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jueves, 14 de noviembre de 2024

Salmo 115(113B). El único Dios verdadero ( Nuestro escudo)


¡No a nosotros, Señor, no a nosotros,
sino a tu nombre da la gloria,
por tu amor y tu fidelidad!
2 ¿Por qué han de decir las naciones:
«Dónde está su Dios»?
3 Nuestro Dios está en el cielo,
y hace todo lo que desea.
4 Sus ídolos son plata y oro,
obra de manos humanas:
5 tienen boca y no hablan,
tienen ojos y no ven,
6 tienen oídos y no oyen,
tienen nariz y no huelen,
7 tienen manos y no tocan,
tienen pies y no andan,
no tiene voz su garganta.
8 ¡Los que los hacen son como ellos,
todos los que en ellos confían!
9 ¡La casa de Israel confía en el Señor:
él es su auxilio y su escudo!
10 iLa casa de Aarón confía en el Señor:
él es su auxilio y su escudo!
11 ¡Los que temen al Señor confían en el Señor:
él es su auxilio y su escudo!
12 Que el Señor se acuerde de nosotros
y nos bendiga:
-bendiga a la casa de Israel,
-bendiga a la casa de Aarón,
13 -bendiga a los que temen al Señor,
pequeños y grandes.
14 ¡Que el Señor os multiplique,
a vosotros y a vuestros hijos!
15 ¡Que os bendiga el Señor,
que hizo el cielo y la tierra!
16 El cielo pertenece al Señor,
pero la tierra se la ha dado a los hombres.
17 Los muertos ya no alaban al Señor,
ni los que bajan al lugar del silencio.
18 ¡Nosotros, los vivos, bendecimos al Señor,
desde ahora y por siempre!
¡Aleluya!

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 115
Nuestro escudo

De nuevo el salterio nos ofrece una aclamación litúrgica de 
la gran asamblea de Israel. El pueblo ha vuelto del 
destierro y sus oídos escuchan los sarcasmos de las 
naciones vecinas que, burlonamente, le preguntan: ¿Dónde 
está su Dios? ¿Dónde está su libertador? No sois más que un 
pueblo harapiento que volvéis a vuestra tierra y ni 
siquiera tenéis un templo en el que rendirle culto.
Israel alza sus ojos a Yavé y proclama este himno en 
forma de oración. Le pide que manifieste su poder no tanto 
por ellos cuanto por los pueblos que con sus mofas 
blasfeman su nombre excelso: «¡No a nosotros, Señor, no a 
nosotros, sino a tu nombre da la gloria, por tu amor y tu 
fidelidad! ¿Por qué han de decir las naciones: “¿Dónde está 
su Dios?”».
El punto culminante del himno es la proclamación de 
que, aun en la situación de tener que empezar de nuevo en 
su tierra devastada, y a pesar de las bufonadas de sus 
enemigos..., confían en su Dios. En efecto, traen al 
presente el pasado glorioso de Israel desde sus orígenes. 
Son conscientes de que Él ha hecho con ellos una historia 
de amor y salvación, y se apoyan en su fidelidad para 
afirmar que esta historia no ha concluido, que volverá a 
realizarse. Y así vemos a la asamblea gritar jubilosa: «¡La 
casa de Israel confía en el Señor, él es su auxilio y su 
escudo! ¡La casa de Aarón confía en el Señor, él su auxilio 
y su escudo! ¡Los que temen al Señor confían en el Señor:
él su auxilio y su escudo! Que el Señor se acuerde de 
nosotros y nos bendiga: bendiga a la casa de Israel...».
Fijémonos en la conciencia que tiene Israel de que su Dios 
es su escudo y su auxilio.
Sabemos que Abrahán salió de su tierra sin otra 
garantía que la palabra-bendición de Yavé sembrada en su 
corazón. La espiritualidad judía y cristiana llama a 
Abrahán nuestro padre en la fe precisamente por haber 
guardado en su corazón la palabra que Dios le había dado, 
de la que hizo su único apoyo, escudo y garantía.
Dios, para enseñarnos que la fe no es algo mágico o 
que se acepta así, sin más, permite que Abrahán, en su 
búsqueda, con sus consiguientes dudas, se desoriente e 
incluso se equivoque; pero el amor de este a la Palabra 
recibida es mayor que sus debilidades, y Dios le conforta y 
fortalece. Es más, se le presenta animándole y prometiéndole que Él mismo será su escudo en su debilidad: 
«Después de estos sucesos fue dirigida la palabra de Yavé a 
Abrahán en visión, en estos términos: No temas, Abrahán. Yo 
soy para ti un escudo. Tu premio será muy grande» (Gén15,1).
El libro del Deuteronomio nos presenta un himno 
bendicional atribuido a Moisés, salido de sus labios antes 
de su muerte. No tiene parangón con cualquier himno que 
podamos encontrar en los textos sagrados del Antiguo 
Testamento. Moisés inicia su cántico bendiciendo con 
bellísimas palabras a Yavé por haber protegido 
asombrosamente a Israel; y, como si de la misma boca de 
Yavé se tratase, hace descender una bendición particular y 
original a cada una de las tribus. 
Una vez que ha bendecido a los doce clanes, Moisés 
imparte, sobre todo al pueblo allí convocado, la mayor y la 
más esplendorosa de las bendiciones: Yavé es escudo y 
auxilio del pueblo que se ha escogido: «Israel mora en 
seguro; la fuente de Jacob brota aparte para un país de 
trigo y vino; hasta sus cielos destilan el rocío. Dichoso 
tú, Israel, ¿quién como tú, pueblo salvado por Yavé cuyo 
escudo es tu auxilio, cuya espada es tu esplendor?» (Éx 
33,28-29).
¿Quién más bendito que Jesucristo a quien Dios Padre 
hizo escudo en favor de todos sus hijos? Vemos al Señor 
Jesús subir desnudo y desprotegido a lo alto de la cruz. 
Desde allí detuvo y quebró en su propio cuerpo los dardos y 
saetas que el príncipe del mal tenía preparados para toda 
la humanidad. Efectivamente, frenó en seco la muerte que 
nos pertenecía, elevando al infinito las palabras que nos 
salvaron y reconciliaron con Dios: «¡Padre, perdónales 
porque no saben lo que hacen!».
Estas alentadoras palabras de salvación son el escudo 
que anula todas las acusaciones que el príncipe del mal 
hace contra nosotros. De hecho, una de las traducciones de 
Satanás es el término acusador. Y así leemos en el libro 
del Apocalipsis que, justamente por la victoria de 
Jesucristo sobre la muerte y el mal, nuestro acusador ha 
sido arrojado: “Oí entonces una fuerte voz que decía en el 
cielo: Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el 
reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque 
ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que 
los acusaba día y noche delante de nuestro Dios” (Ap 
12,10).
Una vez que el escudo enviado por Dios, su propio 
Hijo, ha detenido las embestidas del mal, quedan canceladas 
todas nuestras deudas contraídas con Él a causa de nuestra 
necedad. Esto que podría parecernos algo así como el final 
de un cuento de hadas almibarado, no es tal; de hecho lo 
entresacamos de una catequesis de un hombre sumamente 
enérgico y nada sospechoso de cursilerías como es el 
apóstol Pablo. Oigámosle en su exhortación a la comunidad 
de Colosas: «Jesucristo canceló la nota de cargo que había 
contra nosotros, la de las prescripciones con sus cláusulas 
desfavorables, y las suprimió clavándola en la Cruz» (Col 
2,14).


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