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viernes, 1 de diciembre de 2017

PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN.- 34.- LA VOZ QUE SALVA


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La Voz que salva

 
Nada abate más al hombre que no encontrar respuesta ante la desgracia y la calamidad cuando es visitado una y otra vez por ellas. Desamparado, desvalido e inerte ante el cúmulo de adversidades que se ceban en él, le parece estar a merced del mal y su autor, Satanás; Jesús le llama “el Maligno” (Jn 17 15).

La Escritura sitúa al Maligno en las profundidades de las aguas. Éstas, a su vez, por su permeabilidad, simbolizan la inseguridad del hombre. Desde sus profundidades, Satanás agita violentamente su existencia sumergiéndole en un mar de angustias a causa del mal que le sobreviene. Dicho esto, podemos afirmar que el Maligno tiene su propia voz. Es tal el desajuste interno que nos produce esta voz, que nos hace creer que para solventar las pruebas no hay mejor salida que la de desobedecer a la Voz, la de Dios. Preso de la angustia, el hombre da crédito a estas voces que le llevan a ninguna parte, a una soledad sin caminos como frecuentemente leemos en las Escrituras.

De estas dos voces, la de Dios y la de Satanás, nos habla el Salmo 93; voz del seno de las aguas –recordemos que en ellas tiene su morada Satanás-. Proclama el salmista: “Levantan los ríos, Señor, levantan los ríos su voz, levantan los ríos su bramido…”  El miedo está servido; son voces tenebrosas que buscan asustar y someter. Así parece que va a discurrir la existencia del hombre cuando, como de pronto, el salmista da un giro portentoso al himno y se erige como confesor de la fe en Dios cuya Voz se impone hasta acallar por completo el rugido que brota de las aguas impetuosas. “…pero más que la voz de las aguas caudalosas, más potente que el oleaje del mar, más potente en el cielo es el Señor”.

Aun así, hemos de volver a las primeras voces, las de las aguas, las de nuestro Adversario, recordemos que Satán significa adversario. La intención de éste cuando, ante el mal o, mejor dicho, sirviéndose de él, se allega a nosotros con su voz, no es otra que la de descolocarnos y someternos. Sí, someternos al fruto amargo de su voz: la muerte, como dice Pablo (Rm 6,23a). Más adelante, una vez que por su sometimiento nos ha llevado a conformarnos a ser hijos de la muerte, el Maligno nos impele a “morir matando”: a maldecir a Dios. A este conformismo suicida quiso llevar la mujer de Job cuando, ante la terrible secuencia de males que habían caído sobre él, le dijo: “¿Todavía perseveras en tu entereza? ¡Maldice a Dios y muere!” (Jb 2,9).

Lo dicho, morir matando, abrazarse a la voz maldita del adversario y,  desde ella, maldecir a Dios. He ahí el combate del hombre. En sus oídos resuenan la voz y la Voz; una te abraza a la muerte,  la otra a la Vida; una te desampara, la otra te levanta; una te empobrece hasta aceptar el absurdo, la otra te abre al asombro que te sobrepasa y te introduce en la fiesta de saber estar con Dios. Por último, una que te desata las entrañas esparciéndolas por tierra, como hizo con Judas (Hch 1,18), y la otra que te dice: “No tengáis miedo: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33b).

 

¡Escuchad a mi Hijo!

Marcos nos relata un episodio de Jesús con sus apóstoles en el que se hicieron presentes las dos voces. Están en alta mar y “en esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca, de suerte que ésta ya se anegaba” (Mc 4,37). Por una parte, resuenan las voces destructoras simbolizadas en el estruendo terrible de la tempestad; son voces que abanderan el miedo, hacen mella en los apóstoles quienes, en el colmo de su desesperación, piden ayuda a Jesús y no muy delicadamente por cierto; señal evidente de su desajuste interno: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?” (Mc 4,38b). Jesús no es, en absoluto, ajeno a las voces que quieren envolver al hombre en una espiral interminable de desesperación, y porque no es ajeno, da cumplimiento a la profecía del salmista levantándose e imponiendo su autoridad sobre el rugido de la tempestad. Dice Marcos que increpó al viento y dijo al mar: “¡Calla, enmudece! El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza” (Mc 4,39).

¿Quién es éste que hasta el viento y el mar obedecen?, se dijeron entre sí los apóstoles. Pues ese tal no era ni más ni menos que ¡la Voz hecha Emmanuel! La Voz que se levanta majestuosa sobre las aguas, sobre todo poder, sobre toda desesperanza y mentira; es la Voz tantas veces anunciada por los profetas. Los apóstoles la oyeron, y también, como es propio de la Palabra, “la vieron”; sí, vieron que se cumplía, que la morada del Maligno había sido invadida y sometida ante el resonar de la Voz, la Palabra del Padre, el Señor Jesús.

La fe no es algo que se recibe de golpe como en una sola entrega y que hemos de guardar y administrar, sino que tiene sus fases de crecimiento. Digo esto porque esta experiencia de los apóstoles en el mar en la que, con sus propios ojos, fueron testigos de la majestad de la Voz de Dios sobre las aguas, les preparó –hablo de Pedro, Juan y Santiago- a comprender mejor, diría casi en su real dimensión, la Voz que tronó gloriosa desde lo alto en la Transfiguración de su Señor. Recordemos los hechos. Ahí están los tres junto al Hijo de Dios  revestido de gloria junto a Moisés y Elías, cuando, de pronto, escucharon la Voz del Padre testificando acerca de su Hijo. Les dijo: “escuchadle” (Lc 9,35).

¡Escuchadle! Él es mi Voz, la que se sobrepone al Maligno, la que saca a la luz todo engaño y mentira, la que os levanta y perdona, la que os acompañará día y noche a lo largo del nuevo éxodo que, junto con Él, haréis hacia mí. Bien sabe Jesús que es la Voz, la Palabra del Padre; que ha sido enviado por Él como Buen Pastor para conducirnos a lo largo de este nuevo y definitivo éxodo. De ahí su exhortación a sus discípulos en la última cena: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6).

Escuchadle, porque su Voz os dará fuerzas para acallar toda violencia de las aguas; no hay torrente o tempestad por muy estruendosa que sea arremetiendo vuestras almas, que no termine por ser aplacada. Y es que el amor y la fuerza que nacen de esta Voz se sobreponen a todo ímpetu de las aguas. Lo testificó la esposa del Cantar de los Cantares: “Ni las grandes aguas ni los grandes ríos pueden anegar ni apagar el amor” (Ct 8,7a).

A la luz de la Teofanía del Tabor, podemos hablar también de Teofonía porque Dios se hizo audible con su Voz. Nos acercamos con inmensa ternura a la figura de Juan Bautista, el que se sabía y reconocía como precursor de la Voz. Podríamos hacer una atrevida interpretación de aquella su confesión de fe cuando le preguntaron algunos de sus discípulos si él era el Mesías que esperaban. Les dijo que no, que era solamente una voz, que la Voz venía detrás de él y que era eterna (Jn 1,30).

 

Hombres para la eternidad

Precioso, sin duda, el testimonio, la confesión que hemos puesto en la boca del Bautista moviendo un poco la forma, mas no el fondo de sus palabras. Seguimos con él y nos descubrimos ante la sublimidad que alcanza su adhesión al Señor Jesús. Más adelante, ante la duda que todavía persiste por parte de algunos de si es o no el Mesías, despeja toda incertidumbre con esta proclamación que sabe mucho a pastoreo. Se olvida de sí mismo a favor de sus discípulos a fin de que éstos se encuentren con la Verdad, con el Mesías. Les dice: “…El que tiene a la esposa es el esposo; pero el amigo del esposo, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del esposo” (Jn 3,29a).

Es confesión y testimonio de amor, sí, mas también resplandece su plenitud como pastor. Sin pretenderlo, nos acaba de dar las pautas de cómo quiere Dios que sean sus pastores. Lo son según su corazón porque no miran por su vida, tampoco lo necesitan pues la tienen recogida en buenas manos, las de Dios; no, no miran por su vida sino por la de sus ovejas. La mayor alegría de Juan Bautista reside en que sus ovejas oigan la Voz. Nos estremece la elegancia del precursor de Jesús, su saber ser y estar. Al “desprenderse” de sus discípulos, no se siente herido o sacrificado como si fuera una loba a quien arrebatan sus lobeznos. Todo lo contrario, su alma rebosa, exultante; sensaciones desconocidas la hacen vibrar, y es que no es para menos. ¿No va el mismo Dios a penetrar el alma de este hombre que sabe ser y estar, que sabe dar paso a la Voz a fin de que sus ovejas “tengan vida en abundancia”? (Jn 10,10).

No, no hay aceptación “sacrificada y melancólica” de la voluntad de Dios, sino plenitud de gozo, él mismo nos lo hace saber. Después de decirnos que se alegra mucho con la voz del esposo, testifica: “Ésta es, pues, mi alegría que ha alcanzado su plenitud” (Jn 3,29b).

Juan Bautista es imagen del pastor sabio, consecuente, honesto con Dios y con sus ovejas. Sabe bien que no es el esposo del alma de nadie, tiene en su mente y en su corazón tantas profecías que recorren el Antiguo Testamento acerca de Dios como único Esposo del alma del hombre. Con la Encarnación del Hijo estas promesas alcanzan su cumplimiento. Nuestro amigo se alegra indeciblemente cuando su voz se echa a un lado para dar paso a la del Hijo de Dios. No sé si tendremos la suficiente capacidad imaginativa para hacernos una idea de lo que pudo pasar en el corazón, alma y entrañas del Bautista cuando oyó la Voz dirigiéndose a sus discípulos en estos términos: “Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres” (Mc 1,17…).

La figura de Juan Bautista, su voz anticipadora de la Voz, nos revela no poca ternura, y también sensatez y sabiduría; así como -repito una vez más- un saber ser y estar como pastor. Salvando las infinitas distancias, al igual que Dios Padre en el Tabor orientó los oídos de los tres discípulos hacia el Pastor diciéndoles “escuchadle, oídme a mí y seguidle a Él que es mi Palabra”, de la misma forma, -repito, salvando la distancia infinita- el Hijo de Dios proclamará solemnemente que todos aquellos que escuchen la voz de los pastores según su corazón están escuchándole a Él mismo: “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha” (Lc 10,16a). Siguiendo o, mejor dicho, completando la figura de Juan Bautista en cuanto pastor según el corazón de Dios, podemos decir que fue pastor no según su voz sino según la Voz de Dios.

Pastores según su propia voz los hay. Adhesiones voluntaristas, provocadas en general por el prurito de estar a la última en cuanto a sabiduría humana se refiere, la experiencia nos dice que su recorrido es muy corto. Son voces cuyo resonar dura lo que una radio que se alimenta con pilas y sin repuesto disponible.
Los pastores según el corazón de Dios son, al igual que Juan Bautista, según su Voz. Son hombres para la eternidad porque proclaman palabras eternas; son hombres de eternidad por ser hijos de la Palabra. Por todo ello son conscientes de que su predicación no es suya sino manantial que fluye de la Voz. Su Buen Pastor les da palabras que son “espíritu y vida” (Jn 6,63) para sus ovejas.

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