Dijo Jesús a sus discípulos: “Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿Qué premio tendréis? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 43-48)
No falta en estos tiempos que corren, quien diga que todas las religiones son iguales, o parecidas, que los preceptos que indican son similares… ¡gran error! Sólo la religión Católica, basada en los Evangelios y la Sagrada Escritura conserva íntegra la revelación de Dios, transmitida a su Hijo Jesucristo. Sólo Él nos enseña a amar a los enemigos, a los que no nos quieren, a los que nos hacen daño, a los que nos persiguen, a los que nos difaman.
Y lo dice con un pensamiento de los más lógico: ” … si amáis a los que os aman, ¿Qué premio tendréis? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? ...”
En el libro del Éxodo, al comienzo de los tiempos, escrito por Moisés, libro revelado de la Escritura, se contempla algo totalmente diferente; es lo que se denomina: “la ley del talión” o “la ley del ojo por ojo y diente por diente”. Lo podemos leer en Éxodo 2 y ss.
Y es lo que realmente “nos pide el cuerpo”: si alguien me ha hecho daño, yo respondo igual, y, si puedo, con el doble de daño. Así se sacia mi venganza. Un refrán castellano nos dice: “la venganza es el placer de los dioses”. Y, como todos los refranes, que son fruto de la sabiduría popular, tiene una gran, grandísima, parte de razón.
La venganza es el placer de los dioses, sí. Pero de esos “dioses” que todos llevamos dentro, fruto del pecado original: el dios venganza, que me ofrece placer personal, el dios “ego”, que eleva mi pedestal” desde donde me elevo por encima de los demás, considerándolos inferiores…Esos “dioses” fruto de nuestra propia maldad.
Entonces, ¿por qué está así en la Escritura, siendo revelación de Dios? Dios hace un camino de fe con el hombre, de la misma forma que el pueblo de Israel hizo su propio camino de fe durante cuarenta años por el desierto. Ya sabemos que el número cuarenta es un número simbólico, que representa “toda una vida”. Y en este camino de fe progresiva, va amasando nuestro barro. No en vano dijo Jesús: “…no creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas, sino a darle cumplimiento…· (Mt 5,17)
Y, así, va poco a poco, con paciencia, limando nuestros pecados y defectos. Pedro nos dirá: “…tened presente que la Paciencia de Dios es la garantía de nuestra salvación…” (2P. 3,15)
Continúa Jesús: “el Padre hace salir el sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos”.
No podemos hacer pasar desapercibida esta frase. Parece que se sale del contexto el sol y la lluvia. Es verdad que el sol y la lluvia caen sobre buenos y malos. Pero aquí toma otra fuerza mucho más sutil. El Sol, con mayúscula, representa a Jesucristo; lo leemos en el canto del Benedictus; “…nos visitará el Sol que nace de lo Alto…” (Lc 1, 78). Ahí está la revelación: Jesucristo visita constantemente a buenos y malos, sale en su busca como el Buen Pastor (Jn 10,14).
De la misma forma, la lluvia, en el lenguaje bíblico representa la Palabra de Dios, que, igualmente, cae sobre justos e injustos, sobre buenos y malos. Si leemos el libro de Ezequiel, el Señor dice textualmente: “…derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará …” (Ez 36,25) En el encuentro de Jesús con la mujer samaritana, le dice: ” …el que beba de Esta agua ya no tendrá más sed… (Jn 4,14). Más adelante dirá: “…si alguno tiene sed venga a mi y beba el que crea en mi…” (Jn 7,37)
Textos todos en los que Jesús se declara como esa Agua purificadora, profetizada ya por Ezequiel. Pues bien: esta lluvia es derramada sobre justos e injustos. Y “justo”, no es el que no ha pecado, sin el que “ajusta” su vida al Señor Jesús.
(Tomás)
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