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jueves, 26 de septiembre de 2024

Salmo 91(90).- Bajo las alas divinas

1 Tú que habitas al amparo del Altísimo,
y vives a la sombra del Omnipotente,
2 di al Señor: «iRefugio mío, alcázar mío,
Dios mío, confío en tU».
3 Él te librará de la red del cazador,
y de la peste mortal.
4 Te cubrirá con sus plumas,
y debajo de sus alas te refugiarás.
Su brazo es escudo y armadura.
sNo temerás el terror de la noche,
ni la flecha que vuela de día,
6 ni la epidemia que camina en las tinieblas,
ni la peste que devasta a mediodía.

7Caigan a tu lado mil
y diez mil a tu derecha,
a ti no te alcanzará.
8 Basta que mires con tus propios ojos,
para que veas el salario de los malvados,
9 porque hiciste del Señor tu refugio,
y tomaste al Altísimo como defensor.
10 La desgracia nunca te alcanzará,
ninguna plaga llegará hasta tu tienda,
11 pues ha ordenado a sus ángeles
que te guarden en tus caminos.
12 Te llevarán en sus manos,
para que tu pie no tropiece en la piedra.
13 Caminarás sobre serpientes y víboras,
y pisarás leones y dragones.
14 «Yo lo libraré, porque se ha unido a mí.
Lo protegeré, pues conoce mi nombre.
Él me invocará y yo responderé.
15 Con él estaré en la angustia.
Lo libraré y lo glorificaré.
16 Lo saciaré de largos días,
y le haré ver mi salvación».

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

En el secreto de Dios

Este salmo es un canto de alabanza hacia el hombre que sabe 
vivir en el secreto de Dios. Es tal la intimidad que tiene 
con Él, que aun en las más terribles pruebas tiene la 
suficiente confianza para decirle: ¡Refugio mío, alcázar 
mío! «Tú que habitas al amparo del Altísimo, y vives a la 
sombra del Omnipotente, di al Señor: “¡Refugio mío, alcázar 
mío, Dios mío, confío en ti!“».
Ya desde estos primeros versículos, nuestros ojos se 
vuelven veloces hacia Jesucristo. Él vivió su secreto en el 
Padre de quien brotó la fuente de sabiduría que orientó sus 
pasos en el cumplimiento de su misión.
En el Señor Jesús, más que en ningún otro ser humano, 
se cumple la palabra de Dios cuando nos anuncia que «la 
mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el 
hombre mira las apariencias, pero Yahvé mira el corazón»
(1Sam 16,7). Efectivamente, la mirada de los hombres sobre 
Jesucristo no fue capaz de ver en Él más que al hijo de un 
carpintero (cf Mt 13,55). A partir de entonces, esta mirada 
se hizo cada vez más necia e insensata hasta que dio lugar 
al juicio que le llevó a la crucifixión. El Señor Jesús, 
prisionero de la confusión provocada por tanto juicio 
inicuo, apoyó su espíritu en Aquel, el único que le conocía 
verdaderamente, Aquel cuyos ojos traspasaba las apariencias 
y alcanzaba su corazón: su Padre.
Recordémosle en el huerto de los Olivos. En plena 
noche, cuando sus discípulos Pedro, Santiago y Juan caen 
vencidos por el sueño, el Señor Jesús, aun adueñándose el 
temor de todo su ser, saca del tesoro secreto de su corazón 
la oración más profunda que pueda generar la fe: «Padre, si 
quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi 
voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42).
Esta oración no es la de un héroe, sino la de alguien 
que se sabe Hijo de Dios. Por ello y consciente de su 
cercana y terrible muerte, sabe que su Padre no dejará de 
ser su roca de salvación. En este atar su voluntad a la 
voluntad de su Padre, vemos el cumplimiento del salmo al 
proclamar: «Yo lo libraré, porque se ha unido a mí. Le 
protegeré, pues conoce mi nombre».
Abrazarse a Él, atarse a su voluntad, este fue el 
gesto y la decisión de Jesús cuando fue conducido a la 
muerte. Abrazado primeramente a ella, esta tuvo que dejar 
su presa ante el acto amoroso del Padre que le arrancó del 
sepulcro. 
Volvemos al salmo para escuchar este anuncio: «Él me 
invocará y yo responderé. Con él estaré en la angustia. Lo
libraré y lo glorificaré». Me llamará... y oímos al Señor 
Jesús pronunciando el nombre del Padre casi al borde de la 
desesperación: ¡Padre, por qué me has abandonado! 
Sobrepuesto de la tentación, volvió a pronunciar su nombre 
con la certeza de su salvación, sabía que Él le 
glorificaría. Confesó como testigo con esta invocación la 
lealtad y fidelidad del Padre: «¡Padre, en tus manos 
encomiendo mi espíritu!». En tus manos, en tu fuerza, en 
Ti, que eres el único que me ha conocido, acompañado y 
consolado; en Ti, el único que, mirando mi corazón, me has 
hallado inocente; en Ti, el único en quien mis secretos 
mesiánicos han encontrado eco; en ti deposito mi vida y mi 
esperanza. ¡Tú me levantarás del sepulcro! 
Sabemos por el evangelio de san Lucas (24,1-8) que, al 
amanecer del domingo, unas mujeres se dirigieron al 
sepulcro con perfumes y aromas. Al entrar y hallando el 
sepulcro vacío, dos ángeles les dijeron: ¿por qué buscáis 
entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha 
resucitado.
¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? 
Eso fue lo que oyeron las mujeres. ¿Cómo iba a permanecer 
en la muerte alguien que ha puesto toda su confianza en 
Dios? El Dios que tuvo siempre misericordia de toda la
humanidad, incluida Israel, de todos sus pecados e 
idolatrías, ¿no iba a actuar en el único que mantuvo su 
inocencia? Habiendo cumplido el Hijo la voluntad del Padre, 
voluntad que le llevó hasta la muerte y muerte de cruz, 
¿iría ahora a defraudar la esperanza del que dio la vida 
con la certeza de recuperarla? ¿Cómo iba a dejarle a merced 
de la muerte? La esperanza de vida eterna de Jesucristo 
hacía parte de sus secretos con el Padre. Por eso el Padre 
quiso que las mujeres oyeran: ¡no busquéis entre los 
muertos al que está vivo! ¡No busquéis entre los derrotados 
al vencedor! ¡No busquéis entre los condenados por 
malhechores al que yo he declarado santo!
Los apóstoles, testigos de la obra gloriosa del Padre 
en su Hijo, la anuncian. Lo vemos, por ejemplo, en la 
siguiente predicación de Pedro: «El Dios de Abrahán, de 
Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres ha glorificado 
a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y de quien
renegasteis ante Pilato...» (He 3,13)

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