1 Cántico. Salmo. De David.
2 Mi corazón está firme, oh Dios.
Para ti cantaré y tocaré, gloria mía.
3 ¡Despertad cítara y arpa,
despertaré a la aurora!
4 Te alabaré entre los pueblos, Señor,
tocaré para ti en medio de las naciones,
5 pues tu amor es más grande que los cielos,
y tu fidelidad alcanza a las nubes.
6 Elévate sobre el cielo, oh Dios,
que tu gloria domine la tierra entera,
7 para que salgan libres tus predilectos,
y tu mano salvadora nos responda.
8 Dios habló en su santuario:
«Triunfante ocuparé Siquén,
y repartiré el valle de Sucot.
9 Mío es Galaad, mío Manasés,
Efraín es el yelmo de mi cabeza,
Judá es mi cetro de mando.
la Moab es la jofaina donde me lavo.
Sobre Edón echo mi sandalia,
y sobre Filistea canto victoria».
11 ¿Quién me guiará a una ciudad fuerte,
quién me conducirá hasta Edón,
12 si tú, oh Dios, nos has rechazado,
y no sales ya con nuestras tropas?
13 ¡Socórrenos en la opresión,
que el auxilio del hombre es inútil!
14 ¡Con Dios haremos proezas!
¡Él pisoteará a nuestros opresores!
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Salmo 108
Victoria de Dios y del hombre
En este salmo el autor recoge en su alma el corazón de todo
el pueblo, y eleva a Dios un himno de alabanza que se
entremezcla con la súplica.
Le pide que sea Él mismo quien
vuelva a capitanear a Israel para doblegar así a los
pueblos enemigos que le oprimen.
La entonación de alabanza brota alegre y jubilosa del corazón del salmista, con la expresividad natural de quien reconoce el amor y la lealtad de Yavé en su propia
historia, que refleja también la historia colectiva de su pueblo:
«Mi corazón está firme, oh Dios. Para ti cantaré y tocaré,
gloria mía. ¡Despertad, cítara y arpa, despertaré a la aurora! Te alabaré entre los pueblos, Señor, tocaré para ti en medio de las naciones, pues tu amor es más grande que
los cielos, y tu fidelidad alcanza a las nubes».
Yavé es soberano de todos los pueblos: «Dios habló en
su santuario: “Triunfante ocuparé Siquén, y repartiré el
valle de Sucot... Moab es la jofaina donde me lavo. Sobre
Edón echo mi sandalia, y sobre Filistea canto victoria...».
¿Cómo es, pues, que Israel está a merced de sus enemigos? Y
entramos en la súplica.
Hay un pueblo –Edón– por encima de todos los demás que
personifica la enemistad de las naciones que combaten
contra Israel. Este se siente impotente ante el poderío de
su enemigo. No se siente con fuerza para hacerle frente,
para presentar batalla, porque Dios no está con él, no
acaudilla sus tropas y así lo expresa lastimeramente
nuestro hombre orante: «¿Quién me guiará a una ciudad
fuerte, quién me conducirá hasta Edón, si tú, oh Dios, nos
has rechazado, y no sales ya con nuestras tropas?».
¿Es que no queda ningún héroe, ningún hombre fuerte
para conducir al pueblo en su combate contra sus enemigos?
Sin duda que en Israel sobran los guerreros valientes y
audaces, pero no para enfrentar una derrota que es más que
cierta. Sucede que Edón representa el mal en toda su
fuerza, ante quien ningún poder humano prevalece. El
poderío que representa Edón en esta oración-súplica nos
sobrecoge. Sólo Dios al frente del hombre puede culminar
felizmente el combate contra el mal.
¿Qué hace Dios ante la súplica angustiosa de todo un
pueblo? Ampliamos los sentimientos pavorosos del salmista a
todo ser humano, y nos preguntamos qué hace Dios ante el
mal y su príncipe, el seductor del mundo (Ap 12,9). Y Dios nos contesta , Dios, que ama al hombre, envía a su Hijo en medio de
nosotros. Él solo va a enfrentar al príncipe del mal en su
propio campo de batalla: el desierto. Con la verdad en sus
labios y en su corazón, espera la embestida de la mentira
deshaciendo sus seducciones. Nos referimos al combate, las
tres tentaciones que el Señor Jesús aceptó en un cuerpo a
cuerpo con Satanás en el desierto, aplastando al tentador
(Mt 4,1-11).
Esta victoria del Mesías es la respuesta de Dios a la
súplica del salmista y de todo hombre que se ve sometido al
mal. Victoria que viene en nuestra ayuda para paliar las
tremendas limitaciones que todos tenemos ante el demoledor
poder seductor que ejerce la mentira y su príncipe (Jn
8,44).
Victoria sobre Satanás, sobre el que nos miente y el
que nos engaña. Victoria que el Hijo de Dios hace suya y
nuestra, ahuyentando de nuestro ánimo cualquier temor y
derrotismo: «En el mundo tendréis tribulación, pero ¡ánimo!
yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Yo he vencido al mundo
y los discípulos del Señor Jesús también. Así nos lo
refiere san Juan en su primera Carta: «Todo el que ha
nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la
victoria sobre el mundo es nuestra fe. Pues ¿quién es el
que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de
Dios?» (1Jn 5,4-5).
Jesucristo vence a Satanás-Edón con las armas que su
Padre le da, que no son otras que el obrar según las
palabras que de Él oye: «Yo no he hablado por mi cuenta,
sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que
tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida
eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me
lo ha dicho a mí» (Jn 12,49-50).
La fidelidad de Jesucristo al Padre en cada palabra que de Él recibió, le permitió ser fiel a la misión
confiada. Misión-encargo que consistió en abrirnos la
puerta de la salvación. Pues bien, en el último diálogo de
Jesús con el Padre antes de la pasión, le dice que las
mismas palabras que fueron el arma de su victoria, las ha
dado a sus discípulos para que también ellos puedan vencer.
Estas mismas palabras aceptadas, son el fundamento de la fe
en Él: «Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de
ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a
ellos, y ellos las han aceptado y han creído verdaderamente
que vengo de ti. Y han creído que tú me has enviado» (Jn
17,7-8).
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