1De David.
Te doy gracias, Señor, de todo corazón.
En presencia de los ángeles, canto para ti.
2 Me postro hacia tu santuario,
y doy gracias a tu nombre,
por tu amor y tu fidelidad,
porque tu promesa supera a tu fama.
3 Cuando grité, me escuchaste,
y aumentaste la fuerza en mi alma.
4 Que te den gracias, Señor, todos los reyes de la tierra,
porque oyen las promesas de tu boca.
5 iCanten los caminos del Señor,
porque la gloria del Señor es grande!
6 El Señor es sublime, pero se fija en el humilde,
y de lejos conoce al soberbio.
7 Cuando camino entre peligros,
tú me conservas la vida.
Extiendes tu brazo contra la ira de mi enemigo,
y tu diestra me salva.
8 El Señor lo hará todo por mí.
iSeñor, tu amor es para siempre!
iNo abandones la obra de tus manos!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 138
Dios culmina su obra
Un fiel israelita abre su corazón en su oración ante Dios.
Tiene la certeza de que ha sido escuchado por Él, que no ha
defraudado los anhelos de su alma, por lo que su gratitud
empapa toda su plegaria como si estuviese derramando un
frasco de esencias: «Te doy gracias, Señor, de todo
corazón. En presencia de los ángeles canto para ti. Me
postro hacia tu santuario y doy gracias a tu nombre, por tu
amor y tu fidelidad, porque tu promesa supera a tu fama.
Cuando grité, me escuchaste, y aumentaste la fuerza en mi
alma».
A lo largo del poema se suceden las más ricas
expresiones de ensalzamiento a Yavé por su grandeza, por su
gloria y, también, porque se ha sentido protegido por su
mano salvadora: «¡Canten los caminos del Señor, porque la
gloria del Señor es grande! El Señor es sublime, pero se
fija en el humilde, y de lejos conoce al soberbio. Cuando
camino entre peligros, tú me conservas la vida. Extiendes
tu brazo contra la ira de mi enemigo, y tu diestra me
salva».
Todo el salmo es un sucederse de bendiciones a Yavé.
Nos sobrecoge la esperanza que envuelve a su autor, David,
quien culmina su himno con una preciosa confesión de fe, un
abandonarse confiadamente a Dios, movido por la certeza de
que Él no abandona nunca la obra de sus manos, al
contrario, lleva a su plenitud todo lo que ha comenzado:
«El Señor lo hará todo por mí. ¡Señor, tu amor es para
siempre! ¡No abandones la obra de tus manos!».
Nos encontramos con un texto salmódico que refleja
entre líneas la auténtica vocación del hombre y su culmen:
llegar a ser hijos de Dios. Esta es la obra que lleva entre
manos con cada uno de nosotros.
Es cierto que, si nuestros ojos se detienen ante el
mal que nos rodea, incluido el que nosotros mismos llevamos
dentro, nos da por pensar que este poema del rey David no
deja de ser sino un manojo de ideales y buenos deseos,
preciosos pero tan poéticos como irreales.
Sin embargo, nos sumergimos en la espiritualidad de
las Escrituras y constatamos que sólo los pequeños son
capaces de asombrarse ante la palabra de Dios y sus
promesas. Los pequeños de Dios entienden perfectamente que
el rey David no desvariaba en absoluto, que sus anhelos no
eran idílicos sino reales. Tan verídica es la palabra de
Yavé, que envió a su Hijo para completar, como dice el
salmo, la obra de sus manos. En y por Jesucristo, Dios
culmina la creación del hombre.
Pablo llama a esta culminación del hombre su segunda y
definitiva creación, la cual es posible a causa de la obra
reconciliadora del Señor Jesús: «Por tanto, el que está en
Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es
nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo
por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación»
(2Cor 5,17-18).
Jesucristo da testimonio de que el Padre le ha enviado
al mundo para llevar a término la obra que inició con la
creación. Así lo hace saber a sus discípulos después de su
conversación con la samaritana: «Mi alimento es hacer la
voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn
4,34).
A pocas horas de entregar su vida, Jesús se dirige a
su Padre en oración. Se trasluce la alegría de la misión
cumplida, pues ya le puede presentar el culmen de la obra
para la que ha sido enviado: «Yo te he glorificado en la
tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste
realizar» (Jn 17,4).
Sabemos que esa misma noche fue llevado como un
malhechor a juicio y que al día siguiente fue crucificado.
Mas, instantes antes de morir, gritó su victoria «¡Todo
está cumplido!» (Jn 19,30).
Todo está cumplido. Cumplir en la Escritura significa
«llenar», algo que ha alcanzado su plenitud. El Señor
Jesús, triunfador de la muerte, anuncia que se ha
completado lo que le faltaba al hombre: llegar a ser hijo
de Dios.
Todo está cumplido. La Escritura pasa de ser palabra-
ley, que dice y no hace, para convertirse en Palabra que da
la vida, es decir, que dice y hace. Dios, vivo en la
Palabra, tiene poder para engendrar hijos e hijas en todos
aquellos que, como María de Nazaret, la escuchan, la
acogen, la guardan y la defienden ante la tentación y la
prueba. Se esconde y se defiende, como hizo el hombre aquel
que encontró el tesoro escondido: «El Reino de los cielos
es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al
encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la
alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y lo compra»
(Mt 13,44).
Dios hace su obra en el hombre por la Palabra. Esta es
«operante», es decir, que opera, obra en el que la acoge.
Así nos lo afirma el apóstol Pablo: «No cesamos de dar
gracias a Dios porque, al recibir la Palabra de Dios que os
predicamos, la acogisteis, no como palabra de hombre, sino
cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece
operante en vosotros los creyentes» (2Tes 2,13).
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