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viernes, 30 de julio de 2021

Salmo 61(60) - Oración de un desterrado

 Texto Bíblico

¡Oh Dios, escucha mi grito,
atiende a mi súplica!
Desde los confines de la tierra te invoco con el corazón abatido.
iElévame sobre la roca! iCondúceme!
Porque tú eres mi refugio,
mi bastión ante el enemigo.
Habitaré por siempre en tu tienda,
me refugiaré al amparo de tus alas.
Porque tú, oh Dios, escucharás mis votos, y me darás la herencia
de los que temen tu nombre.
Añade días a los días del rey,
que sus años alcancen varias generaciones.
Que reine siempre en presencia de Dios, que lo protejan tu amor y tu fidelidad.
Entonces tañeré a tu nombre sin cesar, y cumpliré mis votos día tras día.

Reflexiones del padre Antonio Pavía al Salmo 61.- ¿Quién es tu huésped?

Una vez más escuchamos el grito de dolor de un fiel israelita, a quien vemos invadido por la tristeza, por el hecho de encontrarse, junto con su pueblo, sufriendo la calamidad del destierro. 

Hemos visto en el salmo cómo este fiel ha considerado que su mayor alegría sería la de llegar a habitar por siempre en su tienda. Pues bien, Dios le responde y, en él, a todo ser orante, que es Él quien desea ser «huésped de la tienda del hombre». Así lo vamos a ver a través del evangelio de Jesucristo: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23).

Es el mismo Jesucristo el que nos dice que, todo aquel que guarda su Palabra, o sea, su Evangelio, tiene a Dios como huésped. Esta es la garantía de que realmente un hombre ama a Dios, tal y como Él mismo nos advierte. Es un guardar la Palabra a fin de que Él, en persona, provoque, con su presencia, la fuerza para amar a los hermanos, que son todos los hombres.

Es un amor que no nace de nuestros compromisos o propósitos, ya que estos son tan caducos como frágiles. Este amor nace de Dios, a quien tenemos como huésped. Él nos da la vida para poder servir a nuestros hermanos con misericordia, es decir, mucho más allá de que estos nos agradezcan o se muestren ingratos. De hecho, cuando no tenemos la fuerza de Dios dentro de nosotros, la ingratitud de los hermanos a quienes servimos se convierte en la tumba de nuestros propósitos, de nuestros deseos de hacer el bien. Esto acontece porque el agradecimiento es la moneda que esperamos de los hombres. Esperamos de ellos su paga por nuestros desvelos. El hombre de fe que, como tal, es portador de Dios, lo tiene como huésped, sabe que es Dios quien le paga «cada día», que no espera a mañana. 

«El que no me ama no guarda mis palabras. Y la Palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado» (Jn 14,24). Jesús afirma: «El que no guarda mis palabras» –refiriéndose al hombre para el cual no es importante que Dios sea o no su huésped– «no me ama». Retrata a aquellos que pretenden, incluso creen, que son discípulos suyos, pero sin contar con Él. Actúan por su cuenta, apoyándose en sus buenas intenciones o consideraciones piadosas y no en el Dios que les habla. Dios quiere ser huésped del hombre, vivir con él y, así, actuar desde él para que la luz de la misericordia se haga visible en su entorno. Dios quiere ser huésped y, a este respecto, no hace distinción de personas. Sobre todo, no mira la situación moral de quien acude a Él en actitud de amorosa y obediente escucha. Su amor y su fuerza son infinitamente mayores que todos los pecados que un hombre pueda albergar.

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