XV - Jesús: Discípulo y
Maestro
Uno de los
rasgos que los profetas nos presentan como más determinante en lo que respecta
a reconocer al Mesías esperado es el de su relación de discípulo con Yahvé, su
Padre. Isaías, iluminado por el Espíritu Santo, conjuga de forma magistral el
oído abierto del Mesías con su capacidad de hacer llegar, por medio de su
predicación, palabras colmadas de fuerza interior que servirán para levantar a
los débiles, a los cansados, a todos aquellos que ya no esperan nada de nadie,
ni siquiera de Dios: “El Señor Yahvé me ha dado lengua de discípulo, para que
haga llegar al cansado una palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi
oído, para escuchar como los discípulos” (Is 50,4).
Mañana tras
mañana conecta el Señor Jesús con el Padre, alarga su oído hacia Él para
llenarse de sabiduría y fortaleza; también de la vida, oculta en su Palabra,
para poder hacer su voluntad, que no es otra que llevar a cabo la misión a la
que ha sido enviado. Es tal la convicción del Hijo a este respecto que proclama
solemnemente que Él no puede hablar por su cuenta, que lo que sale de sus
labios le viene de su Padre: “Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre
que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, yo sé que su
Palabra es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo
ha dicho a mí” (Jn 12,49-50).
Jesús es
Maestro y Pastor, en realidad el único Maestro (Mt 23 8) y el Buen Pastor (Jn
10,14). Lo es porque primeramente ha sido el Discípulo por excelencia, el que
ha sabido escuchar al Padre en actitud de continua disponibilidad “mañana tras
mañana”, en el decir de Isaías, mostrando así la calidad de su obediencia. Es
por ello que tiene autoridad para decir a los suyos: “Venid conmigo, y os haré
llegar a ser pescadores de hombres” (Mc 1,17).
Fijémonos bien
en lo que dice: “os haré llegar a ser”. Tengamos en cuenta que se sirve de la
misma expresión utilizada por los autores bíblicos que nos narran la creación,
la génesis del mundo. Jesús no funda una escuela del discipulado: Él mismo es
la escuela, la génesis donde unos pobres hombres llegan a ser sus discípulos.
Llegan a serlo por la calidad de lo que escuchan: el Evangelio, y porque Él
mismo les abre el oído; y, por supuesto, porque ellos libremente aceptan el
seguimiento.
El hombre que
se acerca a Jesucristo como Señor descubre alborozado la libertad interior que
Él, como Maestro y Pastor, gesta en sus entrañas. Libertad interior que nace
del hecho de saber distinguir, al tiempo que escoger, entre la carga de la ley
y las alas que da la Palabra; mas no termina ahí el gozo, el asombro, de los
suyos ante lo que reciben de su Maestro. Así como Él llegó a ser Maestro por la
calidad y profundidad de su ser discípulo del Padre, acontece que –y ahí radica
el asombro que da paso al estupor- también ellos, por la calidad de su
discipulado, llegan a ser maestros por el Maestro, pastores por el Pastor según
su corazón.
Todo esto, por muy sublime que sea, no tendría ningún
valor si no estuviese apoyado y atestiguado por el mismo Jesucristo, por su
Evangelio. La buena noticia es que no hemos inventado absolutamente nada, ni
siquiera ha sido necesario sondear hasta la saciedad escritos de diversos
expertos en espiritualidad con el fin de encontrar un apoyo a lo que estamos
diciendo. Las palabras que Jesús proclama a este respecto son meridianamente
claras. Hablando con su Padre, y con evidente intención catequética hacia los
suyos, le dice: “…Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra.
Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que
tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido
verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado” (Jn
17,6-8).
Mi Padre os quiere
Con la
indispensable ayuda de nuestro Maestro, el mismo que explicó y abrió las
Escrituras a los dos discípulos que se arrastraban apesadumbrados hacia Emaús
(Lc 24,25-27), nos atrevemos a partir el texto de Juan. Al pedir la ayuda de
nuestro Maestro para partir como Pan de
Vida que es, estas palabras, no estoy echando mano de una frase hecha, de un
cliché. Lo digo porque tengo la certeza total y absoluta de que si Dios no nos
abre por medio de su Hijo la Palabra en cuanto misterio: su Misterio (Ef 6,19),
por muy inteligente, preparado o sabio que pudiera ser, lo que yo dijera o
escribiese no sería más que –siguiendo analógicamente a Pablo- “un bronce que
suena o un címbalo que retiñe” (1Co 13,1).
Partimos, pues,
el Pan Vivo de este texto del Evangelio del Hijo de Dios “con temor y temblor”,
como diría Pablo (1Co 2,3), y también “con sencillez y estremecimiento”, como
se expresa Isaías (Is 66,2). El mismo asombro ante lo santo y sagrado que
experimentaban los judíos al escuchar a Jesús: “Y sucedió que cuando acabó
Jesús estos discursos –el Sermón de la Montaña- la gente quedaba asombrada de
su enseñanza (Mt 7,28).
Juan inicia el
capítulo en el que está encuadrado este texto puntualizando que Jesús, “alzando
los ojos al cielo, dijo: Padre…” (Jn 17,1). Vemos a Jesús confidenciándose con
su Padre, al tiempo que catequiza a sus discípulos. Es la Palabra que va y
viene; va hacia su origen y fuente: el Padre; y vuelve hacia el oído de los suyos
para que, según la llamada-promesa que les hizo, “lleguen a ser pescadores de
hombres”, es decir, maestros y pastores.
En esta su
sublime y asombrosamente bella plegaria, le habla con amor entrañable de sus
discípulos; unos hombres que –señala- “antes eran tuyos, tú me los has dado y
han guardado tu Palabra”. Las palabras que ha proclamado a lo largo de su
predicación no eran suyas, sino que, como hemos visto anteriormente, le eran
dadas por su Padre.
Ahora, y
teniendo en cuenta el tema de este libro -Pastores según el corazón de Dios-,
nos centramos en lo que podríamos llamar el trasvase que hace Jesús de su
magisterio y pastoreo a estos
discípulos, imagen de la Iglesia, que están junto a Él celebrando la cena-eucaristía. Jesús, el Señor,
el Liturgo de Israel por excelencia, está anticipando la creación del hombre
nuevo según su corazón, que más adelante describirá Pablo (Ef 4,20-21).
Confiesa Jesús
al Padre que ha dado a sus discípulos
las palabras que Él le ha confiado; y
añade a continuación que ellos las han aceptado. Es ésta una condición
indispensable para que les sean abiertos los sentidos del alma, como dicen los
Padres de la Iglesia. Es entonces cuando la fuerza interior que emana de ellas
engendra la fe, la fe adulta. En esta misma dirección, Pablo afirma que es la
predicación la que engendra la fe (Rm 10,17).
Puesto que la
fe no es estática, sino que, por el contrario -siguiendo el símil del universo-
está siempre en expansión, la aceptación de la predicación de Jesús les hace
partícipes del mismo amor con el que éste es amado por su Padre. Esto no es una
apreciación humana, Jesús nos lo confirma: “El Padre mismo os quiere, porque me
queréis a mí y creéis que salí de Dios” (Jn 16,27). Por si les quedase a los
discípulos la menor duda acerca de esta bellísima promesa, culmina la
catequesis que ha dado a lo largo de todo este capítulo con el siguiente broche
de oro: “…Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer,
para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26).
Las palabras que tú me
diste
A la luz de
estos textos, vemos cómo Jesús sitúa a sus discípulos en una dimensión con Dios
Padre que, aunque nos parezca exagerada, es semejante -lo proclama Él mismo- a la suya. Es una
semejanza que nadie se atrevería a afirmar si no fuera porque, como ya he
dicho, conocemos de primera mano: de la boca del mismo Hijo de Dios. Escuchemos
las palabras que dirige a María Magdalena en la mañana de su resurrección
gloriosa: “Vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a
mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20,17b).
Algo muy
determinante aconteció a partir de la
victoria de Jesucristo sobre la muerte; es todo un salto cualitativo en la
relación del hombre con Dios. Las alusiones de Jesús a “mi Padre”, que tantas veces encontramos a lo largo del
Evangelio, dan paso ahora a una realidad imposible de abarcar por su
adimensionalidad. Le oímos decir: “mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro
Dios”. No hay duda de que ésta ha sido, si es que así podemos hablar, la obra
maestra de nuestro Buen Pastor: su Padre es nuestro Padre y su Dios es nuestro
Dios, con todo lo que ello implica. Es su Palabra la que ha engendrado este
nuevo ser del hombre en Dios. Palabra que ha engendrado en sus discípulos la fe
adulta, puesto que les ha permitido ver y reconocer en su Señor al Enviado de
Dios Padre.
Estos datos
catequéticos recogidos por Juan a lo largo de la última cena nos dan pie para
pensar que fueron los que forjaron la columna vertebral de la espiritualidad de
la Palabra, de la que rezuma el Prólogo de su evangelio. Llevado del santo y sagrado atrevimiento que
tienen aquellos que han penetrado en la intimidad de Dios, proclama que “todos
aquellos que recibieron -acogieron la Palabra- les dio poder de hacerse hijos
de Dios” (Jn 1,12).
Fijémonos bien
en lo que dice Juan: “hacerse”, que equivale al “llegar a ser” que
vimos cuando Jesús llamó a Pedro y
Andrés a ser pescadores de hombres (Mc 1,17). Jesús -Señor, Maestro y
Pastor-, ofrece a los hombres el Evangelio que les engendra como hijo de Dios;
que les permite, igual que Él, llamar al Padre, mi Padre; y a Dios, mi Dios. He
ahí la misión primordial de los pastores llamados y enviados por el Señor
Jesús. He ahí los pastores que, al tener una relación con Dios parecida a la
del Hijo, pastorean según su corazón.
Estos pastores
siguen los pasos de su Señor, sus huellas, como nos dice Pedro: “Cristo sufrió
por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas” (1P 2,21). Muchas
son las penalidades que estos pastores sobrellevan a lo largo de su ministerio.
Pedro considerará un gran gozo, al tiempo que una inestimable gracia, el hecho
de participar de los sufrimientos del Hijo de Dios: “Alegraos en la medida en
que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis
alborozados en la revelación de su gloria” (1P 4,13).
Por supuesto
que sí, que los pastores según el corazón de Dios participan de los
sufrimientos de Jesucristo. Esta realidad es una constante en las cartas
apostólicas. Mas no nos podemos quedar sólo en eso; los gozos y las alegrías de
los pastores según Jesucristo son indeciblemente mayores que las penalidades;
además éstas son curadas por la capacidad de amar y perdonar que Jesús da a los
suyos, mientras que el júbilo y las satisfacciones que tienen están en las
manos de Dios; hacen parte de ese tesoro anunciado en el Evangelio por Jesús, y
que no está expuesto al peligro de los ladrones ni a la corrosión de la polilla
(Lc 12,32).
Entre los gozos y satisfacciones de incalculable valor
que Dios preserva y protege para los suyos, nombraremos uno que nos llama la
atención por su absoluta originalidad; me estoy refiriendo al júbilo
indescriptible de aquellos pastores que pueden hacer suyas, una tras otra, las
mismas palabras que dijo Jesús con respecto a sus ovejas. También ellos pueden
un día dirigirse a Dios en los mismos términos que su Buen Pastor: “Tuyas eran
–las ovejas- y tú me las has dado… las palabras que tú me diste se las he dado
a ellas y ellas las han aceptado…” (Cfr.
17,6-8).
DIOS LOS BENDIGA POR ESTOS CONSEJOS
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