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miércoles, 2 de octubre de 2024

salmo 99(98) - Dios, rey justo y santo

1 El Señor es Rey: ¡tiemblan los pueblos!
iSentado sobre querubines: se estremece la tierra!
2 El Señor es grande en Sión,
excelso sobre todos los pueblos.
3 Reconozcan tu nombre grande y terrible:
«¡Él es santo!».
4 Reinas con poder y amas la justicia.
Tú has establecido la rectitud.
Administras la justicia y el derecho,
tú actúas en Jacob.
5 Ensalzad al Señor, Dios nuestro,
postraos ante el estrado de sus pies:
<<¡Él es santo!».
6 Moisés y Aarón, con sus sacerdotes,
y Samuel, con los que invocan el nombre del Señor,
clamaban al Señor y él les respondía.
7 Dios les hablaba desde la columna de nube
y guardaban sus mandamientos
y la ley que les había dado.
8 Señor, Dios nuestro, tú les respondías,
eras para ellos un Dios de perdón,
y un Dios vengador de sus maldades.
9 ¡Ensalzad al Señor, Dios nuestro,
postraos ante su monte santo!:
«¡El Señor, nuestro Dios, es Santo!».

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Jesucristo, Santo e Intercesor

Himno litúrgico que ensalza la realeza de Yavé. La elegía 
proclama festivamente atributos que reflejan la 
omnipotencia de Yavé: Él es Rey, es excelso, es santo. «El 
Señor es Rey: ¡tiemblan los pueblos! ¡Sentado sobre 
querubines: se estremece la tierra! El Señor es grande en 
Sión, excelso sobre todos los pueblos. Reconozcan tu nombre 
grande y terrible: “¡Él es santo!”».
Lo que llama la atención es que la inmensa grandeza de 
Dios no es óbice para que se abaje a escuchar y atender a 
cuantos le invocan; se nombra a algunos de los que 
intercedieron ante Él en favor del pueblo. Concretamente se 
cita a Moisés, a Aarón y a Samuel: «Ensalzad al Señor, Dios
nuestro, postraos ante el estrado de sus pies: “¡Él es 
santo!”. Moisés y Aarón, con sus sacerdotes, y Samuel, con 
los que invocan el nombre del Señor, clamaban al Señor y él 
les respondía».
Vamos a fijarnos en la figura de Moisés como 
intercesor. Sabemos que, una vez que el pueblo de Israel es 
liberado de Egipto, llega un momento en que ya no se fía ni 
de Moisés ni de Yavé en su caminar por el desierto. Deciden 
entonces modelar un becerro de oro al que puedan ver y 
tocar, y le llaman «su dios». Es evidente que están 
cansados de seguir a un «Dios-Yavé» que sólo se comunica 
con Moisés. 
Ante este hecho consumado, Yavé decide destruir a este 
pueblo que no ha sabido apreciar las maravillas y milagros 
que ha hecho en su favor, hasta el punto de volver su 
corazón a la idolatría. Entonces Moisés se interpone ante 
Yavé y el pueblo y, en su audacia –la audacia de los que 
intiman con Dios–, le hace lo que podríamos llamar una 
especie de chantaje: Si extermina al pueblo, los egipcios 
dirán que los sacó de su país para matarlos a medio camino 
antes de llegar a la tierra que les había prometido. Es 
más, Moisés le recuerda a Yavé que su promesa la hizo bajo 
juramento a los patriarcas Abrahán, Isaac y Jacob. 
Leemos el texto: «Moisés trató de aplacar a Yavé, su 
Dios, diciendo: “¿Por qué, oh Yavé, ha de encenderse tu ira 
contra tu pueblo, el que tú sacaste de la tierra de Egipto 
con gran poder y mano fuerte? ¿Van a poder decir los 
egipcios: por malicia los has sacado para matarlos en las 
montañas y exterminarlos de la faz de la tierra?... 
Acuérdate de Abrahán, de Isaac y de Jacob, a los cuales 
juraste por ti mismo: toda esta tierra que os tengo 
prometida la daré a vuestros descendientes, y ellos la 
poseerán como herencia para siempre”. Y Yavé renunció a 
lanzar el mal con que había amenazado a su pueblo» (Éx 32,11-14) 

Israel, a lo largo de su historia, va madurando 
espiritualmente de forma que poco a poco va asimilando la 
experiencia de que Yavé es alguien a quien se puede invocar 
y que no deja sin respuesta. Aún más, saben que Yavé es un 
Dios cercano, cosa que no pueden decir los demás pueblos 
acerca de sus dioses: «¿Hay alguna nación tan grande que 
tenga los dioses tan cerca como lo está Yavé, nuestro Dios, 
siempre que lo invocamos?» (Dt 4,7).
En la plenitud de los tiempos, así es como al apóstol Pablo le gusta señalar la encarnación del Hijo de Dios, éste, como nuevo Moisés, se interpone entre la santidad y 
vida eterna de Dios y la debilidad-muerte del hombre. 
Jesucristo es el verdadero y definitivo intercesor del 
hombre ante su Padre. Se deja revestir de nuestra muerte 
para que nosotros podamos ser revestidos de la vida eterna 
y santidad que son propias de Dios. El apóstol puntualiza 
que el Señor Jesús intercede por el hombre haciéndole pasar 
de la condenación a la justificación, es decir, le hace 
partícipe de la santidad de Dios: «Si Dios está con 
nosotros, ¿quién contra nosotros?... ¿Quién acusará a los 
elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién 
condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún, el 
que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros?» (Rom 8,31-34). 
Reparemos en que Pablo lanza esta pregunta y no la deja en el aire, sino que a continuación proclama en su 
respuesta el incomprensible e inaudito amor que Dios ha 
manifestado al hombre por medio de su Hijo Jesucristo: 
«¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, 
¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la 
desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?... Pero en todo esto 
salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rom 8,35-37).
Por su parte, San Juan señala con fuerza el hecho de 
que el Señor Jesús, asumiendo que los hombres somos 
extremadamente débiles, actúa permanentemente como abogado 
ante el Padre. En realidad, nuestra conversión a Dios tiene 
como caldo de cultivo el no desertar de nuestra debilidad, 
me refiero a no hacer promesas imposibles que son 
incompatibles con nuestra pobreza existencial.
En definitiva, se trata de tener la humildad y el realismo 
cosidos a nuestro ser de forma que, más que «hacer por Dios», habremos de dejar a Él hacer por nosotros. Y esto con una certeza, todo lo que haga en y por nosotros 
revierte en bien para toda la humanidad. Lo hemos percibido 
repetidamente en todos los santos. 
Concluimos con este texto de Juan que refleja la 
fuerza de nuestro Señor Jesucristo como intercesor: «Hijos 
míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno 
peca, tenemos a uno que aboga ante el Padre: a Jesucristo, 
el Justo» (1Jn 2,1)

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