porque su amor es para siempre!
2 Diga la casa de Israel:
¡Su amor es para siempre!
3 Diga la casa de Aarón:
¡Su amor es para siempre!
4 Digan los que temen al Señor:
¡Su amor es para siempre!
5 En mi angustia grité al Señor:
él me escuchó y me alivió.
6 El Señor está conmigo: ¡Nunca temeré!
¿Qué podría hacerme el hombre?
7 El Señor está conmigo, él me ayuda:
¡veré la derrota de mis enemigos!
8 Mejor es refugiarse en el Señor,
que confiar en el hombre.
9 Mejor es refugiarse en el Señor,
que confiar en los jefes.
10 Todas las naciones me rodearon:
ien el nombre del Señor, las rechacé!
11 Me rodearon, estrecharon el cerco:
¡en el nombre del Señor, las rechacé!
12 Me rodeaban como avispas,
ardiendo como fuego en la zarza:
¡en el nombre del Señor, las rechacé!
13 Me empujaban y empujaban para derribarme,
pero el Señor me socorrió.
14 El Señor es mi fuerza y mi energía,
él es mi salvación.
15 Hay gritos de júbilo y de victoria
en las tiendas de los justos;
<<iLa diestra del Señor es poderosa!
16 ¡La diestra del Señor es sublime!
iLa diestra del Señor es poderosa!».
17 No moriré. Viviré
para contar las hazañas del Señor.
18 ¡Me castigó, me castigó el Señor,
pero no me entregó a la muerte!
19 Abridme las puertas del triunfo:
entraré dando gracias al Señor.
20 Esta es la puerta del Señor:
los vencedores entrarán por ella.
21 -iTe doy gracias, porque me escuchaste,
y fuiste mi salvación!
22 La piedra que rechazaron los constructores
se ha convertido en la piedra angular.
23 Esto es cosa del Señor,
una maravilla ante nuestros ojos.
24 Este es el día en que actuó el Señor:
exultemos y alegrémonos con él.
25 ¡Señor, danos la salvación!
iSeñor, danos la prosperidad!
26 -iBendito el que viene en nombre del Señor!
Os bendecimos desde la casa del Señor.
27 El Señor es Dios: ¡él nos ilumina!
-Organizad una procesión con ramos
hasta los ángulos del altar.
28 iTú eres mi Dios, te doy gracias!
¡Dios mío, yo te exalto!
29 ¡Dad gracias al Señor, porque es bueno,
porque su amor es para siempre!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 118
Jesucristo, salvador
Este salmo es una gran aclamación festiva del pueblo que,
reunido en asamblea, canta el amor de Yavé, inmutable y
eterno. Israel se considera a sí mismo como las niñas de
los ojos de Dios; de ahí su rendida confesión a Él por
tanta bondad y misericordia: «¡Dad gracias al Señor, porque
es bueno, porque su amor es para siempre! Diga la casa de
Israel: ¡Su amor es para siempre! ¡Diga la casa de Aarón:
¡Su amor es para siempre! Digan los que temen al Señor: ¡Su
amor es para siempre!».
A lo largo del salmo se suceden los numerosos motivos
por los que el salmista proclama la bondad y el amor de
Yavé. Nos detenemos en uno que nos parece que es el
compendio de la extraordinaria relación amorosa entre Dios
y su pueblo; es al mismo tiempo compendio y vértice. Nos
referimos al versículo cantado por el salmista en estos
términos: «¡Señor, danos la salvación! ¡Señor, danos la
prosperidad! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!».
Salvación y victoria de Yavé en favor de su pueblo
que, repetidamente, han proclamado también los profetas
como, por ejemplo, Isaías: «Escuchadme vosotros, los que
habéis perdido el corazón, los que estáis alejados de lo
justo. Yo hago acercarse mi victoria, no está lejos, mi
salvación no tardará. Pondré salvación en Sión, mi gloria
será para Israel» (Is 46,12-13).
El sello mesiánico del himno se manifiesta con toda su
fuerza cuando el salmista, al anunciar la salvación y
victoria de Yavé, bendice al que va a venir en su nombre:
el Mesías, el enviado.
A este respecto, recordamos las palabras que el ángel
susurró a José, esposo de María, al anunciarle el misterio
del embarazo que le tenía perplejo. Una vez que le explica
lo acontecido con su mujer, le dice que el nombre que debe
poner al niño ha de ser Jesús, y añade: «Porque él salvará
a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).
Efectivamente, Dios envía a su Hijo para quitar el
pecado del mundo. Es un quitar destruyendo, y lo hace de la
única forma posible, que es asumiéndolo y cargándolo sobre
sí mismo. Jesucristo, que es el fuego de Yavé hecho carne,
consume en su propio cuerpo todo pecado. No es una simple
purificación, es un derribar y destruir el muro insalvable
que separa al hombre de Dios. Jesucristo, el cordero sin
mancha, es nuestra victoria, es nuestra salvación; abre
nuestros ojos para conocer a Dios a la luz de la verdad y
entrar en comunión con Él.
En el Señor Jesús, la salvación anunciada por los
profetas rompe horizontes y se extiende a toda la humanidad. Él es la personificación del amor eterno de Yavé
que, con tanta riqueza, canta y proclama este salmo.
Recordemos la entrada mesiánica de Jesucristo en
Jerusalén. La muchedumbre extendía los mantos a lo largo
del camino y agitaban ramos de olivo a su paso, al tiempo
que le aclamaba: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el
que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!»
(Mt 21,9).
Hosanna es un término hebreo que significa ¡Dios
salva! La multitud vio en Jesucristo al enviado de Yavé
para salvar, de forma que, en este contexto, podemos
traducir la aclamación ¡hosanna! por ¡Jesucristo salva! El
pueblo vio en Él la respuesta de Dios a sus ansias de
salvación. Ansias de salvación extendida a la humanidad
entera. Todo hombre siente la necesidad imperiosa de vivir
eternamente, de que su vida no tenga con la muerte su punto
final. Todos hacemos a lo largo de nuestra historia
experiencias de amores, tanto dados como recibidos. Son
estas experiencias las que nos catapultan, consciente o
inconscientemente, al deseo de vivir un amor eterno e
ilimitado en su intensidad. La salvación, incubada en
Israel en un límite simplemente político-territorial, se
amplía en Jesucristo alcanzando los deseos innatos más
profundos del hombre.
Dios es amor, y por amor envía a su Hijo para que este
nuestro deseo-intuición llegue, como hemos dicho, por medio
de Él a su cumplimiento y plenitud. Esta es la salvación,
la victoria que Jesucristo nos otorga. Libre y
voluntariamente, muriendo, venció nuestra muerte liberando
nuestro sello de eternidad.
Así nos lo anuncia el apóstol Pablo en sus catequesis:
«Mas cuando se manifestó la bondad de Dios, nuestro
Salvador, y su amor a los hombres, él nos salvó, no por
obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según
su misericordia, por medio del baño de regeneración y de
renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros
con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para
que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos
herederos, en esperanza, de vida eterna» (Tit 2,4-7).
San Pablo puntualiza, en otra de sus cartas, que esta
salvación prometida a Israel ha sido abierta por Jesucristo
a los gentiles, a todos los hombres: «En él también
vosotros, tras haber oído la palabra de la verdad, el
Evangelio de vuestra salvación, y creído también en él,
fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que
es prenda de nuestra herencia...» (Ef 1,13-14).
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