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martes, 3 de diciembre de 2024

Salmo 124(123). El salvador de Israel (El lazo se rompió y escapamos)


1 Cántico de las subidas.
Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte,
-que lo diga Israel-
2 si el Señor no hubiera estado de nuestra parte,
cuando los hombres nos asaltaron...
J nos habrían tragado vivos,
tal era el fuego de su ira.
4 Nos habrían inundado las aguas,
llegándonos el torrente hasta el cuello;
5 las aguas espumantes,
nos habrían llegado hasta el cuello.
6 iBendito sea el Señor! Él no nos entregó
como presa para sus dientes.
7 Escapamos vivos, como huye el pájaro
de la red del cazador:
la red se rompió y nosotros escapamos.
8 ¡Nuestro auxilio es el nombre del Señor,
que hizo el cielo y la tierra!

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 124
El lazo se rompió y escapamos

La asamblea entona un himno de acción de gracias a Yavé 
recordando con amor y gratitud sus numerosas intervenciones 
salvíficas. Israel sabe que no es un pueblo como los demás. 
En él Dios está presente actuando y protegiéndole. Los 
otros pueblos tienen la conciencia de que sus dioses están 
lejanos, por eso necesitan atraer su atención con toda 
serie de sacrificios que llegan, incluso, a las 
inmolaciones humanas. Como sabemos, la experiencia de 
Israel es totalmente otra; su Dios, Yavé, está en los 
cielos y en la tierra, está con él, a favor de él y de 
parte de él contra sus enemigos.
El himno se abre justamente proclamando con júbilo 
esta evidencia: Israel sabe que sigue siendo pueblo porque 
Yavé está con ellos, está a su favor: «Si el Señor no 
hubiera estado de nuestra parte –que lo diga Israel–, si el 
Señor no hubiera estado de nuestra parte, cuando los 
hombres nos asaltaron... nos habrían tragado vivos, tal era 
el fuego de su ira». A continuación se enumeran 
festivamente algunas de las intervenciones de Dios a lo 
largo de la historia del pueblo, intervenciones que son tan 
significativas como determinantes. Israel tiene la 
experiencia de que otros pueblos vecinos han desaparecido 
como tales ante acontecimientos políticos, bélicos, etc. 
Sin embargo, Israel no, Israel tiene un nombre entre los 
demás pueblos, y se lo debe a Yavé. Su elección es la 
garantía de su supervivencia. No son un pueblo mejor que 
los demás pueblos, pero tiene conciencia de que Dios le ha 
confiado la misión de ser la luz que ilumina a todas las 
naciones.
Así lo proclamó, estremecido de gozo, el anciano 
Simeón cuando tomó sobre sus brazos al Mesías recién nacido 
en el día en que sus padres lo presentaron en el templo. 
Con una emoción inefable, bendijo a Yavé con las palabras 
que el Espíritu Santo puso en su boca: «Ahora, Señor, 
puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en 
paz, porque mis ojos han visto tu salvación, la que has 
preparado a la vista de todos los pueblos, luz para 
iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 
1,29-32).
Volviendo al himno y a las actuaciones salvíficas que 
en él se proclaman y ensalzan, nos detenemos en una en la 
que vamos a profundizar. Con imágenes propias de la cultura 
oriental, se canta que un lazo se ha tendido sobre el 
pueblo, que este se rompió y quedaron libres. No se rompió 
el lazo por sí mismo, ni la fuerza del pueblo lo desgarró 
en jirones. Fue Yavé quien, por el honor de su nombre, 
volvió a liberar a los suyos. Honor a su nombre quiere decir que Yavé no puede faltar a sus promesas: «Escapamos 
vivos, como huye el pájaro de la red del cazador: la red se 
rompió y nosotros escapamos. ¡Nuestro auxilio es el nombre 
del Señor, que hizo el cielo y la tierra!».
Entrevemos una relación entre el lazo aprisionador del 
que Yavé les ha librado, y el destierro con su posterior 
liberación, al que fueron sometidos por Babilonia. Acerca 
del lazo que cayó sobre ellos, hemos de recordar que, 
cuando Israel llega a las puertas de la tierra prometida, 
Dios les previene del peligro del lazo que puede caer sobre 
él. Les dice: ¡No te dejes seducir por los dioses de los 
pueblos vecinos que yo voy a desalojar para que tengáis su 
tierra en posesión! Recordemos que Israel hasta entonces ha 
sido testigo de que fue Yavé quien, hazaña tras hazaña, les 
liberó de Egipto, les alimentó y mantuvo en el desierto y 
les condujo hasta allí. Escuchemos la exhortación que Dios 
les hace: «Cuando Yavé tu Dios haya exterminado las 
naciones que tú vas a desalojar ante ti, cuando las hayas 
desalojado y habites en su tierra, guárdate de dejarte 
prender en el lazo siguiendo su ejemplo, después de haber 
sido ellos exterminados ante ti y de buscar sus dioses...»
(Dt 12,29-30).
Israel no obedeció a Yavé, quiso probar hasta qué 
punto los sugestivos dioses de los otros pueblos podrían 
hacerle bien. Tal y como es Israel, es el hombre de todos 
los tiempos, ¡Dios nos parece poco para nuestra vida! 
Echamos mano de otros «dioses» más sugestivos y, por ello, 
más «eficaces», más «prácticos», para resolver nuestros 
problemas concretos. Así somos. Una cosa es servir-
servilmente a Dios con sacrificios y rezos y otra cosa es 
obedecerle.
Israel, siempre tan servil, desobedeció a Dios, y, 


como se lo había profetizado, cayó el lazo sobre él. Tal y 
como Yavé les había predicho, fueron llevados a la terrible 
humillación del destierro. Dios, que es siempre fiel a su 
pueblo, rompió las argollas de su nueva esclavitud, como 
canta el salmo: el lazo se rompió y escapamos.
Jesucristo, el Hijo de Dios, lleva sobre su ser todos 
los lazos, todas las esclavitudes, todos los destierros, 
todas las humillaciones y todos los males del hombre. Como 
signo de esta realidad, el lazo de la muerte cayó sobre Él 
y lo arrojó al sepulcro. Dios, su Padre, rompió el lazo, 
quebró la coraza de muerte que le envolvía, miró al 
sepulcro y no quedó de él piedra sobre piedra. Hizo escapar 
a su Hijo del lazo de la muerte: el lazo se rompió, se 
escapó Él y nos escapamos todos.
La Iglesia primitiva tenía conciencia de que la 
victoria de Jesucristo sobre la muerte fue la herencia que 
Dios nos dejó a todos por su Hijo Jesucristo. Es una 
constante en la predicación apostólica de la que 
entresacamos las siguientes palabras del apóstol Pablo: «Si el espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los 
muertos habita en vosotros, Aquél que resucitó a Cristo de 
entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos 
mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 
8,11).


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