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miércoles, 27 de noviembre de 2024

Salmo 146(145). Himno al Dios temible (Apoyáos en mí)




1 ¡Aleluya!

jAlaba, alma mía, al Señor!

2 Alabaré al Señor mientras viva.

¡Tocaré para mi Dios mientras exista!

3 ¡No pongáis vuestra seguridad en los poderosos,

en un hombre que no puede salvar!

4 ¡Exhalan el espíritu y vuelven al polvo,

y ese mismo día perecen sus planes!

5 Dichoso el que se apoya en el Dios de Jacob,

guien pone su esperanza en el Señor, su Dios.

6 El hizo el cielo y la tierra,

el mar y todo lo que existe en él.

Él mantiene su fidelidad eternamente,

7 hace justicia a los oprimidos,

y da pan a los hambrientos.

El Señor libera a los prisioneros.

8 El Señor abre los ojos de los ciegos.

El Señor endereza a los que se doblan.

El Señor ama a los justos.

9 El Señor protege a los extranjeros,

sustenta al huérfano y a la viuda,

pero trastorna el camino de los malvados.

10 El Señor reina eternamente.

¡Tu Dios, oh Sión,

reina de generación en generación!

¡Aleluya!


Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)


Salmo 146
Apoyaos en mí
El salterio nos ofrece este himno litúrgico de alabanza a 
Yavé, el único a quien el ser humano debe de rendir culto 
de adoración. A lo largo del salmo, el autor señala la 
razón por la que sólo Yavé es digno de alabanza y 
bendición, en contraposición a cualquier hombre por muy 
encumbrado que esté: «¡Alaba, alma mía, al Señor! Alabaré
al Señor mientras viva. ¡Tocaré para mi Dios mientras 
exista!». 
Yavé, como su propio nombre indica, «Es el que es», es 
decir, tiene la vida en y por sí mismo; y, precisamente, 
porque es vida por esencia, la puede dar y, de hecho, la 
da. En cambio, el hombre es apenas un soplo que, llegado su 
tiempo, se apaga; y, con él, todas sus obras y proyectos: 
«Exhalan el espíritu y vuelven al polvo, y ese mismo día 
perecen sus planes».
Partiendo de esta realidad, el salmista nos instruye 
catequéticamente. Es como si nos preguntara: ¿En quién 
confías tu vida?, ¿en alguien que, aunque sea un príncipe, 
no es más que un hijo de hombre, y que, como tal, no puede 
salvar? «¡No pongáis vuestra seguridad en los poderosos, en 
un hombre que no puede salvar!».
El versículo que acabamos de transcribir nos ilumina 
acerca de uno de los pilares básicos y fundamentales de la 
fe. Todos sabemos que la fe implica apoyarse en alguien. El 
salmista proclama con énfasis que la vida de un fiel 
israelita se apoya únicamente en Yavé, creador de los 
cielos y la tierra: «Dichoso el que se apoya en el Dios de 
Jacob, quien pone su esperanza en el Señor, su Dios. Él
hizo el cielo y la tierra, el mar y todo lo que existe en 
él».
Yavé anuncia, con énfasis, por medio del profeta 
Jeremías una maldición y una bendición. Maldición para todo 
hombre que apoye su vida, en todas sus dimensiones –
seguridades, elecciones, proyectos...– en cualquier otro 
hombre, por muy atrayentes que sean los bienes que ofrece a 
su corazón. Es maldito porque, al inclinar hacia él la 
balanza de su vida, paulatinamente se va alejando de Dios. 
Es maldito porque pone su ser en quien no tiene la vida y, 
por lo tanto, no le puede salvar: «Así dice Yavé: maldito 
sea aquel que confía en hombre, y hace de la carne su 
apoyo, y se aparta de Yavé en su corazón» (Jer 17,5).
En cambio, es bendito todo aquel que se apoya en Yavé. 
Bendito porque no se sentirá defraudado y porque no 
conocerá la confusión ni el fracaso; se trata del fracaso 
último, el que rasga inmisericordemente el telar de nuestra 
vida. Jeremías llama benditos a estos hombres, benditos 
porque sus raíces están plantadas en Dios, por lo que, aun 301

en medio de las pruebas y sufrimientos, no dejan de dar 
fruto: «Bendito sea aquel que se fía de Yavé, pues no 
defraudará Yahvé su confianza. Es como árbol plantado a las 
orillas del agua, que a la orilla de la corriente echa sus 
raíces. No temerá cuando viene el calor, y estará su 
follaje frondoso; en año de sequía no se inquieta ni se 
retrae de dar fruto» (Jer 17,7-8).
Volvemos al salmo, y nos damos cuenta de por qué se 
llama feliz al hombre cuyo apoyo y esperanza están en Yavé: 
porque Él no le abandona; le sostiene, le hace justicia y 
le protege. Nos lo dice en términos propios con que la 
espiritualidad de Israel define la acción de Dios con los 
suyos: «Hace justicia a los oprimidos, y da pan a los 
hambrientos. El Señor libera a los prisioneros. El Señor
abre los ojos de los ciegos. El Señor endereza a los que se 
doblan».
Dios ha bendecido a toda la humanidad al enviarnos a 
su Hijo. Él es la bendición de Dios sobre el hombre, y que 
se va manifestando y aconteciendo progresivamente. El Señor 
Jesús inicia su misión curando a ciegos, sordos, 
paralíticos, leprosos, etc., hasta que anuncia la noticia 
sorprendente: ¡Vengo a daros la vida! 
La vida que buscáis donde no está, y en quien no os la 
puede dar porque no la tiene. Yo la tengo en propiedad, yo 
Soy el que soy, igual que mi Padre. Yo os doy la vida 
eterna. Creed en mí, apoyaos en mí. No temáis, yo soy 
vuestro Maestro. Venid a mí, porque sólo yo puedo enseñaros 
a apoyaros en Dios.
En la medida en que las palabras del Maestro se 
adueñan de nuestro ser, crece nuestra fe, nuestro apoyo y 
confianza en Él. Él mismo dice que esta forma de creer es 
la que nos otorga la vida eterna: «Porque aquel a quien 
Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque da el 
Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo 
en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Jn 
3,34-36).
Es justamente este don, otorgado por Jesucristo, el 
eje de la predicación de los primeros apóstoles, como 
vemos, por ejemplo, en este texto de la Carta del apóstol 
Pablo a los romanos: «Al presente, libres del pecado y 
esclavos de Dios, fructificáis para la santidad; y el fin, 
la vida eterna. Pues el salario del pecado es la muerte; 
pero el don gratuito de Dios, la vida eterna en Cristo 
Jesús Señor nuestro» (Rom 6,22-23). 302

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