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Su
parte es Dios
Cuando Israel
culminó la conquista de la tierra que Dios le había prometido al liberarlo de
Egipto, a cada tribu le fue adjudicada una gran porción de tierra -hoy
llamaríamos región- donde instalarse. Todas tuvieron su porción menos la tribu
de Leví. No recibió su parte correspondiente por deseo expreso de Dios: Él
mismo se comprometió a ser su heredad. “Dios separó entonces a la tribu de Leví
para llevar el arca de la Alianza de Yahvé… Por eso Leví no ha tenido parte ni
heredad con sus hermanos: Yahvé es su heredad…” (Dt 10,8-9).
Dios es mi
parte y mi heredad, atestigua este salmista, hijo de la tribu de Leví, en una explosión de júbilo
incontenible. “El Señor es la parte de mi heredad y mi copa; mi suerte está en
tu mano, me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sl 16,5-6).
Nuestro amigo considera su elección como la fuente de sus alegrías, y es que no
puede pedir más. Así como el propietario de una finca agrícola está orgulloso
de la fecundidad de sus tierras, nuestro salmista exulta por la excelencia
sublime de la heredad que le ha tocado en el reparto.
El mismo Dios
confirma la confesión exultante del salmista al testificar solemnemente y en
primera persona, que Él es la herencia de los levitas; declaración solemne que
encontramos en el libro del Eclesiástico con respecto a Aarón, sacerdote de la
tribu de Leví. “…Aunque en la tierra del pueblo no tiene heredad, ni hay en el
pueblo parte para él, pues dijo: Yo soy tu parte y tu heredad” (Si 45,22).
“Yo soy tu
parte y tu heredad”. Con esta proclamación
disipa cualquier duda o peligro de ensoñación fantasiosa de los levitas,
como se podría atribuir al salmista cuando nos dijo que Dios era su porción y
su heredad. No, no era víctima del delirio sino una decisión de Dios, Él mismo
fue quien quiso que esta tribu fuera su heredad.
Jesús lleva a
su plenitud la herencia de la que hacen gala los levitas; herencia de la que
fueron testigos y también receptores los apóstoles que, alrededor de su mesa,
participaron de la Eucaristía en la noche de su Pasión. No fue una noche
cualquiera, fue la noche de las confidencias del Hijo con el Padre. El Hijo las
hizo públicas para enriquecer a los que las escuchaban; estaba claro su deseo
de que todos sus discípulos, a lo largo de la historia, participasen de la
misma relación confidencial con su Padre.
Fue en este
contexto cuando la Palabra se hizo Eucaristía y la Eucaristía se manifestó como
broche y culmen de la Palabra. En el vértice de su expansión afectiva, Jesús
dijo al Padre: “Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío” (Jn 17,10). Todo lo
que es del Hijo, es del Padre; y todo lo que es del Padre, es del Hijo. Ya no
hablamos de parte sino del Todo. Hablamos de que “el Padre está en el Hijo, y
el Hijo en el Padre” (Jn 14,10). Esta confidencia del Hijo se desliza como un
manantial de aguas vivas a través del subsuelo del Evangelio; marca un hito en
la Creación, pues abre al hombre, a todo hombre, a que su parte, su herencia,
alcance su plenitud que no es otra que Dios esté a su alcance.
No estamos
hablando de ciencia ficción, a no ser que consideremos el Evangelio del Señor
Jesús y a Él mismo como una quimera. La cuestión estriba en que creer en el
Hijo de Dios y extrañarnos por sus dones, por el hecho incomprensiblemente
sublime de la parte y heredad que nos ofrece, sería como desconfiar de Él. El
que dice que cree, al tiempo que rezuma esta desconfianza, de hecho se pone de
perfil ante el paso de Dios por su vida.
Con el oído atento a su
Palabra
El discípulo ha
aprendido a estar cara a cara con Dios, no de perfil. Cara a cara con el Señor
Jesús haciendo acopio de sus riquezas, colmando así los deseos y anhelos
infinitos que irrumpen desde el alma, se puso María de Betania. Sí, cara a cara
con Él, nos lo dice Lucas: “Yendo de camino, entró en un pueblo; y una mujer,
llamada Marta, le recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María,
que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra” (Lc 10,38-39). Este
texto es archiconocido, aunque quizá no tanto bajo esta luz. Nos parece ver en
ella el anhelo del levita: “¡Tú eres mi parte y mi heredad!” María, a los pies
de Jesús, está –como he dicho antes- haciendo acopio de la Palabra de Vida en
toda su riqueza, como nos diría Pablo (Col 3,16).
Marta, su
hermana, está bastante molesta; sin embargo, María está como suspendida en la
eternidad. No es que rehúya de las faenas ordinarias que se hacen en todas las
casas, pero no es ése el momento, no es que le falte generosidad. La cuestión
es que “está en Dios y Dios en ella” y no hay como “esquivar” a Dios, tampoco
lo quiere.
Jesús pone fin
al desencuentro, que es sólo temporal, entre las dos hermanas. De hecho abre a
Marta, y en ella a todos los que, de una forma u otra, estamos sujetos al
trabajo de cada día, a dar prioridad a la búsqueda de la parte y la heredad que
permanecen para siempre. Su hermana María ya la ha buscado y encontrado, por lo
que Jesús dice de ella: “Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas
cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la
parte buena, que no le será quitada” (Lc 10,41-42). Hay necesidad de pocas,
mejor dicho, de una sola… sí, María, a los pies de Jesús, está haciendo acopio
de la parte y heredad eterna. No tiene oídos más que para su Señor, y como dijo
la esposa del Cantar de los Cantares al encontrar al amor de su alma: “Encontré
el amor de mi alma. Lo he abrazado y no lo soltaré jamás” (Ct 3,4).
María de
Betania es icono de toda persona que, desde la sabiduría del corazón, va al
encuentro de Dios, buscando en Él la plenitud de los impulsos de su alma; no
hablamos de pietismo sino de realismo. Es movida por ambiciones, en el mejor
sentido de la palabra, que se despiertan en su interior; por eso no es
solamente icono de todo buscador de Dios, de todo aquel que desea ser discípulo
de su Hijo, sino también de todos aquellos que están inconformes con su
insatisfacción existencial, los que luchan por liberar la plenitud de la que
está forjada o dotada su alma. Vemos a esta mujer como la abanderada de los que
quieren disfrutar ya en este mundo de lo que les pertenece por derecho propio,
puesto que son imagen y semejanza de Dios (Gé 1,26). Esta es María, la de
Betania, la que luchó por la mejor parte, y como Jesús testimonió, la encontró
y nadie podrá arrebatársela.
Esta gran mujer
nos ofrece también rasgos de identidad que caracterizan a los pastores según el
corazón de Dios. Al igual que ella, éstos fraguan su corazón a los pies del
Evangelio; saben que el Hijo de Dios está vivo a lo largo de sus páginas
“irradiando vida e inmortalidad” (2Tm 1,10), irradiando la mejor parte y la herencia:
el mismo Dios.
A los pies de
la Palabra, como María de Betania, la vida de estos pastores se mueve en una
doble dirección que en realidad es la misma: Hacia su Buen Pastor, su Palabra,
y hacia los hombres, para que también ellos descubran la belleza incomparable
de su parte y su herencia. Toda persona tiene derecho a saber que lleva en su
alma semillas de eternidad, de infinitud, en definitiva, semillas de Dios; he
ahí la razón del afán y la fatiga de los pastores por ir a su encuentro.
Distribuyen el Misterio
de Dios
Los pastores
según el corazón de Dios han descubierto sus sellos divinos, y esto les lleva
no sólo a encontrarse con los demás hombres, sino, al igual que su Buen Pastor,
a ser sus siervos. Están al servicio de todos ofreciendo el Evangelio que les
diviniza. Porque son pastores según el corazón de Dios, el suyo propio es como
parte de Él, por eso pueden ir al servicio de los hombres y anunciarles:
¡Oídnos, Dios es vuestra parte y vuestra herencia! Escoged la Vida. A partir de
esta elección tenéis parte con Dios, pues así lo hizo saber a sus primeros
discípulos en la persona de Pedro cuando les lavó los pies: “Pedro le dice:
Señor, ¿lavarme tú a mí los pies? Jesús le respondió: Lo que yo hago, tú no lo
entiendes ahora; lo comprenderás más tarde. Le dice Pedro: No me lavarás los
pies jamás. Jesús le respondió: Si no te lavo, no tienes parte conmigo…” (Jn
13,6-8…).
A los pies de
Jesús, estos pastores se dejan iluminar, pues su Palabra “es la luz que ilumina
a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9). Es a los pies del Maestro que,
como dice san Agustín, “alcanzan a ver el corazón de la Palabra con los ojos
del corazón”, sí, con los ojos del corazón, como testifica Pablo (Ef 1,18) y
numerosos Padres de la Iglesia. Cómo no recordar también al papa san Gregorio
Magno cuando invita a la cristiandad a “escrutar las Escrituras hasta ver en
ellas el Rostro de Dios”. Sí, en la Palabra no solamente se oye a Dios como
Jesús oía al Padre, (Jn 12,49); también –repito- al igual que Jesús, se le ve
como Él le veía: “Yo hablo lo que veo junto al Padre” (Jn 8,38).
Sólo así, desde
su ver y oír a Dios en la Palabra, pueden sus pastores, los que llevan en su
corazón la pasión por la Verdad y la compasión por los hombres del mundo
entero, desvelar y revelarles el Misterio. Servidores de los hombres para
ofrecerles el Misterio de Dios, así es como los llama Pablo (1Co 4,1). Y ¿cómo
podrían partir el Misterio de Dios a sus hermanos si no fueran porque ellos
mismos hacen parte de Él?
Los pastores
según el corazón de Dios viven de asombro en asombro. Es que participar del
Misterio de Dios les sitúa en una realidad que les sobrepasa totalmente. Es tal
el impacto interior que viven, que Dios tiene que manifestárseles y decirles lo
mismo que Jesús dijo al ciego a quien curó; recordemos que le preguntó si creía
en el Hijo del hombre, y el ciego, como balbuciendo dijo: ¿Quién es para que yo
crea en Él? Jesús le respondió: Le has visto: el que está hablando contigo, ése
es” (Jn 9,37). Repito, si estos pastores no tuviesen la misma experiencia del
ciego, y no una sola vez sino intermitentemente a lo largo de su misión,
estarían expuestos a la locura.
En esta cadena
de asombros que viven los pastores según el corazón de Dios, destaco éste del
que se hace eco el apóstol Pablo. No le entra en la cabeza que Jesús le haya
considerado apto y digno “para confiarle el Evangelio” (1Ts 2,4). Será porque,
aun sabiendo que nadie es digno de recibir la Palabra de Vida, de partir el
Misterio de Dios, su intimidad más profunda, Él no conoce el ayer de Pablo sino
el hoy; y éste su hoy está enriquecido por su confesión de fe y amor a
Jesucristo que rompe todo molde, esquema moral e incluso culpabilidad: “Juzgo
que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi
Señor, por quien perdí todas las cosas…” (Flp 3,8). Ante un hoy así, Jesús no
duda en confiarle, poner en sus manos, el Misterio del Padre que es también el
suyo propio. Es como si dijera al Apóstol, y en él a todos los pastores que
hacen del Evangelio la razón de ser de su misión: Todo lo nuestro –lo mío y lo
de mi Padre- es vuestro.
Sólo desde una
vivencia así que entraña plenitudes y realizaciones aparentemente imposibles,
podemos entender la serenidad y el gozo que acompañó a Pablo a los largo de toda
su misión, incluso cuando fue confinado en las inhóspitas cárceles de Roma. Nos
ayudamos del testimonio que hace del Apóstol
uno de los más eximios Padres de la Iglesia, san Gregorio de Nisa:
“¿Quién no lo hubiera juzgado digno de lástima, viéndolo encarcelado, sufriendo
la ignominia de los azotes, viéndolo entre las olas del mar al ser la nave
desmantelada, viendo cómo era llevado de aquí para allá entre cadenas? Pero,
aunque tal fue su vida entre los hombres, él nunca dejó de tener los ojos
puestos en la cabeza, según aquellas palabras suyas: ¿Quién podrá apartarnos
del amor de Cristo?...”