jueves, 21 de noviembre de 2024

Salmo 138(137). Himno de acción de gracias(Dios culmina su obra)

1De David.
Te doy gracias, Señor, de todo corazón.
En presencia de los ángeles, canto para ti.
2 Me postro hacia tu santuario,
y doy gracias a tu nombre,
por tu amor y tu fidelidad,
porque tu promesa supera a tu fama.
3 Cuando grité, me escuchaste,
y aumentaste la fuerza en mi alma.
4 Que te den gracias, Señor, todos los reyes de la tierra,
porque oyen las promesas de tu boca.
5 iCanten los caminos del Señor,
porque la gloria del Señor es grande!
6 El Señor es sublime, pero se fija en el humilde,
y de lejos conoce al soberbio.
7 Cuando camino entre peligros,
tú me conservas la vida.
Extiendes tu brazo contra la ira de mi enemigo,
y tu diestra me salva.
8 El Señor lo hará todo por mí.
iSeñor, tu amor es para siempre!
iNo abandones la obra de tus manos!

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 138
Dios culmina su obra
Un fiel israelita abre su corazón en su oración ante Dios. 
Tiene la certeza de que ha sido escuchado por Él, que no ha 
defraudado los anhelos de su alma, por lo que su gratitud 
empapa toda su plegaria como si estuviese derramando un 
frasco de esencias: «Te doy gracias, Señor, de todo 
corazón. En presencia de los ángeles canto para ti. Me 
postro hacia tu santuario y doy gracias a tu nombre, por tu 
amor y tu fidelidad, porque tu promesa supera a tu fama. 
Cuando grité, me escuchaste, y aumentaste la fuerza en mi 
alma».
A lo largo del poema se suceden las más ricas 
expresiones de ensalzamiento a Yavé por su grandeza, por su 
gloria y, también, porque se ha sentido protegido por su 
mano salvadora: «¡Canten los caminos del Señor, porque la 
gloria del Señor es grande! El Señor es sublime, pero se 
fija en el humilde, y de lejos conoce al soberbio. Cuando 
camino entre peligros, tú me conservas la vida. Extiendes 
tu brazo contra la ira de mi enemigo, y tu diestra me 
salva».
Todo el salmo es un sucederse de bendiciones a Yavé. 
Nos sobrecoge la esperanza que envuelve a su autor, David, 
quien culmina su himno con una preciosa confesión de fe, un 
abandonarse confiadamente a Dios, movido por la certeza de 
que Él no abandona nunca la obra de sus manos, al 
contrario, lleva a su plenitud todo lo que ha comenzado: 
«El Señor lo hará todo por mí. ¡Señor, tu amor es para 
siempre! ¡No abandones la obra de tus manos!».
Nos encontramos con un texto salmódico que refleja 
entre líneas la auténtica vocación del hombre y su culmen: 
llegar a ser hijos de Dios. Esta es la obra que lleva entre 
manos con cada uno de nosotros.
Es cierto que, si nuestros ojos se detienen ante el 
mal que nos rodea, incluido el que nosotros mismos llevamos 
dentro, nos da por pensar que este poema del rey David no 
deja de ser sino un manojo de ideales y buenos deseos, 
preciosos pero tan poéticos como irreales.
Sin embargo, nos sumergimos en la espiritualidad de 
las Escrituras y constatamos que sólo los pequeños son 
capaces de asombrarse ante la palabra de Dios y sus 
promesas. Los pequeños de Dios entienden perfectamente que 
el rey David no desvariaba en absoluto, que sus anhelos no 
eran idílicos sino reales. Tan verídica es la palabra de 
Yavé, que envió a su Hijo para completar, como dice el 
salmo, la obra de sus manos. En y por Jesucristo, Dios 
culmina la creación del hombre.
Pablo llama a esta culminación del hombre su segunda y 
definitiva creación, la cual es posible a causa de la obra 
reconciliadora del Señor Jesús: «Por tanto, el que está en 
Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es 
nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo 
por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación»
(2Cor 5,17-18).
Jesucristo da testimonio de que el Padre le ha enviado 
al mundo para llevar a término la obra que inició con la 
creación. Así lo hace saber a sus discípulos después de su 
conversación con la samaritana: «Mi alimento es hacer la 
voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 
4,34).
A pocas horas de entregar su vida, Jesús se dirige a 
su Padre en oración. Se trasluce la alegría de la misión 
cumplida, pues ya le puede presentar el culmen de la obra 
para la que ha sido enviado: «Yo te he glorificado en la 
tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste 
realizar» (Jn 17,4).
Sabemos que esa misma noche fue llevado como un 
malhechor a juicio y que al día siguiente fue crucificado. 
Mas, instantes antes de morir, gritó su victoria «¡Todo 
está cumplido!» (Jn 19,30).
Todo está cumplido. Cumplir en la Escritura significa 
«llenar», algo que ha alcanzado su plenitud. El Señor 
Jesús, triunfador de la muerte, anuncia que se ha 
completado lo que le faltaba al hombre: llegar a ser hijo 
de Dios.
Todo está cumplido. La Escritura pasa de ser palabra-
ley, que dice y no hace, para convertirse en Palabra que da 
la vida, es decir, que dice y hace. Dios, vivo en la 
Palabra, tiene poder para engendrar hijos e hijas en todos 
aquellos que, como María de Nazaret, la escuchan, la 
acogen, la guardan y la defienden ante la tentación y la 
prueba. Se esconde y se defiende, como hizo el hombre aquel 
que encontró el tesoro escondido: «El Reino de los cielos 
es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al 
encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la 
alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y lo compra»
(Mt 13,44).
Dios hace su obra en el hombre por la Palabra. Esta es 
«operante», es decir, que opera, obra en el que la acoge. 
Así nos lo afirma el apóstol Pablo: «No cesamos de dar 
gracias a Dios porque, al recibir la Palabra de Dios que os 
predicamos, la acogisteis, no como palabra de hombre, sino 
cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece 
operante en vosotros los creyentes» (2Tes 2,13).

No hay comentarios:

Publicar un comentario