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viernes, 19 de julio de 2024

SALMO 72(71) El rey prometido (Salmo de Salomón)


Texto Bíblico

Oh Dios, confía tu juicio al rey, y tu justicia al hijo del rey.

Que gobierne a tu pueblo con justicia, a tus pobres conforme al  derecho.

Que los montes traigan la paz, y las colinas la justicia.

Que él defienda a los pobres del pueblo, salve a los hijos del indigente y aplaste a sus explotadores.

Que dure tanto como el sol y la luna, de generación en generación.

Que baje como lluvia sobre el césped, como llovizna que riega la tierra.

Que en sus días florezca la justicia y una gran paz hasta que falte la luna.

Que domine de mar a mar, del Gran Río hasta los confines de la tierra.

Que en su presencia se inclinen sus rivales y sus enemigos muerdan el polvo.

Que los reyes de Tarsis y de las islas le paguen tributos. Que los reyes de Saba y de Arabia le ofrezcan sus dones.

¡Que se postren ante él todos los reyes, y le sirvan todas las naciones!

él libera al pobre que clama, y al indigente que no tiene protector.

Él se apiada del débil y del indigente, y salva la vida de los pobres.

Él los rescata de la astucia y la violencia, porque su sangre es preciosa a sus ojos. 

¡Que viva y que le traigan el oro de Saba! ¡Que recen por él continuamente, y lo bendigan todo el día!

Que haya abundancia de trigo en los campos,by que ondee en la cima de los montes.

Que den fruto como el Líbano, y broten las espigas como la hierba del campo.

Que su nombre permanezca para siempre, y su fama dure como el sol:

¡Que él sea la bendición de todos los pueblos, y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra!

iBendito sea el Señor, Dios de Israel, porque sólo él hace maravillas!

iBendito por siempre su nombre glorioso!

¡Que toda la tierra se llene de su gloria!

¡Amén! ¡Amén!

 (Fin de las oraciones de David, hijo de Jesé)


https://youtu.be/LL4-zp_JxGI


REFLEXIONES DEL PADRE ANTONIO PAVÍA ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


 Paz y pastoreo

Las Sagradas Escrituras nos presentan hoy una aclamación, un salmo real que va describiendo a un rey que, asistido por Dios, traerá la paz no solo a su pueblo, Israel, sino a todo el mundo; paz que abarcará de uno a otro confín de la tierra. Nos anuncia proféticamente la paz mesiánica: «Oh Dios, confía tu juicio al rey, y tu justicia al hijo del rey. Que gobierne a tu pueblo con justicia, a tus pobres conforme al derecho... Que en sus días florezca la justicia y una gran paz hasta que falte la luna. Que domine de mar a mar, del Gran Río hasta los confines de la tierra».

Es indudable que el Espíritu Santo inspiró al autor del salmo para anticiparnos a Aquel que es nuestra paz: Jesucristo. Con este título nos lo presenta el apóstol Pablo: «Porque Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad» (Ef 2,14).

El Hijo de Dios es, efectivamente, la paz del hombre. Él mismo dice que nos da su paz, que no es como la que da el mundo: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27). Es cierto que el mundo da una paz, pero Jesucristo marca la diferencia entre una y otra. La paz que da el mundo, a causa del pecado que subyace en él, es siempre inestable, algo así como si estuviera sujeta con hilos. La paz del Mesías, que ya anuncia el salmo, permanece para siempre; y así nos viene expresado con este lenguaje simbólico y ricamente expresivo: «Que dure tanto como el sol y la luna, de generación en generación». Es por eso que Jesucristo puede acercarse al hombre con esta buena noticia: te doy mi paz, la que permanece para siempre por que no tiene fin.

Jesucristo es la paz de Dios sobre el hombre, y esta es lo primero que concede a los apóstoles, sobrecogidos y temerosos, encerrados en el cenáculo después de los dolorosos acontecimientos de , vencedor de la muerte, vencedor de todos los miedos del hombre, se presenta ante ellos y les dice por dos veces la paz con vosotros (Jn 20,19-21).

Paz que, como hemos leído, rompe todas las fronteras; paz que no distingue entre razas, culturas o pueblos. El Hijo de Dios, al alabar la fe del centurión romano, inmensamente superior y más profunda que la de los estudiosos de , dijo a los que le escuchaban: «Os digo que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande»; e, inmediatamente, proclama la paz universal bajo la figura del banquete del Reino: «Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos» (Mt 8,10-11).

Volvemos al salmo y observamos que se anuncia con insistencia la promesa de que el Mesías será portador de la paz que libera y levanta a los pobres, a los humildes, a los desdichados... «Porque él librará al pobre que clama, al indigente que no tiene protector. Él se apiada del débil y del indigente... Él los rescata de la astucia y la violencia, porque su sangre es preciosa a sus ojos».

Los pobres, los humildes, los desdichados..., los mismos que Jesús vio y que hicieron estremecer su corazón. San Mateo nos cuenta este detalle cuando Jesucristo posó sus ojos sobre toda aquella muchedumbre enferma que abría sus oídos a las palabras que salían de su boca, y nos lo cuenta así: «Al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36). Llama la atención la claridad con que se nos indica que el mal que sufre esta muchedumbre acontece por falta de pastoreo.

Ya el profeta Ezequiel había denunciado en nombre de Dios a los pastores de Israel con estas palabras tan fuertes: «No habéis fortalecido a las ovejas débiles, no habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba herida..., y ellas se han dispersado por falta de pastor y se han convertido en presa de todas las fieras del campo; andan dispersas. Mi rebaño anda errante por todos los montes... sin que nadie se ocupe de él ni salga en su busca» (Ez 34,4-6).

Ante esta situación y porque Dios ama inconteniblemente al hombre, a todo hombre, pone en la boca de Ezequiel una promesa: «Yo mismo seré el pastor». Escuchemos al profeta: «Porque así dice el Señor Yavé: aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él... Vosotras, ovejas mías, sois el rebaño humano que yo apaciento, y yo soy vuestro Dios, oráculo del Señor Yavé» (Ez 34,11.31).

Dios, que es siempre fiel a sus promesas; Dios, que vela por todo hombre en su debilidad, suscita a su propio Hijo como pastor, cumpliendo así su Palabra. Jesucristo es el que nos pastorea por el camino de la paz, como profetiza Zacarías ante el nacimiento de su hijo Juan Bautista. Nos dice que Yavé ha suscitado al Mesías «para guiar nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,79). Jesús mismo proclama que es «el Buen Pastor que da su vida por las ovejas» (Jn 10,11).


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