viernes, 17 de agosto de 2018

Salmo 19(18).- Yahvé, sol de justicia

(Del maestro de coro. Salmo. De David.)

El cielo proclama la gloria de Dios,
el firmamento pregona la obra de sus manos.
El día al día le pasa el mensaje,
la noche a la noche se lo susurra.
Sin hablar y sin palabras, sin que se escuche su voz, a toda la tierra llega su eco, hasta los límites del orbe su lenguaje.
Ahí le ha puesto una tienda al sol, y sale como el esposo de su alcoba, contento como un atleta recorriendo su camino.
Sale por un lado del cielo, y su recorrido llega al otro extremo, nada escapa a su calor.
La ley del Señor es perfecta, un descanso para el alma.
El testimonio del Señor es veraz, instruye al ignorante.
Los preceptos del Señor son rectos,
alegría para el corazón. El mandamiento del Señor es transparente, es luz para los ojos.
El temor del Señor es puro y eternamente estable.
Los decretos del Señor son verdaderos
e igualmente justos. Son más preciosos que el oro, más que el oro fino.
Más dulces que la miel de un panal que destila.
Con ellos, también se instruye tu servidor, y guardarlos es de gran provecho.
¿Quién puede conocer sus propios errores?
¡Perdóname las faltas ocultas!
Preserva a tu siervo de la arrogancia,
para que nunca me domine:
así seré perfecto, inocente del gran pecado.
Que te agraden las palabras de mi boca,
y el meditar de mi corazón llegue a tu presencia,

Señor, roca mía, redentor mío.

REFLEXIONES DEL PADRE ANTONIO PAVÍA:  TU PALABRA DE VIDA
En el salmista, todo lo que sus ojos ven, y todo lo que captan sus sentidos son la primera catequesis que Dios da al hombre anunciándole su poder y su presencia. 
Dios se va manifestando a la humanidad en primer lugar por su obra creadora. Más adelante, Dios escoge un pueblo: Israel. Y, fruto de este pueblo, nos da el Mesías, en quien la relación del hombre con Dios alcanza su culmen. Ya no es una relación de dependencia en la que prima el temor por la grandeza divina. Es una relación en el amor, ya que Jesucristo nos catapulta a la condición de hijos.
Y así vemos como el salmista profetiza que Dios levanta una tienda hacia el sol, es decir, hacia sí mismo. El profeta Ezequiel nos describe una visión que hace referencia a las palabras del salmista: «Me llevó a la entrada de la casa y he aquí que debajo del umbral de la casa salía agua, en dirección a oriente, porque la fachada de la casa miraba hacia oriente. El agua bajaba de debajo del lado derecho de la casa, al sur del altar» (Ez 47,1).
Tanto el salmista como el profeta están anunciando el mismo acontecimiento salvífico. Tanto el «sol» como el «oriente» significan en la Escritura «la luz de Dios».
Tanto la tienda del salmista como la casa del profeta significan la nueva tienda y el nuevo templo plantados por Jesucristo en el Calvario. Allí planta Dios su propio misterio. Misterio que ya no está oculto, es revelado a partir de la apertura del costado del Mesías. Se ha abierto el seno De Dios y de él nace la vida eterna que «se expande por todos los confines de la tierra».
El salmista, movido por el Espíritu Santo, y viendo a lo lejos que Dios iba a transformar las palabras-ley en palabras de salvación, nos dice que «estas son más apetecibles que el oro más fino y que son más dulces que la miel», y él mismo, que se sabe buscador de Dios, le dice que «se empapa de sus palabras y que su herencia consiste en guardarlas». 
Jesucristo, totalmente empapado en su espíritu por la palabra del Padre, nos dice «mis Palabras son Espíritu y Vida…» (Jn 6,63); empapémonos, pues, de ellas.En la Cruz, abierto el costado de Cristo, Dios ofrece a la humanidad el surtidor de vida eterna, el Evangelio, para que pueda empaparse de él. 
Cuando Jesús fue al Jordán para ser bautizado, se abrieron los cielos y se oyó la voz del Padre, quien proclamó que su Espíritu se complacía en su Hijo. El Padre puede hablar de esta complacencia porque su Hijo no sólo está empapado de la palabra de la vida, ¡Él mismo es la palabra de la vida! De la misma forma, cuando un hombre está traspasado por el Evangelio hasta la médula, cuando tiene su alma totalmente empapada por la Palabra y esta mueve todas sus decisiones, también sobre él se abren los cielos y oye la voz de Dios que proclama: «Tú eres mi hijo amado en quien me complazco».

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