En mi angustia grité al Señor,
y él me respondió.
2 iSeñor, líbrame de los labios mentirosos
y de la lengua traidora!
3 ¿Qué te va a dar o a mandar Dios,
oh lengua traidora?
4 Flechas de guerrero, afiladas,
con brasas de retama.
5 iAy de mí, exiliado en Mésec,
acampado en las tiendas de Cedar!
6 Hace mucho que vivo
con los que odian la paz.
7 Cuando yo digo: «Paz»,
ellos dicen: «Guerra».
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 120
Amor a la verdad
Este salmo presenta la figura de un hombre que tiene su
morada entre gentiles pero sus ojos están firmemente fijos
en Jerusalén, en cuyo templo reposa la gloria de Yavé. Es
un cántico poético, breve pero profundísimo, que expresa la
situación dramática que, en no pocas ocasiones, se vive la
fe. Nuestro fiel israelita ama la verdad de Yavé y al Yavé
de la verdad, pero vive en un ambiente en el que la mentira
y el engaño son la moneda corriente de la sociedad en todas
sus proyecciones: social, política, económica, religiosa,
etc. «En mi angustia grité al Señor, y él me respondió.
¡Señor, líbrame de los labios mentirosos y de la lengua
traidora!... ¡Ay de mí, exiliado en Mésec, acampado en las
tiendas de Cedar!». Mésec y Cedar son dos pueblos que
representan a los gentiles.
Vemos cómo este hombre, que quiere ser fiel a Yavé, le
pide que le libre de la falsedad, del engaño, sobre todo de
la mentira que solapadamente provoca una relación ficticia
y aparente del hombre con Dios. Relación que tiende a
llegar a ser perversa. No hay mayor mentira y perversidad
que llamar bien al mal, luz a la oscuridad, como
repetidamente denuncian los profetas de Israel: «¡Ay, los
que llaman al mal bien y al bien mal; los que dan oscuridad
por luz y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce y
dulce por amargo!» (Is 5,20).
Es a estos falsos profetas, denunciados por Isaías, a
los que podemos aplicar la imprecación del salmista. Hemos
de tener presente que, si bien hay labios engañosos, es
porque estos son correspondidos por oídos y corazones
falsos y dobles. Oídos a los que les gusta oír sólo lo que
les viene bien. En realidad estamos hablando de los
estragos que Satanás, a quien las Escrituras llaman
príncipe de la mentira, provoca entre los hombres de todas
las religiones, razas y culturas.
Dios, siempre misericordioso con nosotros, envía a su
Hijo para restablecer la armonía de la verdad. Él, que es
la verdad de Dios Padre, marca con su predicación la línea
divisoria entre la mentira y la transparencia. Se somete a
la mentira de su pueblo hasta la muerte como única
posibilidad de que sea suscitada la verdad. Por el Señor
Jesús, por su santo Evangelio, el hombre recibe la
capacidad de establecer una auténtica relación con Dios. La
fuerza del Evangelio arranca todas las máscaras y hace
resplandecer la verdad con tal belleza que el hombre la ama
y corre a abrazarse con ella con la pasión del que, después
de un terrible desierto, encuentra el lugar y el motivo
para vivir.
El Señor Jesús exhorta a los que le escuchan a que se
mantengan en la palabra que sale de sus labios; de este
mantenerse-permanecer fieles, nacen los dones de Dios que
engrandecen a toda persona: discipulazgo, verdad y
libertad: «Decía, pues, Jesús a los judíos que habían
creído en él: si os mantenéis en mi palabra, seréis
verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la
verdad os hará libres» (Jn 8,31-32). Es la Palabra-Verdad
la que hace pasar al hombre de la situación de esclavo-
siervo a la de hijo: «En verdad, en verdad os digo: todo el
que comete pecado es un esclavo. Y el esclavo no se queda
en casa para siempre; mientras que el hijo se queda para
siempre. Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis
realmente libres» (Jn 8,34-36).
Jesucristo pide a su Padre por sus discípulos, los de
entonces y los de todos los tiempos. Le ruega que sean
santificados en la verdad: «Santifícalos en la verdad: tu
palabra es la verdad” (Jn 17,17). Jesús pide esto tan
fundamental a su Padre y no se queda de brazos cruzados
como quien dice «ya he cumplido»; sabe que por medio de su
muerte la verdad brotará en la tierra santificando a los
discípulos e iluminando al mundo entero. Por eso, después
de la petición, continúa su oración con las siguientes
palabras: «Y por ellos me santifico a mí mismo, para que
ellos también sean santificados en la verdad» (Jn 17,19).
Los discípulos del Señor Jesús, siguiendo los pasos
del Maestro, no se limitan, por ejemplo, a rogar
simplemente por sus enemigos, como si así «ya hubiesen
cumplido». No, ruegan y van a su encuentro, les hacen el
bien, al igual que Jesús, «se santifican» –obedecen al
Evangelio– por ellos. Este ejemplo lo podemos ampliar a
tantas actitudes cristianas... Rezar por los pobres y
ayudarles, por los enfermos y visitarles, por los
desesperados y acompañarles, por los que no tienen fe y
anunciarles...
El apóstol san Juan anuncia al numeroso rebaño que el
Señor Jesús le ha confiado, que la garantía de que están en
la verdad es el guardar dentro de su ser la Palabra. Más
aún, les dice que, en la medida en que guardan la palabra,
el amor de Dios hacia ellos llega a su plenitud: «En esto
sabemos que le conocemos: en que guardamos sus
mandamientos. Quien dice, yo le conozco y no guarda sus
mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él.
Pero quien guarda su Palabra, ciertamente el amor de Dios
ha llegado en él a su plenitud» (1Jn 2,3-6).
Verdad y amor, atributos de Dios que, a causa de la
entrega incondicional de su Hijo, nos son dados a los
hombres; son como fuentes que brotan del anuncio de la
Buena Noticia, a la que todos tenemos acceso: ricos y
pobres, jóvenes y adultos, sabios e ignorantes...; todos,
ante la Palabra, estamos igualmente desnudos y
necesitados... y despojados de pretensiones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario