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miércoles, 27 de noviembre de 2024

Salmo 121(120). El guardián de Israel (Dios, nuestro guardián)


1 Cántico para las subidas.
Levanto mis ojos a los montes:
¿de dónde vendrá mi auxilio?
2 Mi auxilio viene del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.
3 Él no permitirá que tropiece tu pie,
itu guardián nunca dormirá!
4 No, no duerme ni cabecea
el guardián de Israel.
5 El Señor te guarda a su sombra,
él está a tu derecha.
6 El sol no te herirá de día,
ni la luna de noche.
7 El Señor te guarda de todo mal,
él guarda tu vida.
s El Señor guarda tus entradas y salidas,
desde ahora y por siempre.

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo

Salmo 121
Dios, nuestro guardián

Este salmo evoca el estado anímico de un hombre a quien 
podemos definir como buscador de Dios. Son muchas las 
pruebas que ha de afrontar en su búsqueda, y tiene la 
sabiduría para asumir que no puede realizar su camino hacia 
Dios si Él mismo no le protege y sostiene, si no vela por 
él en sus dudas y sufrimientos. Y así vemos cómo se dirige 
a Él con un título extraordinariamente significativo: su 
auxilio y su guardián. Dios, vigilante celoso de su camino, 
actuará para que sus pies no titubeen ni se desvíen: 
«Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde vendrá mi 
auxilio? Mi auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la 
tierra. Él no permitirá que tropiece tu pie ¡tu guardián
nunca dormirá!... El Señor te guarda de todo mal, él guarda 
tu vida».
La espiritualidad del salmista enlaza con la 
experiencia vivida por Israel la noche en que salió de 
Egipto hacia la libertad. A pesar de la imposibilidad de 
que un pueblo esclavo pudiese traspasar el umbral de la 
opresión a que le tenía sometido un país poderosísimo como 
Egipto, Israel salió. No emprendió su marcha a escondidas 
sino ante los ojos de sus opresores. Israel sabe que su 
éxodo fue posible porque, en aquella noche santa, Yavé 
actuó como su guardián custodiando y dirigiendo sus pasos: 
«El mismo día que se cumplían los cuatrocientos treinta 
años, salieron de la tierra de Egipto todos los ejércitos 
de Yavé. Noche de guarda fue esta para Yavé, para sacarlos 
de la tierra de Egipto» (Éx 12,41-42).
Son muchos los textos que, a lo largo del Antiguo 
Testamento, reflejan la figura de Yavé como centinela y 
guardián de su pueblo, remarcando bien que lo es porque Él 
mismo se manifiesta como garante y valedor de las palabras 
de liberación que ha proclamado sobre su pueblo. Cada 
palabra es como un juramento del que no puede 
desentenderse.
A este respecto, podemos profundizar en el hecho de 
cómo llama Dios a Jeremías para el ministerio profético. La 
primera reacción del profeta ante la llamada es la del 
temor hasta el punto de que pone a Dios de manifiesto su 
incompetencia. ¡No puedo hablar en tu nombre! ¡Soy un 
muchacho y ni siquiera sé expresarme! Dios le responde que 
sí, que sabe muy bien que no es capaz de expresarse. La 
cuestión es que nadie puede expresar ni comunicar la 
sabiduría, la palabra de Yavé. Hay un abismo infranqueable 
entre la palabra y sabiduría humanas y la palabra y 
sabiduría de Dios. 
Dios da a Jeremías una garantía para acallar sus 
protestas y excusas, que no dejan de ser legítimas. Yavé 250

extiende su mano, toca la boca del profeta y le dice: Yo 
mismo pongo mis palabras en tu boca, no temas, yo estoy 
contigo.
Como Dios sabe que todo hombre es duro de corazón para 
creer, y Jeremías no es una excepción, se sirve de un signo 
que tiene ante sus ojos para fortalecer su corazón. Veamos 
este texto: «Entonces me fue dirigida la palabra de Yavé en 
estos términos: ¿Qué estás viendo, Jeremías? Una rama de 
almendro estoy viendo. Y me dijo Yavé: Bien has visto. Pues 
así soy yo, velador de mi palabra para cumplirla» (Jer 
1,11-12).
Almendro en hebreo significa vigilante, centinela 
atento. Es un árbol que está como al acecho de la 
primavera, por eso es el primero en echar sus flores y sus 
frutos. Es como si Dios estuviera diciendo a Jeremías: 
Mira, he puesto mis palabras en tu boca, no tengas miedo 
porque yo seré tu guardián; yo seré valedor y garantía de 
que mis palabras puestas en ti darán su fruto. Tú limítate 
a acogerlas y a guardarlas... obedece y el fruto déjamelo a 
mí... yo estaré como guardián en vela hasta su 
cumplimiento.
Este matiz, tan bello y profundo de la espiritualidad 
de Israel, estalla en toda su fuerza y su luz en la persona 
de Jesucristo. Él se siente acompañado, guardado por su 
Padre, en su misión, aunque tenía la certeza de que todos, 
absolutamente todos, habrían de abandonarle. Así aconteció, 
efectivamente, cuando le prendieron: «Entonces los 
discípulos le abandonaron todos y huyeron» (Mt 26,56).
En la relación de comunión de Jesús con su Padre, se 
entrelazan amorosamente dos fidelidades tan intensas como 
íntimas. El Padre guarda como un centinela a su Hijo y, al 
mismo tiempo, este guarda con pasión la Palabra recibida 
del Padre: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no 
valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien 
vosotros decís: él es nuestro Dios, y sin embargo, no le 
conocéis. Yo sí que le conozco, y si dijera que no le 
conozco, sería un mentiroso como vosotros. Pero yo le 
conozco y guardo su palabra» (Jn 8,54-55).
El apóstol Juan transmite a sus oyentes la buena 
noticia de que esta fidelidad entre Jesús y el Padre –que 
tiene como base: Jesús que guarda la Palabra, y el Padre 
que le guarda a Él– se realiza en todo hombre-mujer que 
acoge y guarda con toda su alma la Palabra escuchada. El 
mismo Jesucristo, Hijo de Dios, se compromete a ser su 
guardián en todas sus pruebas: «Sabemos que todo el que ha 
nacido de Dios no peca, sino que el engendrado de Dios le 
guarda y el maligno no llega a tocarle...» (1Jn 5,18).251

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