lunes, 25 de septiembre de 2017

PASTORES SEGUN MI CORAZÓN .- CAPÍTULO XXXI.- MIRADOS POR DIOS (por el padre Antonio Pavía)


XXXI.-Mirados por Dios

 
Cuando Samuel fue enviado por Dios a la casa de Jesé para escoger a uno de sus hijos como rey en lugar de Saúl, le fue presentado el mayor de ellos, no sólo  por ser el primogénito, sino también por su prestancia y gallardía. Jesé suponía que Eliab, -así se llamaba el hijo mayor- habría de ser la persona en quien Dios se había fijado. De hecho esto fue lo que pensó  para sí: “Sin duda está ante Yahveh su ungido” (1S 16,6b). No sólo discurrió así él, sino también el mismo Samuel y, si vamos más lejos, cualquiera hubiera pensado igual. Sí, cualquiera menos el que llama y elige: Dios, quien dijo a Samuel: “No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo lo he descartado. La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, mientras que Dios mira el corazón” (1S 16,7-8).

La mirada de Dios llega hasta el corazón. Dios no se deja condicionar por las apariencias como nosotros. Indaga el corazón del hombre, y si descubre una pequeña rendija, por mínima que sea, a través de la cual pueda hacer la obra de sus manos, empieza su trabajo creador: un corazón nuevo. Dios prestó su mirada a Samuel de forma que, cuando éste tuvo delante a David, el más pequeño, el menos indicado de los hijos de Jesé para ser rey de Israel, oyó su voz que le dijo: “Levántate y úngelo, porque es éste” (1S 16,12b).

La mirada de Dios tiene sus propias coordenadas que no son las nuestras, tan pragmáticas como raquíticas a la hora de comprender los planes y proyectos de Dios. Esto es sobre todo importante a la hora de valorar la idoneidad espiritual de los demás. Recordemos, por ejemplo, cómo miró la ciudad de Jericó a Zaqueo cuando, en su deseo de ver a Jesús, se encaramó a un árbol. Los cientos de ojos que se fijaron en él no vieron más que a un publicano ladrón, extorsionador, impuro, etc. Jesús vio un corazón hambriento de vida, por lo que, desafiando los cientos de ojos acusadores, alzó los suyos hacia su corazón, le llamó por su nombre y le dijo: “Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede yo en tu casa” (Lc 19,5b). Te conviene a ti y me apetece a mí, pues he mirado tus ojos y tu corazón y sé lo que buscas, aun cuando tú aún no tengas plena conciencia de ello.

Entramos de lleno en la mirada de Jesús, la que se pasea casi despectivamente hasta sobrepasar la apariencia y alcanza el corazón. Es la mirada del Enviado del Padre. Ambos, el Padre y el Hijo, coinciden en su forma de llegar a lo más profundo del hombre. Ambos están libres de prejuicios, ostentaciones y fachadas deslumbrantes. A fuerza de mirarse el uno al otro, sondean confiadamente el corazón del hombre con sus ojos.

Si hay una persona, un apóstol en quien la mirada del Señor Jesús alcanza una fuerza de penetración implacable, y también una ternura inmedible, éste es Pedro. Recordemos su primer encuentro con Jesús tal y como nos lo cuenta Juan. Su hermano Andrés que, juntamente con Juan, había conocido a Jesús y reconocido en él al que todo Israel esperaba como Salvador, va su encuentro y se limita a decirle: “Hemos encontrado al Mesías”. Las grandes y buenas noticias no necesitan mucha prosa ni discurso. ¡Hemos encontrado al Mesías! Pedro oyó y se dejó llevar por su hermano donde Jesús, quien “fijando su mirada en él, le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan: Tú te llamarás Cefas, -que quiere decir, Piedra” (Jn 1,42).

Jesús fijó su mirada en Pedro. Le miró, le amó y le llamó: He ahí la triple dimensión de las elecciones del Hijo de Dios: mirar, amar y llamar; y, como eje central que une estos tres actos, la creación del discipulado. Al ser creación, se dejan de lado los pretendidos méritos adquiridos para ir directo al corazón de quien es llamado al discipulado/pastoreo. Los profetas del pueblo santo llamarán a esta forma de actuar de Dios “la circuncisión del corazón”. Dada nuestra impotencia para remover nuestro yo, Él mismo será quien lo haga. Empieza a trabajar en el hombre con su mirada interior. Así fue como empezó el Hijo de Dios su trabajo con Pedro: con su mirada.

 

Nobleza y grandeza

Tengamos en cuenta que hablamos de un pescador, probablemente bastante inculto, poco refinado, sin mucha querencia a recitar oraciones interminables, pero sí con la suficiente nobleza de corazón como para apreciar con gratitud infinita el hecho de que el Mesías hubiera fijado en él sus ojos. Pedro, el hombre rudo del mar, sintió que esa mirada había atravesado amorosamente su alma.

Si tuviéramos el don de saber la razón por la cual Jesús sondeó las interioridades de este hombre con su mirada y decidió nombrarlo Piedra de su Iglesia (Mt 16,18), podríamos afirmar que vio una enorme calidad humana y finura de alma oculta bajo una más que preocupante debilidad. No importa -se diría Jesús- ya me encargo yo de convertir su debilidad en roca firme; no estoy dispuesto en absoluto a desperdiciar tanta nobleza y grandeza interior.

De la nobleza y grandeza de alma de Pedro dan buena fe sus intervenciones ante el grupo apostólico. Cuando todos callan aunque piensen lo mismo, es Pedro quien, como quien dice, da la cara. Recordemos cuando intentó disuadir a Jesús de poner su vida en bandeja ante los sumos sacerdotes y escribas que buscaban su muerte (Mt 16,21-23). Nobleza y grandeza de alma que alcanza su culmen cuando se resiste a aceptar que todo el grupo abandonará a Jesús a su suerte en el momento de su Pasión (Mc 14,26-31).

El Señor Jesús –repito- estaba al tanto de la inmensa debilidad de Pedro, mas, cuando le miró por primera vez, supo inmediatamente que no podía desaprovechar tanto tesoro oculto. Por eso -como dije antes- le miró, le amó y le llamó; ya llegaría el momento de curar su debilidad; y el momento llegó. Sí, llegó cuando Pedro tuvo conciencia de ella en la noche en que prendieron a su Señor. Su debilidad se deslizó traicioneramente como una serpiente, por todo su ser. Cada negación del apóstol provocaba el alarido triunfante del Tentador. Por tres veces se repitió el suplicio, por tres veces su debilidad apuñaló su alma. Juró y perjuró que no conocía a Jesús, que no tenía que ver nada con Él.

En esa noche en que su debilidad se elevó triunfante sobre sus amores y promesas…, Jesús le volvió a mirar. “Y el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor, cuando le dijo: Antes que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces. Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente” (Lc 22,61-62).

Jesús se volvió con el intento de alcanzar con su mirada a Pedro. El Apóstol, el del rostro curtido por las borrascas y tormentas del mar, el de las manos encallecidas de tanto levantar y arrastrar las redes, el de la piel cuarteada por el relente de las noches interminables pescando, se vio de pronto llorando como un niño. Acaba de entrar en un combate despiadado. Su grandeza y nobleza intentan sobreponerse a su debilidad que no quiere en absoluto ceder su supremacía; se ve ya vencedora sobre este pobre hombre casi abatido.

Sí, también a Pedro le parece definitiva su caída. Él mismo se siente irrecuperable para el discipulado. Sin embargo, tiene un arma en sus manos que puede cambiar el curso de este combate tan desigual, y que consiste en que Jesús se ha vuelto para mirarle. Los mismos ojos que le miraron por primera vez, han vuelto a atravesarle. Pedro, tan rudo como noble, lloró, amó y le esperó. Venció fortalecido por la mirada de Jesús. Ningún reproche en ella. Pedro la utilizó como una espada y se enfrentó a su Acusador (Satán significa Acusador). Se enfrentó a él y deshizo sus mentiras: hacerle creer que ya no habría perdón para él. Son los sofismas con los que los demonios nos quieren someter a todos. Pedro se supo perdonado y restablecido. Le tocaba esperar, la fe tiene mucho de esto: saber esperar a Dios.

 

Sangre de mi sangre

Todos somos mirados en la mirada de Pedro; no hay discípulo de Jesús que no haya sido mirado por Él. Si no fuese así nos faltaría el alma de Pedro para combatir y derrotar al Tentador, a nuestro Acusador. Al decir que todo discípulo conoce la mirada de Jesús, no estoy inventando nada. Pobres de nosotros si la razón de ser de nuestro discipulado tuviese como apoyo la fantasía. Sí, Jesús mira a todos y a cada uno de sus discípulos al llamarlos, y también para confirmar su elección.

Lo hemos visto en Pedro y lo vemos igualmente  en aquella ocasión en que, estando Jesús anunciando la Palabra, se acercaron algunos a decirle que su madre y sus hermanos le estaban buscando. Jesús respondió: “¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a su alrededor, a los que estaban sentados en torno a él, dijo: Éstos son mi madre y mis hermanos. Los que cumplen la voluntad de Dios…” (Mc 3,33-35).

Jesús miró a los que alrededor de Él estaban escuchando su predicación y les consideró familia propia. Nos lo imaginamos girando la cabeza y posando sus ojos sobre cada uno de los que escuchaban su Palabra; vio a sus discípulos como los vio en la Última Cena. Aquella noche santa habló a su Padre de ellos. Le dijo: “…las palabras que tú me diste se las he dado a ellos” (Jn 17,8). Son sangre de mi sangre, son mis hermanos.

Savia de mi savia, vino a decir también cuando los comparó con los sarmientos que dan fruto gracias a la savia que reciben de la vid. También en este caso, y como es natural, los sarmientos estaban alrededor suyo, de la Vid. “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos…” (Jn 15,5).

Esto sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos, dijo Adán cuando vio a Eva recién creada por Dios (Gé 2,23). Esto sí que es fruto de mi Palabra, dice Jesús cada vez que fija sus ojos en un corazón que vive abrazado a su Evangelio. “Abrazasteis la Palabra con gozo del Espíritu Santo”, dice Pablo a los discípulos de Tesalónica (1Ts 1,6), recordándonos así la imagen de los sarmientos que dan fruto porque viven bajo la mirada y la savia de la vid, de Jesús.

La mirada de Dios no es como la del hombre, hemos dicho a tiempo y a destiempo a lo largo de esta catequesis. Aun así quedaría incompleta si no insistiésemos en que Dios continúa mirando el corazón de los hombres a través de la mirada de sus pastores, los que lo son según su corazón. Los hubo desde los inicios de la misión de la Iglesia, los hay y los habrá siempre. Recordemos a este respecto el encuentro de Pedro y Juan con el paralítico que pedía limosna a las puertas del Templo de Jerusalén. El buen hombre, al ver a los apóstoles, les pidió una limosna. Se la podían haber dado con toda naturalidad; sin embargo, quisieron darle algo más que una solución pasajera a su mal: le dieron la riqueza del Señor Jesús representada en la curación de su enfermedad.

La cuestión que en este momento nos interesa es la puntualización que nos hace Lucas de que Pedro y Juan fijaron su mirada en él: “Pedro fijó en él la mirada juntamente con Juan, y le dijo: Míranos” (Hch 3,4). El paralítico esperaba unas monedas, pero el caso es que la mirada de estos dos hombres iba muchísimo más allá del dinero. Los apóstoles sabían muy bien lo que le estaban dando: ¡la fuerza de la mirada con que ellos fueron llamados por Jesús! Al mirarle, se reflejó en el corazón de este enfermo la mirada del Buen Pastor. Fue una mirada capaz de poner en pie a esta oveja: “Pedro le dijo: No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar. Y tomándole de la mano derecha (recordemos los cantos de Israel: la diestra del Señor es poderosa…) le levantó… Entró con ellos en el Templo andando, saltando y alabando a Dios…” (Hch 3,6…). Pedro y Juan le asociaron en su caminar hacia el Padre, lo que  es propio de los pastores según el corazón de Dios.

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