XIII - Con espíritu de
sabiduría
“Será su
soberano uno de ellos, su jefe de entre ellos saldrá, y le haré acercarse y él
llegará hasta mí, porque ¿quién es el
que se jugaría la vida por llegarse hasta mí?, dice Yahvé” (Jr 30 21).
Encuadramos este texto de Jeremías en el marco histórico que está viviendo el
pueblo de Israel, que se encuentra en el destierro con las pruebas y
penalidades que ello conlleva. Es tal su postración y abandono que la mayoría
de los desterrados duda enormemente que sea el pueblo elegido de Dios, tal y
como proclaman sus ancianos, transmisores de la fe; es como si hubiesen perdido
su identidad.
Ateniéndonos a
la realidad en la que los israelitas se
ven inmersos, vemos que no les faltan razones para dudar de todo. La ciudad
santa y su Templo de la gloria de Dios que proclamaban y aseguraban su
presencia en medio de ellos, no son ya más que un vago recuerdo que solamente
les produce dolor. Todo ha sido destruido; el orgullo santo de Israel ha
quedado reducido a ruinas. Jeremías, cuya alma fue traspasada por la espada de
la desolación que se abatió sobre Jerusalén, refleja en sus escritos mejor que
nadie la angustia y la aflicción del pueblo: “¡Cómo, ay, yace solitaria la
Ciudad populosa! Como una viuda se ha quedado la grande entre las naciones. La
Princesa entre las provincias sujeta está a tributo…” (Lm 1,1…).
Sin embargo, y
bien lo sabe el profeta, Dios no ha rechazado por siempre a su pueblo. Sería
como arrepentirse de crear al hombre, obra de sus manos, dado que Israel es el
punto de partida de la plenitud de la creación del hombre nuevo, tantas veces
anunciada en las Escrituras -veladamente en el Antiguo Testamento y de forma
diáfana en el Nuevo- (2Co 5,17).
Jeremías llora
por su pueblo, su dolor es semejante al de Raquel que pierde a sus hijos; mas
aun así no desespera, su corazón se sobrepone al dolor y vuelve a apoyarse en
Dios. Cierto es que en el cuadro escénico del destierro es necesario tener
profundamente limpios e iluminados los ojos del corazón para atisbar un hálito
de esperanza a través del cual se pueda entrever a Dios, su bondad y lealtad
sobre Israel, su pueblo escogido. Pues bien, Jeremías, hombre de fe donde los
haya, es capaz de ver con los ojos del alma a este Dios fiel. Éste habla a su
profeta, su íntimo, con el fin de que haga llegar a los desterrados, aquellos
que ya no esperan en nada ni en nadie, la buena noticia de que el destierro
llega a su fin. Dios ha decidido en su corazón la vuelta a su tierra.
¡Se acerca el
fin del destierro, de nuestras humillaciones!, proclama de mil formas Jeremías a los exiliados. La buena
noticia corre veloz por los grupos dispersos de la gran ciudad de Babilonia.
Israel empieza a levantarse. Dios, el libertador de sus padres, el adalid de
tantas hazañas increíbles, no es algo legendario de nuestros mayores.
¡Está con nosotros!, gritan alborozados estos hombres a quienes la
incredulidad, nacida de tantos desprecios sobrevenidos, había arrebatado toda
esperanza. Efectivamente, Dios, fiel a su palabra, les hizo volver. “Al ir,
iban llorando, llevando la semilla; al
volver, vuelven cantado trayendo sus gavillas” (Sl 126,6), proclamarán una y
otra vez, gozosos, en sus festividades litúrgicas.
Sabemos que los
acontecimientos de Israel, las prodigiosas historias de salvación que Dios teje
en su carne, son figura de una plenitud que se consuma en Jesucristo, como nos
dicen los santos Padres de la Iglesia. Teniendo esto en cuenta, veremos detrás
del velo de la inmediatez de la profecía de Jeremías al libertador por
excelencia, al Buen Pastor, bajo cuyo cayado todo hombre se encuentra con su
Padre, con Dios.
Me aprieto contra ti
Bajo este
prisma mesiánico, partimos con santo asombro, con adoración, la profecía que
Dios puso en boca de Jeremías: “Le haré acercarse –referencia inequívoca al
Mesías- y él se llegará hasta mí, pues ¿quién se jugaría la vida por llegarse
hasta mí?...” ¡Sólo mi propio Hijo!, podría añadir Dios. Él es el único que
confiará en mí hasta el punto-límite de depositar su vida en mis manos.
Jesús es el
Buen Pastor por antonomasia; lo es porque cuando pone su vida en manos de su Padre,
sus ojos y su corazón están pendientes de sus ovejas. Su fiarse de Dios crea el
amor desconocido hasta entonces. Es Buen Pastor en orden al hombre. No es,
pues, un título honorífico, sino una forma de pastorear por la cual las ovejas
están por delante de su vida en lo que a prioridades se refiere (Jn 10,11). Es Buen Pastor también porque nos enseña a fiarnos de Dios,
a crear entre el hombre y Él una relación totalmente nueva. Relación a la que
Dios mismo se refiere en los siguientes términos: “Esta será la herencia del
vencedor: Yo seré Dios para él, y él será hijo para mí” (Ap 21,7).
Dicho esto,
continuamos con el texto mesiánico de Jeremías y vemos que Dios presenta a su
propio Hijo, de quien dice –está profetizando la Encarnación- que lo acercará hacia
sí. Esta puntualización va mucho más allá de una intimidad sentimental. El Hijo
se aprieta contra el Padre tal y como
proclamaba confiadamente el salmista al ver su vida en peligro: “Mi alma se
aprieta contra ti, su diestra me sostiene” (Sl 63,9).
Sólo así, a la
luz de esta cercanía, tiene el hombre la garantía de que puede jugarse la vida
por Dios. Si Él mismo no le acercase hasta su rostro, ¿quién sería capaz de
poner en juego su vida? Un hombre sensato se juega la vida a una sola carta,
sólo, y ahí está su sabiduría, si tiene
la certeza de que ésa es la carta ganadora. De no ser así, dejaría su
existencia en manos del azar, en un acto de irresponsabilidad manifiesta.
La única razón
por la que un hombre es capaz de jugárselo todo por una palabra recibida de
Dios es que en su camino de fe ha
llegado al convencimiento de que “su
Palabra es verdad” (Jn 17,17): que no hay en ella mentira ni fraude; Dios la
cumple dado que está en juego su honor, el honor de su Nombre (Jr 14,7).
Bajo este
prisma sondeamos al Hijo de Dios, el Buen Pastor. Da la vida por sus ovejas no
en un acto de heroísmo simplemente; su entrega está llena de sentido común, de
sensatez y sabiduría. Se juega la vida sabiendo que no la pierde, sino que la
recupera como Señor, como nos dice Pablo: “Se humilló a sí mismo, obedeciendo
hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el
Nombre sobre todo nombre… y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR…”
(Flp 2,8-11).
El apóstol hace
esta impresionante confesión de fe, el triunfo de Jesús sobre la muerte, sin
duda por lo que ha visto y oído; mas no sólo por ello. Pablo tiene conciencia
de que su Pastor fue hacia la muerte sabiendo que nadie le podía arrebatar la
vida que se había jugado a la carta de la obediencia-confianza a su Padre. “Por
eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la
quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para
recobrarla de nuevo; este es el mandamiento que he recibido de mi Padre” (Jn
10,17-18).
“Por eso me ama
el Padre” -empieza diciendo Jesús- ¡porque creo realmente en Él! Sé que no me
va a dejar a merced de la muerte, por eso me la juego; doy mi vida para
recobrarla de nuevo y la doy voluntariamente; por amor a Él y a mis ovejas. Al
final y como broche de oro nos dice: Éste es el mandamiento que he recibido de
mi Padre.
Una buena apuesta
Jesús obedece
al Padre no como puede obedecer ciegamente un miembro de un club o secta, unas
normas o reglas a fin de ser admitido. Jesús obedece a su Padre por el hecho de
que “el mandamiento que ha recibido de él” es Palabra de vida, según la
acepción que el término mandamiento tiene en la Escritura (Hch 7,38 – Si 45,5,
etc).
He ahí la carta
ganadora de Jesús: que el mandamiento de su Padre es Palabra de vida que se
enseñorea sobre la muerte; es carta ganadora porque sus mandamientos le
mantienen junto a Él en el Amor. “He guardado los mandamientos de mi Padre, y
permanezco en su amor” (Jn 15,10). Los he guardado, los he hecho míos, carne de
mi carne y espíritu de mi espíritu, porque en ellos, “en su Palabra está la
vida” (Jn 1,4).
Jesús es el
Buen Pastor y Maestro de pastores. Les enseña –como diría san Francisco- con
una paciencia infinita a confiar en Él al igual que un hijo confía en su padre.
Sólo en la escuela de la confianza que es el Evangelio, puede el hombre llegar
a saber que Dios es fiable en todas sus propuestas, las que hace llegar al
corazón mediante la escucha de su Palabra. Sólo llegando a esta madurez de
confianza, que no es otra cosa que cercanía a Dios, puede un hombre “jugarse la
vida por Él,” como profetizó en Jeremías.
Jesús, Pastor y
Maestro de pastores, enseña a los suyos, a aquellos a quienes confía su
Evangelio, como confiesa con estupor Pablo (1Tm 1,12), a perder la vida, con la
certeza –he ahí la apuesta ganadora- de recuperarla. Lo prometió a todos
aquellos que la pusieran en sus manos: “Quien quiera salvar su vida, la
perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc
8,35).
Los pastores
según el corazón de Dios “pierden su vida por su Señor y su Evangelio”.
Fijémonos en que el mismo Jesús nos hace ver que su Evangelio es indisoluble
con Él. Estos pastores “pierden” su vida en la misma línea que su Maestro: no
por heroísmo ni por arrojo o valentía, sino porque saben que la recuperan, la
ganan. En realidad siguen los mismos pasos o huellas que Él en su camino de
fidelidad al Padre. Lo siguen con la misma garantía de que en su
Evangelio-mandamientos está encerrada la
Vida. En su experiencia de Dios han venido a saber que el Evangelio está a la
altura de su alma: la infinitud; y esto es lo que todo hombre busca consciente
o inconscientemente, por caminos rectos o torcidos. Esto es lo que buscamos
todos porque hace parte de nuestro ser.
Pastores, pues,
sabios como lo es su Señor y Maestro. Pastores que, como un buscador de perlas
preciosas (Mt 13,45), buscan hasta encontrar la vida e inmortalidad que irradia
el Evangelio, como atestigua Pablo: “… la Manifestación de nuestro Salvador
Cristo Jesús, quien ha destruido la muerte y ha hecho irradiar vida e
inmortalidad por medio del Evangelio para cuyo servicio he sido yo constituido
heraldo, apóstol y maestro” (2Tm 1,10-11).
Los discípulos que Jesús llama a ser pastores
encuentran la vida e inmortalidad en sus palabras y, por la alegría que les da,
–no por heroísmos ni ascesis- van al encuentro de sus hermanos desafiando
fronteras, razas y culturas con una sola intención: hacerlos eternos en Dios.
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