1 El Señor es Rey, vestido de majestad,
el Señor está vestido y ceñido de poder:
el mundo está firme y nunca vacilará.
2 Tu trono está firme desde el origen,
y tú existes desde siempre.
3 Levantan los ríos, oh Señor,
levantan los ríos su voz,
levantan los ríos su fragor.
4 Pero más que el estruendo de las aguas torrenciales,
más imponente que el oleaje del mar,
más imponente es el Señor en las alturas.
5 Tus testimonios son efectivamente firmes,
la santidad es el adorno de tu casa,
Señor, por días sin término.
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
La majestad de Dios
Es este un himno solemne que proclama la realeza y majestad
de Dios sobre toda la creación. Su trono es eterno como
eterno es su poder: «El Señor es Rey, vestido de majestad,
el Señor está vestido y ceñido de poder: el mundo está
firme y nunca vacilará. Tu trono está firme desde el
origen, y tú existes desde siempre».
En medio de este canto triunfal se hace mención de las
aguas, que también manifiestan su poder levantando sus
bramidos: «Levantan los ríos, oh Señor, levantan los ríos
su voz, levantan los ríos su fragor». Con frecuencia, las
aguas aparecen en la Escritura como la sede de las fuerzas
del mal; fuerzas que son hostiles a Dios, a su pueblo y, en
general, al hombre.
Nos acercamos a Job y nos hacemos eco de su queja y
lamento. No comprende la prueba por la que Dios le está
haciendo pasar y le interpela, le pregunta si acaso ve en
él al monstruo marino para que le castigue tanto: «Por eso
no he de contener mi boca, hablaré en la angustia de mi
espíritu, me quejaré en la amargura de mi alma. ¿Acaso soy
yo el mar, soy el monstruo marino, para que pongas guardia
contra mí?» (Job 7,11-12).
Por su parte, el profeta Isaías anuncia la invasión
que va a sufrir Israel a causa de su culto vacío e
idólatra. Profetiza que Yavé mismo llamará al invasor para
asolar al pueblo, y compara la fuerza de sus ejércitos con
el bramido del mar: «He aquí que el Señor hace subir contra
ellos las aguas del río embravecidas y copiosas. Desbordará por todos sus cauces –el rey de Asur con toda su fuerza–,
invadirá todas sus riberas. Seguirá por Judá anegando a su
paso hasta llegar al cuello...» (Is 8,7-8).
Son muchos los textos de la Escritura en los que se
manifiesta el poder destructor de las aguas. Poder que, a
veces, se interpone ante la acción de Yavé para salvar a su
pueblo; como, por ejemplo, las aguas del mar Rojo que
impedían a los israelitas salir de Egipto hacia la
libertad. Dios ejerció entonces su poder ante el cual las
aguas destructoras se abrieron, dejando un camino para que
el pueblo pudiese traspasarlas (cf Éx 14,15-31).
Este hecho salvífico de Dios para con su pueblo, sirve
de argumento al profeta Isaías para forzar a Yavé a que
mire con amor a Israel, que sufre el destierro, y vuelva a
salvarlo: «¡Despierta, despierta, revístete de poderío, oh
brazo de Yavé! ¡Despierta como en los días de antaño, en
las generaciones pasadas! ¿No eres tú el que partió a
Leviatán, el que atravesó el Dragón? ¿No eres tú el que
secó la mar, las aguas del gran Océano, el que trocó las
honduras del mar en camino para que pasasen los rescatados?» (Is 51,9-10). Como vemos, Isaías describe las
aguas destructoras como la morada de Leviatán, el dragón
marino que simboliza la resistencia a Dios.
Observamos en el salmo que, si bien se anuncia el
poder de las aguas, se da paso inmediatamente al poder
superior de Dios que se impone sobre ellas: «Pero más que el
estruendo de las aguas torrenciales, más imponente que el
oleaje del mar, más imponente es el Señor en las alturas».
A la luz de estos y tantos otros textos del Antiguo
Testamento que marcan la experiencia de Israel, podemos
captar el profundo significado que tiene el milagro del
Señor Jesús cuando, estando con sus discípulos en la barca,
calmó la tempestad que se había levantado. «Jesús, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: ¡Calla, enmudece! El viento se calmó y sobrevino una gran
bonanza. Y les dijo: ¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe? Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: Pues, ¿quién es este que hasta el viento y el mar le obedecen?» (Mc 4,39-41).
El Señor Jesús, al levantarse sobre la barca y ejercer su dominio sobre el mar y sus olas gigantescas, está
manifestando ante sus discípulos su divinidad. En efecto, los discípulos, empapados de las Escrituras, como todos los
israelitas, tenían conciencia de que el poder sobre las fuerzas del mar era un atributo exclusivo de Yavé. Tenían claro que Dios había dado a los profetas poder para hacer
milagros, incluso resucitar muertos, como en el caso de Elías. Pero no tenían conciencia de que nadie hubiera sido revestido con el poder de dominar y silenciar las aguas,
como habían visto en Jesús. De ahí esa exclamación, mitad de asombro mitad de incredulidad, ¿Quién es este que hasta
le obedecen las aguas?
Por su parte, Jesucristo es consciente de que acaba de
manifestar un signo evidente de su divinidad, de que ha ejercido un atributo de Yavé. Es consciente también de que sus discípulos no son capaces de asimilar este
descubrimiento. Por eso les interpela con estas palabras:
¿Por qué tenéis tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe? A fin de
cuentas, lo que está en juego en los apóstoles es su propia vida, ya que aceptar la divinidad del Señor Jesús supone quedarse prendidos de por vida a las palabras que salen de
su boca: su santo Evangelio. Dilema antiguo que cayó sobre los apóstoles, dilema nuevo porque es el nuestro: No se puede disociar el creer en el Señor Jesús, del adherirse con toda la fuerza de nuestro ser a su mensaje.
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