domingo, 21 de enero de 2018

Pastores según mi corazón.- Cap XXXVI.- Reveladores del Misterio


Reveladores del Misterio
 

No hay esfuerzo más baldío y estéril que el desplegado con el propósito de ignorar y, más aún, reprimir las genuinas intenciones del alma. Sería algo así como intentar ocultar el sol con nuestra propia mano. Por otra parte, es necesario que alguien nos ayude a encontrar los cauces por los que nuestro espíritu se atreva a lanzarse hacia Aquel que se perfila como centro de las intuiciones sonoras de su alma, digo sonoras porque se hacen oír. Tenemos necesidad de samaritanos que nos ayuden a activar lo que los santos Padres de la Iglesia como, por ejemplo, san Agustín, llaman los sentidos del alma. Estos samaritanos-ayudadores tienen su nombre en la Escritura, Dios mismo los llama: “Pastores según mi corazón” (Jr 3,15). También son conocidos como aquellos que revelan el Misterio, el de Dios.

Las intuiciones del alma -llamémoslas también impulsos internos que, traspasando lo visible se adentran en el Invisible- se hacen notar en todos los hombres, los de ayer y los de hoy, sea cual sea su cultura, religión o condición social. Sin embargo, la experiencia que, en este sentido, nos ofrece como legado de incalculable valor el pueblo santo de Israel, es cualitativamente excepcional y única.

El pueblo santo de Dios no es un pueblo que le busque en el vacío del cosmos ni en el caos, hoy le llamaríamos en el absurdo existencial: “Yo soy Yahveh, no existe ningún otro. No te he hablado en lo oculto ni en lugar tenebroso. No he dicho al linaje de Israel: Buscadme en el caos” (Is 45,18b-19). El testimonio del profeta nos da a conocer que Dios es Alguien que salió al encuentro de su pueblo; Alguien que fijó su mirada en él cuando no era más que un amasijo de esclavos sin ningún futuro y casi sin historia en Egipto. Sometidos a la tiranía de la maldad, encarnada en sus dominadores, ni Abrahán, ni Isaac, ni Jacob eran ya creíbles.

Dios les suscita un libertador: Moisés. Es tal su cercanía e intimidad con él que, a un cierto momento y sin duda movido por la infinita belleza del Misterio del Invisible, su propio espíritu estalló en intuiciones que dieron paso a una súplica excepcional: “Déjame ver tu rostro” (Éx 33,18).

No dejamos de lado a Israel, es más, nos servimos de él, y damos un salto en la historia para situarnos frente a Pablo de Tarso, quien nos hablará de la plenitud de los tiempos (Gá 4,6). El apóstol se refiere a la Encarnación del Hijo de Dios, a su vivir con nosotros, plenitud de la historia porque Dios se hizo Emmanuel. Sí, tomó un cuerpo y un nombre: Jesús de Nazaret. En torno a Él, durante la última cena, Felipe, representando a todo el cuerpo apostólico y como recogiendo las intuiciones del espíritu del hombre de todos los tiempos, repitió la súplica de Moisés: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta” (Jn 14,8).

La pregunta de Felipe no queda sin respuesta. Es posible que ésta no fuera realmente la que ellos esperaban o la que pedía su curiosidad religiosa. De hecho, la respuesta de Jesús va a medio camino entre negativa y enigmática para estos hombres en el momento concreto que están viviendo. Más adelante y a partir de la experiencia de la Resurrección de su Señor, pudieron comprobar que esta respuesta fue clara y diáfana. Se podrá ver al Padre en la medida en que seamos testigos de lo que hizo a favor de su Hijo: rescatarle de la muerte. El Hijo es vencedor y hace partícipes de su victoria a todos los que creen en Él; esta experiencia de fe les hace ver el rostro del Padre en la glorificación de su Hijo. Ahora sí, oigamos la respuesta que Jesús dio a Felipe: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí,  ha visto al Padre” (Jn 14,9).

Entendemos mejor esta respuesta a la luz de la relación que existe en la espiritualidad bíblica entre los verbos ver y creer. Son correlativos e interdependientes, creer implica ver y viceversa. Estamos hablando de un creer desde las intuiciones del alma -como diría Henry Bergson- las mismas que nos hacen llegar a ver. Quizá podríamos hablar más de un contemplar desde el alma, al que el mismo Jesús da mucho más valor que la visión propia de los ojos del cuerpo. Tanto es así que Jesús llama a éstos que ven desde el alma, bienaventurados, dando a entender que estos hombres encierran en su seno el tesoro riquísimo de las bienaventuranzas. Oigamos lo que dijo nuestro Maestro y Señor a Tomás después de que sus ojos vieron y sus manos palparon su Resurrección: “Porque me has visto has creído. Bienaventurados los que no han visto y han creído” (Jn 20,29).

 

Se dejará ver y oír

Ya el profeta Isaías anunció que vendría un tiempo –el del Mesías- en el que “oirán aquel día los sordos palabras de un libro, y desde la tiniebla y desde la oscuridad los ojos de los ciegos las verán” (Is 29,18). El Señor Jesús visibilizó, dio cumplimiento a esta incomparable promesa-profecía de Dios en su Resurrección cuando abrió el espíritu de sus discípulos para que pudiesen ver, oír, gustar y palpar a Dios en las Escrituras.  “…Y, entonces, abrió sus espíritus para que comprendieran las Escrituras” (Lc 24,45). Dicen los exegetas que al abrir sus espíritus abrió también los sentidos que son propios del alma; recordemos lo que dice san Agustín: “Si el cuerpo humano tiene sus propios sentidos, ¿no los va también a tener el alma?”

A partir de la victoria del Hijo de Dios sobre la muerte y su abrir nuestros espíritus, la Palabra cobra vida en nuestras almas, es como si diera cuerpo a esas intuiciones de las que hemos hablado. Todo ello resuena en las entrañas de los buscadores de Dios dando lugar a la predicación en espíritu y en verdad, como en espíritu y verdad es la adoración de los discípulos del Buen Pastor (Jn 4,24). 

Esta era sin duda la predicación de los pastores de la Iglesia primitiva; ésta y no otra es también la genuina predicación de los pastores según el corazón de Dios de generación en generación. Estos son los pastores que ansían y anhelan encontrar los buscadores de Dios, los hambrientos del Espíritu.

Sabios según Dios e intuidores de lo eterno se encuentran. Los sabios según Dios  hacen de la Palabra su Pan de Vida y, por amor, parten este su Pan a los hombres por medio del anuncio del Evangelio a sus ovejas. A su vez, los intuidores de lo eterno, verdaderos buscadores de Dios, distinguen entre el Pan recién salido del horno del Espíritu –hierba fresca lo llama el salmista (Sl 23,2)- y el pan cocinado en el horno de la propia sabiduría, que no alimenta ni siquiera al mismo predicador. Por supuesto que estos buscadores escogen el Pan verdadero.

Cuando una persona tiene una profunda relación con la Palabra hasta el punto de que ésta se convierte en su Manantial de aguas vivas (Jr 2,13), podemos decir que ha encontrado el descanso de su alma prometido por el Hijo de Dios. “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11,28-29).

No estamos hablando de un descanso puntual, fruto de un plan programado que, a la postre, es más evasión que asentamiento. Hablamos de una especie de fuerza interior que nos impulsa tanto al descanso como al crecimiento. Hablamos del descanso de quien, siguiendo las intuiciones de su alma, se ha apropiado de la heredad que Dios ha dispuesto para él. Tuvo acceso a ella por medio de los sentidos de su alma y la encontró impresionantemente bella, todo un torrente de delicias y, por si fuera poco, la serena y cierta intuición de saber que puede poner su vida en buenas manos, las de Dios. Todo esto fue profetizado por el salmista y se cumplió en el Hijo de Dios. A partir de Él sigue cumpliéndose en todos y cada uno de sus discípulos: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sl 16,5-6).

 

Amor y asombro van enlazados

Si bien esta es la experiencia que Jesús abre hacia sus discípulos, sus pastores, los que lo son según su corazón, tiene una relevancia especial, pues es en la heredad de Dios                     –recordemos que se han apropiado de ella- donde los sentidos de su alma alcanzan a ver, oír, palpar y saborear su Misterio. Atónitos, descubren que Dios les muestra su rostro. Sí, es en su heredad donde el hombre conoce y reconoce al Dios vivo, a su Padre.

Con un amor desconocido, el que nace de las sorpresas ininterrumpidas, van al encuentro del mundo en la misma línea  en la que se expresa el autor del libro de la Sabiduría. Para entender este texto, recordemos que la espiritualidad bíblica identifica la Sabiduría con la Palabra: “…Se anticipa a darse a conocer a los que la anhelan. Quien madrugue para buscarla, no se fatigará, pues a su puerta la encontrará sentada… Pues ella misma va por todas partes buscando a los que son dignos de ella; se les muestra benévola en los caminos y les sale al encuentro en todos sus pensamientos” (Sb 6,13-16).

Con la Sabiduría de Dios injertada en el alma, al igual que Pablo, desconfiarán y dejarán de lado los persuasivos discursos de la sabiduría de los hombres, para que sus oyentes fundamenten su fe en la Sabiduría de Dios “Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se fundamentase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios” (1Co 2,4-5). Fruto de la experiencia de su estar con Dios, de sacar partido a su heredad, están en condiciones de darse a sus ovejas para anunciarles -seguimos de la mano de Pablo- “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios ha preparado para los que le aman. Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, incluso las profundidades de Dios” (1Co 2,9-10).

No hay duda de que lo que el Espíritu Santo suscitó en Pablo al hablar así a sus ovejas de Corinto, nos deja más que perplejos. Sin embargo, hemos de decir que no escribe bajo el efecto de ningún éxtasis o arrobamiento místico; está simplemente dándonos a conocer algo de la riqueza de su alma, hablamos de sus intuiciones acerca de Dios. Es como si el velo que le separaba de Él se hubiera rasgado. De hecho lo rasgó su Señor, el Crucificado; recordemos que, al morir, el velo del Templo se rasgó de arriba abajo (Mc 15,38). Sólo el que vino de lo alto, de arriba (Jn 3,13), podía hacerlo. Abierto el velo desde la cruz, desde el cumplimiento perfecto de la voluntad del Padre, el Hijo confirmó que la misión con la que le había enviado al mundo había llegado a su culmen, de ahí su proclamación victoriosa: “Todo está cumplido” (Jn 19,30).

Todo está cumplido, y, a causa de ello, cumplidas también todas las promesas hechas por Dios a los hombres ya desde los inicios del pueblo santo de Israel. Al rasgarse el velo, el Hijo mostró el rostro del Padre. Él, el Revelador, atrayéndonos a su intimidad, nos lo mostró. No sólo eso, sino que escogió, y sigue escogiendo, pastores que, en su Nombre, siguen revelando el rostro del Padre, las entrañas de su Misterio.

El broche de oro del ministerio de estos pastores estriba en que sus ovejas lleguen a ser capaces –por supuesto que desde Dios- de abrir la Palabra y encontrar en ella el maná escondido, el Pan de Vida, tal y como lo prometió. (Ap 2,17). El maná escondido, el mismo alimento que el Hijo recibió del Padre para cumplir la misión que le confió. Él mismo, el Hijo, fue el primer Pastor según el corazón de Dios. Después de Él, muchos otros llevan su mismo título: pastores y reveladores del Rostro y del Misterio de Dios. Lo pueden ser por identificación con su Señor, su Buen Pastor y Maestro; porque cuando el Hijo de Dios proclamó que Él es el único Maestro (Mt 23,8), sabía bien lo que decía. Él, sólo Él y únicamente Él es el Revelador del Rostro del Padre.

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