miércoles, 30 de octubre de 2024

Salmo 111(110). - Elogio de las obras divinas ​(El canto del corazón)

1 ¡Aleluya!
Doy gracias al Señor de todo corazón,
en compañía de los rectos, en la asamblea.
2 Grandes son las obras del Señor,
dignas de estudio para quien las ama.
3 Esplendor y majestad es su obra,
su generosidad permanece por siempre.
4 Él ha hecho maravillas memorables.
El Señor es piadoso y compasivo:
5 da alimento a los que lo temen,
recordando siempre su alianza.
6 Mostró a su pueblo la fuerza de su obrar,
entregándole la herencia de las naciones.
7 Justicia y Verdad son las obras de sus manos,
todos sus preceptos merecen confianza.
8 Son estables para siempre y eternamente,
han de cumplirse con verdad y rectitud.
9 Envió la liberación a su pueblo,
ratificando para siempre su alianza.
Su nombre es santo y terrible.
10 El principio de la sabiduría es el temor del Señor.
Todos los que lo practican tienen buen juicio.
La alabanza del Señor permanece por siempre.

Reflexiones del padre Antonio Pavía: ​(extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)

Salmo 111
El canto del corazón
Himno de glorificación que invita a los fieles a bendecir y 
alabar a Yavé por sus obras, repletas de esplendor y 
majestad: «¡Aleluya! Doy gracias al Señor de todo corazón, 
en compañía de los rectos, en la asamblea. Grandes son las 
obras del Señor, dignas de estudio para quien las ama. 
Esplendor y majestad es su obra, su generosidad permanece 
por siempre».
El autor invita a la asamblea litúrgica a no quedarse 
en la simple contemplación estática de las obras de Yavé. 
Exhorta a los fieles a interiorizar los hechos gloriosos de 
Dios en la creación, a llevarlos al corazón para 
meditarlos. Son bondades de Dios derramadas sobre los 
hombres.
A este respecto, hemos de puntualizar qué es lo que 
significa para un israelita en su contexto religioso-
cultural el verbo meditar. Para nosotros, que tenemos una 
cultura occidental, este verbo está demasiado asociado a lo 
que podríamos llamar una especie de análisis deductivo de 
un hecho o un texto bajo un matiz intimista.
Sin embargo, para un israelita significa llegar a 
hacer suyo en el corazón algo que está oyendo o viendo. Por 
ejemplo, cuando acontece el nacimiento del Mesías, y ante 
el hecho de que los primeros testigos son unos pastores sin 
ninguna raigambre religiosa o social, escuchamos que María 
de Nazaret «guardaba todas estas cosas y las meditaba en su 
corazón» (Lc 2,19). Posiblemente, esta recepción del Mesías 
no era la que ella hubiese previsto, mas, al meditar la 
forma de obrar de Dios, hizo suya la Encarnación. Por eso 
es imagen de la fe que Dios ha venido a plantar en la 
creación por medio de su Hijo.
Volvemos al salmo y reparamos cómo su autor nos dice 
que las obras de Yavé no son sólo grandes y majestuosas 
sino que también tienen el sello de la verdad, la justicia 
y la lealtad: «Justicia y Verdad son las obras de sus 
manos, todos sus preceptos merecen confianza. Son estables 
para siempre y eternamente, han de cumplirse con verdad y 
rectitud».
En el Evangelio oímos cómo el Señor Jesús nos dice en 
qué consiste «la obra de Dios». Lo expresa así, en 
singular. Es la obra que recapitula y corona toda su acción 
creadora. A la luz del Mesías vemos que el culmen de la 
obra de Dios en el hombre es la fe. Esta es la respuesta 
que da Jesucristo a la pregunta de los judíos: «Ellos le 
dijeron: ¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios? 
Jesús les respondió: La obra de Dios es que creáis en quien 
él ha enviado» (Jn 6,28-29).229

El Señor Jesús invita a sus oyentes a creer en Él, ya 
que es a partir de él como pueden conocer, acoger y, por lo 
tanto, creer en Aquel que le ha enviado: el Padre. «En 
verdad, en verdad os digo: Quien acoja al que yo envíe me 
acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a Aquel que me ha 
enviado» (Jn 13,20).
No se trata de entrar en una dialéctica acerca de que 
si antes de Jesucristo el pueblo de Israel creía en Yavé 
más o menos intensamente, con mayor o menor profundidad. Lo 
que Jesucristo está proclamando es que, en Él y por Él, ha 
llegado el momento en que la fe vaya mucho más allá del 
sentimiento religioso o de un movimiento popular con sus 
tintes folklóricos.
Ha llegado el momento en que la fe se revista de 
verdad, justicia y lealtad, como vemos en el salmo; son 
sellos que marcan la obra de Yavé, que definen su grandeza 
y clarifican la fe. Sólo así el hombre da el salto de una 
religiosidad superficial e inmadura hacia la adhesión a 
Dios. Digamos mejor, que Dios se adhiere al hombre por la 
encarnación y este, al acoger el Evangelio, se adhiere a 
Dios.
Los discípulos del Señor Jesús son aquellos que no van 
al Evangelio como se va a un libro que haya que leer o 
estudiar. Van a él con el alma y el corazón abierto para 
meditarlo, es decir, para hacerlo suyo, siguiendo así los 
pasos de María de Nazaret. También ella no entendería 
muchas cosas. Dios permitió que las entendiera en la medida 
en que hacía suyos los acontecimientos que veía y las 
palabras que escuchaba.
Los buscadores de Dios, al hacer suyo el Evangelio por 
Él ofrecido, ven asombrados cómo se siembran en ellos la 
verdad, la justicia y la lealtad de Dios. Reconocen y son 
testigos de que Él ha sido infinitamente bueno y 
misericordioso con ellos, y dejan que su corazón y su 
espíritu se abran en una melodía polifónica indescriptible 
que canta, alaba y le bendice. Es importante señalar que 
ningún buscador de Dios, a lo largo de la historia, ha sido 
defraudado por Él. Oigamos la recomendación del apóstol 
Pablo: «Aspirad a las cosas de arriba no a las de la 
tierra» (Col 3,2).
Concluimos con la exhortación que nos hace el mismo 
apóstol a fin de que nuestros corazones estén a punto para 
alabar a Dios: «Recitad entre vosotros salmos, himnos y 
cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón 
al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios 
Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5,19-20). 




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