domingo, 6 de enero de 2019

CUARENTA CENTÍMETROS

 Hay cuarenta centímetros desde la cabeza hasta el corazón. Cuarenta años perdidos en el desierto el pueblo de Israel. Cuarenta días de ayuno en el desierto…

Y estos cuarenta centímetros de distancia hasta nuestro corazón, se me hacen más largos aún que los cuarenta años por el  desierto…Hay que ver lo que cuesta andar por estos cuarenta centímetros, es decir, pasar del intelecto al corazón. Cuando la Palabra de Dios entra por los sentidos sensibles del cerebro, podemos hacer dos cosas: aceptarla o rechazarla. Si la aceptamos, podemos hacer dos cosas: pensar que es cierta o falsa. Si aceptamos que es cierta podemos hacer dos cosas: rechazarla porque nos complica la vida, o abrir nuestro corazón a ella.

Si la rechazamos, hemos terminado de sufrir. Ya no tenemos que pensar en ella, ni en los problemas que nos presenta. Pero queda un sabor amargo en la conciencia, sabiendo, en lo más íntimo, que hemos seguido la técnica del avestruz. 

Y Dios mientras tanto se fija en el corazón humano. No nos pide holocaustos, no pone un listón para saber cuánto tenemos que saltar…no pide héroes, - no los encontraría -, conoce nuestro barro como ya denunciaran los libros sagrados:

…”…Antes de haberte formado Yo en el vientre te conocía…” (Jer 1, 5)

“… Yahvé desde el seno materno me llamó, desde las entrañas de mi madre recordó mi nombre…” (Is49, 1)

“…Fuiste tú quien del vientre me sacó, a salvo me tuviste en los pechos de mi madre…” (Sal 22,10) 

Por tanto, formemos nuestro corazón en el Espíritu de Cristo, dejemos entrar su “buen olor”, como dice san Pablo: “...Pues nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden; para los unos, olor de muerte, que mata, para los otros, olor de vida que vivifica…” (2 Cor 2,15)


(Tomás Cremades)

 

 

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