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viernes, 29 de noviembre de 2024

Salmo 123(122). Oración de los afligidos (Mis ojos en los tuyos)


1Cántico de las subidas.
A ti levanto mis ojos,
a ti, que habitas en el cielo.
2 Como los ojos de los esclavos,
fijos en las manos de su señor,
y como los ojos de la esclava,
fijos en las manos de su señora,
así están nuestros ojos
fijos en el Señor nuestro Dios,
hasta que se compadezca de nosotros.
3 ¡Misericordia, Señor! ¡Ten misericordia de nosotros,
porque estamos hartos de desprecio!
4 Nuestra vida está harta
del sarcasmo de los satisfechos
y del desprecio de los soberbios.

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 123
Mis ojos en los tuyos

Este salmo nos ofrece la súplica colectiva del pueblo de
Israel a Yavé. Todos, a una sola voz, se acogen a la piedad
y compasión del Dios que ha hecho alianza con ellos. Se
cobijan confiados bajo su poder y misericordia, en un
momento de su historia en el que el desprecio que sufren
por parte de sus enemigos hace tambalear su piedad y su fe.
«¡Misericordia, Señor! ¡Ten misericordia de nosotros,
Yahvé, porque estamos hartos de desprecio! Nuestra vida
está harta del sarcasmo de los satisfechos...».
Es cierto que no son pocos los salmos que inciden en
el mismo tema; idéntica situación de oprobio con la
consiguiente súplica. Sin embargo, también es cierto que
 encomendado, renunció a la
posición de privilegio de la que disfrutaba en la corte del
Faraón al ser adoptado por una de sus hijas. Hizo causa
común con su pueblo maltratado, y, desafiando la muerte,
llevó a cabo la liberación de Israel. Pudo hacerlo, se
mantuvo firme porque sus ojos traspasaban la Palabra que
salía de la boca de Yavé hasta encontrar los ojos del que
le hablaba: «Por la fe Moisés salió de Egipto sin temer la
ira del Faraón; se mantuvo firme como si viera al
invisible» (Heb 11,27). Su capacidad de contemplar al
invisible fue la fuente de su sabiduría y la roca de su
fortaleza y perseverancia en medio de la persecución e
incomprensión, incluso de los suyos, del pueblo que había
de liberar.254

Jesucristo nos da un testimonio precioso y personal de
su relación con el Padre. Su Evangelio sale a la luz no
sólo porque lo oye de Él: «Yo no he hablado por mi cuenta,
sino que el Padre que me ha enviado, me ha mandado lo que
tengo que decir y hablar» (Jn 12,49), sino también porque
lo ha visto en su rostro: «Yo hablo lo que he visto donde
mi Padre» (Jn 8,38).
Sólo a la luz de su profunda experiencia, el Señor
Jesús podía llevar adelante su misión. Sólo sostenido por
el doble encuentro de miradas del Hijo con el Padre y del
Padre con el Hijo, fue posible la salvación del mundo.
Aceptó ser aplastado recogiendo sobre sus espaldas todo lo
que aplasta al hombre. Jesús lleva a su plenitud la
experiencia de Moisés. Hizo un camino hacia el Padre
pasando por la cruz sin dejar de verle, con sus ojos fijos
en el invisible. Ojos que fueron su fuerza para afrontar la
muerte, y también la fuerza que le levantó del sepulcro.
¿Cómo nos es dado a nosotros hoy día hacer no sólo la
experiencia de Moisés sino, más aún, la del Señor Jesús?
¿Se puede vivir la fe sin ver al invisible? ¡Evidentemente,
no! El combate de la fe supera nuestras reales
posibilidades. Tendremos que buscar hasta que nuestros ojos
den con Dios, con el invisible. Esto no es una fábula ni
tiene que ver nada con una especie de varita milagrosa o
mágica. Dios está vivo, presente, con rostro y ojos en su
Palabra. Todo aquel que, perdiendo los miedos, decide
sumergirse en las aguas vivas del Evangelio, termina por
encontrarle. El cristiano es, por encima de todo, un
buscador; y esto hasta tal punto es importante que, cuando
el sello de ser buscador no existe, o, simplemente, se deja
de lado, el único dios que se da en la mente es el de la
propia fantasía.
Así pues, es en el Evangelio donde se hace posible que
nuestros ojos puedan ver al invisible. Al principio es algo
casi imperceptible, pero, poco a poco va creciendo la
intuición de que Alguien está ahí. Gradualmente, nuestros
ojos empiezan a percibir una presencia, más aún, una
persona, que no es sino el Dios que cada vez se te hace más
nítido y cercano. Buscar a Dios en el Evangelio hasta
llegar a encontrarlo, lo propone Jesús con estas palabras:
«El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido
en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a
esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo
que tiene y compra el campo aquel» (Mt 13,44). El campo son
las Sagradas Escrituras, y el tesoro escondido en ellas, es
Dios.255

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