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miércoles, 6 de noviembre de 2024

Salmo 113(112). Al Dios de gloria y de piedad (La causa del desvalido)


I ¡Aleluya!
¡Alabad, siervos del Señor,
alabad el nombre del Señor!
2 Bendito sea el nombre del Señor,
desde ahora y por siempre.
3 ¡Desde la salida del sol hasta su ocaso,
alabado sea el nombre del Señor!
4 ¡El Señor se eleva sobre todos los pueblos,
su gloria está por encima del cielo!
5 ¿Quién puede igualar al Señor, nuestro Dios,
que se eleva en su trono
6 y se abaja para mirar
al cielo y a la tierra?
7 Levanta del polvo al débil,
saca de la basura al indigente,
8 para sentarlo con los príncipes,
junto a los príncipes de su pueblo.
9 A la estéril la sienta en su casa,
como alegre madre de hijos.
¡Aleluya! 

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)  

Salmo 113
La causa del desvalido
El salterio nos ofrece un himno donde parece que la gloria 
excelsa de Yavé, que llega incluso hasta traspasar los 
cielos, y su cercanía compasiva hacia el hombre, rivalizan 
entre sí. Nos imaginamos a Israel como si fuese una gran 
asamblea, y oímos un sucederse de gritos de júbilo y 
alabanza acompañados por un sinfín de trompetas. Es un 
estallido de multitud de corazones que proclaman la gloria 
y grandeza de Dios: «¡Aleluya! ¡Alabad, siervos del Señor, 
alabad el nombre del Señor! Bendito sea el nombre del
Señor, desde ahora y por siempre. ¡Desde la salida del sol 
hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor! ¡El Señor 
se eleva sobre todos los pueblos, su gloria está por encima 
del cielo!».
Llegados al punto culmen de la exaltación de Yavé y su 
nombre, y asemejándose a una partitura musical, el himno 
canta el descenso de Dios desde sus inmensas alturas hasta 
el hombre. Hace hincapié en que sus ojos se posan y vuelcan 
sobre el pobre desvalido: «¿Quién puede igualar al Señor, 
nuestro Dios, que se eleva en su trono y se abaja para 
mirar al cielo y a la tierra? Levanta del polvo al débil, 
saca de la basura hace al indigente...».
Es importante saber quién es el hombre cuya condición 
de desvalido atrae con tanta fuerza la mirada compasiva de 
Dios. Pobre y desvalido es, en general, todo aquel que está 
sometido a cualquier tipo de opresión. Sin embargo, 
bíblicamente hablando, pobre y desvalido es todo hombre 
que, estando sometido a cualquier clase de opresión, 
injusticia o persecución, renuncia a defenderse. No toma 
esta decisión por cobardía ni por impotencia. Actúa así 
porque está lleno de sabiduría; ha puesto su causa en manos 
de Dios con la madurez de fe del que sabe que Él le hará 
justicia.
Tengamos en este momento presente la experiencia de 
Jeremías. Sabemos que su misión profética encontró muy 
pronto una terrible y feroz oposición que dio paso al 
escarnio y persecución por parte del pueblo. ¿Qué hace 
Jeremías en esta situación límite? La palabra que Dios ha 
puesto en su boca (Jer 1,9), es sólo motivo de burla e 
irrisión; entonces su espíritu se derrama en grandeza y 
sabiduría. Conocedor de Dios, se limita a encomendarle su 
causa. Entiende que renunciando a defenderse, entra en la 
condición de los desvalidos a quienes Dios protege y 
levanta: «Escuchaba las calumnias de la turba: ¡Terror por 
doquier! ¡Denunciadle! ¡Denunciémosle!... Pero Yavé está 
conmigo cual campeón poderoso... ¡Oh Yavé Sebaot, juez de 
lo justo, que escrutas los riñones y el corazón! Vea yo tu 
venganza contra ellos, porque a ti he encomendado mi causa. 

Cantad a Yavé, alabad a Yavé, porque ha salvado la vida de 
un pobrecillo de manos de malhechores» (Jer 20,10-13).
En este contexto catequético, nuestros ojos se dirigen 
al canto entonado por María de Nazaret al ser llamada 
bienaventurada por su prima Isabel. Recibió esta alabanza
porque su corazón acogió y creyó lo que Dios le había 
anunciado por medio del ángel. María, elevando su espíritu 
hacia Dios y, como recogiendo en su aliento la gran y 
universal asamblea de todos los creyentes, proclamó: 
«Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los 
humildes» (Lc 1,52).
Este derribar a los potentados de sus tronos no quiere 
decir que Dios los castigue: Se caen ellos solos. 
Edificaron su trono, su vida sobre arena, y los oleajes 
propios de toda existencia terminaron por corroer y minar 
sus falsos y débiles cimientos.
En cambio, Dios levanta a los humildes, los desvalidos 
que han puesto su causa y defensa en sus manos. Hablemos 
del pobre, humilde y desvalido por antonomasia: Jesucristo. 
Renunció a cualquier tipo de defensa en el juicio inicuo al 
que fue sometido. Y no asumió esta actitud por cobardía, 
desilusión o abatimiento; sino que renunció porque sabía 
que su Padre, que le había enviado, no iba a ignorar su 
defensa. Sabía que no quedaría defraudado.
Este total fiarse de Jesús –recordemos que la palabra
fe viene del verbo fiarse–, le aseguraba con toda certeza 
que sería levantado; que su Padre lo ensalzaría sobre todo 
lo creado con el título de Señor. Título que siempre tuvo y 
que intentaron arrebatarle condenándole a muerte. Título 
que su Padre defendió, preservó y restituyó. Oigamos el 
testimonio que Pedro y Juan proclamaron ante los habitantes 
de Jerusalén: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de 
Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús 
a quien vosotros habéis crucificado» (He 2,36). 
El apóstol Pedro invita a sus comunidades y a todos 
los cristianos a seguir los pasos de Jesucristo justamente 
porque Él se puso en manos del único que le podía hacer 
justicia: su Padre: «Él que no cometió pecado, y en cuya 
boca no se halló engaño; él que al ser insultado, no 
respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que 
se ponía en manos de aquel que juzga con justicia...» (1Pe
2,22-24).


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