miércoles, 6 de noviembre de 2024

Salmo 120(119). Los enemigos de la paz (Amor a la verdad)





1 Cántico de las subidas.

En mi angustia grité al Señor,
y él me respondió.
2 iSeñor, líbrame de los labios mentirosos
y de la lengua traidora!
3 ¿Qué te va a dar o a mandar Dios,
oh lengua traidora?
4 Flechas de guerrero, afiladas,
con brasas de retama.
5 iAy de mí, exiliado en Mésec,
acampado en las tiendas de Cedar!
6 Hace mucho que vivo
con los que odian la paz.
7 Cuando yo digo: «Paz»,
ellos dicen: «Guerra».

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 120
Amor a la verdad

Este salmo presenta la figura de un hombre que tiene su 
morada entre gentiles pero sus ojos están firmemente fijos 
en Jerusalén, en cuyo templo reposa la gloria de Yavé. Es 
un cántico poético, breve pero profundísimo, que expresa la 
situación dramática que, en no pocas ocasiones, se vive la 
fe. Nuestro fiel israelita ama la verdad de Yavé y al Yavé 
de la verdad, pero vive en un ambiente en el que la mentira 
y el engaño son la moneda corriente de la sociedad en todas 
sus proyecciones: social, política, económica, religiosa, 
etc. «En mi angustia grité al Señor, y él me respondió. 
¡Señor, líbrame de los labios mentirosos y de la lengua 
traidora!... ¡Ay de mí, exiliado en Mésec, acampado en las 
tiendas de Cedar!». Mésec y Cedar son dos pueblos que 
representan a los gentiles.
Vemos cómo este hombre, que quiere ser fiel a Yavé, le 
pide que le libre de la falsedad, del engaño, sobre todo de 
la mentira que solapadamente provoca una relación ficticia 
y aparente del hombre con Dios. Relación que tiende a 
llegar a ser perversa. No hay mayor mentira y perversidad 
que llamar bien al mal, luz a la oscuridad, como 
repetidamente denuncian los profetas de Israel: «¡Ay, los 
que llaman al mal bien y al bien mal; los que dan oscuridad 
por luz y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce y 
dulce por amargo!» (Is 5,20).
Es a estos falsos profetas, denunciados por Isaías, a 
los que podemos aplicar la imprecación del salmista. Hemos 
de tener presente que, si bien hay labios engañosos, es 
porque estos son correspondidos por oídos y corazones 
falsos y dobles. Oídos a los que les gusta oír sólo lo que 
les viene bien. En realidad estamos hablando de los 
estragos que Satanás, a quien las Escrituras llaman 
príncipe de la mentira, provoca entre los hombres de todas 
las religiones, razas y culturas.
Dios, siempre misericordioso con nosotros, envía a su 
Hijo para restablecer la armonía de la verdad. Él, que es 
la verdad de Dios Padre, marca con su predicación la línea 
divisoria entre la mentira y la transparencia. Se somete a 
la mentira de su pueblo hasta la muerte como única 
posibilidad de que sea suscitada la verdad. Por el Señor 
Jesús, por su santo Evangelio, el hombre recibe la 
capacidad de establecer una auténtica relación con Dios. La 
fuerza del Evangelio arranca todas las máscaras y hace 
resplandecer la verdad con tal belleza que el hombre la ama 
y corre a abrazarse con ella con la pasión del que, después 
de un terrible desierto, encuentra el lugar y el motivo 
para vivir.
El Señor Jesús exhorta a los que le escuchan a que se 
mantengan en la palabra que sale de sus labios; de este 
mantenerse-permanecer fieles, nacen los dones de Dios que 
engrandecen a toda persona: discipulazgo, verdad y 
libertad: «Decía, pues, Jesús a los judíos que habían 
creído en él: si os mantenéis en mi palabra, seréis 
verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la 
verdad os hará libres» (Jn 8,31-32). Es la Palabra-Verdad 
la que hace pasar al hombre de la situación de esclavo-
siervo a la de hijo: «En verdad, en verdad os digo: todo el 
que comete pecado es un esclavo. Y el esclavo no se queda 
en casa para siempre; mientras que el hijo se queda para 
siempre. Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis 
realmente libres» (Jn 8,34-36).
Jesucristo pide a su Padre por sus discípulos, los de 
entonces y los de todos los tiempos. Le ruega que sean 
santificados en la verdad: «Santifícalos en la verdad: tu 
palabra es la verdad” (Jn 17,17). Jesús pide esto tan 
fundamental a su Padre y no se queda de brazos cruzados 
como quien dice «ya he cumplido»; sabe que por medio de su 
muerte la verdad brotará en la tierra santificando a los 
discípulos e iluminando al mundo entero. Por eso, después 
de la petición, continúa su oración con las siguientes 
palabras: «Y por ellos me santifico a mí mismo, para que 
ellos también sean santificados en la verdad» (Jn 17,19).
Los discípulos del Señor Jesús, siguiendo los pasos 
del Maestro, no se limitan, por ejemplo, a rogar 
simplemente por sus enemigos, como si así «ya hubiesen 
cumplido». No, ruegan y van a su encuentro, les hacen el 
bien, al igual que Jesús, «se santifican» –obedecen al 
Evangelio– por ellos. Este ejemplo lo podemos ampliar a 
tantas actitudes cristianas... Rezar por los pobres y 
ayudarles, por los enfermos y visitarles, por los 
desesperados y acompañarles, por los que no tienen fe y 
anunciarles...
El apóstol san Juan anuncia al numeroso rebaño que el 
Señor Jesús le ha confiado, que la garantía de que están en 
la verdad es el guardar dentro de su ser la Palabra. Más 
aún, les dice que, en la medida en que guardan la palabra, 
el amor de Dios hacia ellos llega a su plenitud: «En esto 
sabemos que le conocemos: en que guardamos sus 
mandamientos. Quien dice, yo le conozco y no guarda sus 
mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. 
Pero quien guarda su Palabra, ciertamente el amor de Dios 
ha llegado en él a su plenitud» (1Jn 2,3-6).
Verdad y amor, atributos de Dios que, a causa de la 
entrega incondicional de su Hijo, nos son dados a los 
hombres; son como fuentes que brotan del anuncio de la 
Buena Noticia, a la que todos tenemos acceso: ricos y 
pobres, jóvenes y adultos, sabios e ignorantes...; todos, 
ante la Palabra, estamos igualmente desnudos y 
necesitados... y despojados de pretensiones.


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