en todas sus obras bajo el 
estigma del mal. Jesucristo, constituido sacerdote por el 
Padre, es enviado por Él con la misión de liberar al hombre 
de toda opresión que le asfixia y le impide consumar su auténtica vocación: llegar a ser hijo de Dios. El salmo canta la victoria de Dios, quien llegará a poner a sus 
enemigos, que son los del hombre, bajo los pies del Mesías: 
«Oráculo del Señor a mi Señor: “Siéntate a mi derecha, y 
haré de tus enemigos el estrado de tus pies”».
El autor de la Carta a los hebreos resalta con perfecta claridad la diferencia esencial entre el 
sacerdocio de la antigua alianza, caduco e ineficaz, y el de la Nueva Alianza, el de Jesucristo, cuya eficacia consiste en haber penetrado con su sacrificio y 
resurrección los cielos, es decir, el seno de Dios, abriendo así el camino que plenifica y salva al hombre.
Respecto al sacerdocio de la antigua alianza, sabemos 
que sus ritos litúrgicos en el templo no servían para salvar al hombre ya que el perdón de los pecados, la 
conversión, no se puede alcanzar por el efecto de la sangre 
del sacrificio de animales: «No conteniendo, en efecto, la 
Ley más que una sombra de los bienes futuros, no la realidad de las cosas, no puede nunca, mediante unos mismos sacrificios que se ofrecen sin cesar año tras año, dar la perfección a los que se acercan... pues es imposible que sangre de toros y machos cabríos borre los pecados» (Heb 10,1-4).
Por el contrario, el sacerdocio de Jesucristo sí nos convierte a Dios, sí hace que Él sea alcanzable, conocidosin sombras ni velos (Jn 1,18), porque la sangre derramada 
ha sido la suya propia: «Pero se presentó Cristo como sumo 
sacerdote de los bienes futuros, a través de una tienda 
mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es 
decir no de este mundo. Y penetró en el santuario una vez 
para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de 
novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una 
redención eterna» (Heb 9,11-12).
Lo importante y definitivo del sacerdocio y sacrificio 
de Jesucristo es que, por ser Hijo de Dios, por venir del Padre y volver a Él, como escuchamos en los evangelios, penetra los cielos, es decir, abre de una vez y para 
siempre el seno de Dios. Desde entonces, sus entrañas 
permanecen abiertas a todos aquellos que, pastoreados por 
el Señor Jesús, hacemos de nuestra vida un camino hacia 
nuestro Padre. Escuchemos nuevamente al autor de la Carta a 
los hebreos: «Teniendo pues tal sumo sacerdote que penetró 
los cielos –Jesús, el Hijo de Dios– mantengamos firmes la 
fe que profesamos. Pues no tenemos un sumo sacerdote que no 
pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en 
todo igual que nosotros, excepto en el pecado. 
Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, 
a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una 
ayuda oportuna» (Heb 4,14-16).
Volvemos al salmo y nos damos cuenta, asombrados, cómo 
el Espíritu Santo iluminó a su autor y le dio sabiduría 
para transmitirnos algo que es fundamental para nuestra fe. 
Nos dice de dónde iría a sacar el Mesías la fuerza y sabiduría para mantenerse fiel al camino-misión que le habría de conducir hasta el seno del Padre: «En el camino 
bebe del torrente, por eso levanta la cabeza».
Es Yavé quien se denomina a sí mismo como manantial de aguas vivas: 
«Doble mal ha hecho mi pueblo: A mí me dejaron, manantial 
de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas 
agrietadas que no retienen el agua» (Jer 2,13).
El torrente que fluye de este manantial de aguas, que 
es Dios mismo, es el que da firmeza a Jesucristo, el que le sostiene en sus momentos de tentación y debilidad; el que le da seguridad en sus pasos cuando el mal se cierne sobre Él. Camina hacia su Padre, hacia aquel que le ha enviado 
con la misión de salvar al hombre, de poner luz y sal en la creación. Camina con la cabeza erguida, fijos sus ojos en Él Padre, bebiendo ininterrumpidamente del hontanar de divinidad que es la Palabra.
Y así, en este caminar fatigoso pero confiado, sus pasos culminan con su muerte y muerte de cruz. Las aguas vivas que siempre le fortalecieron, se removieron en el 
sepulcro y, como un remolino impetuoso, rompieron los lazos 
de la muerte y lo devolvieron al Padre a la vez que le proclamaron vencedor. El Señor Jesús anuncia la Buena Noticia de que todos aquellos que crean en Él, en su santo Evangelio, tendrán en su seno el torrente de aguas vivas que fueron el fundamento de su fidelidad: «Jesús, puesto en 
pie, gritó: Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí,.. como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva» (Jn 2,37-38).


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