1 El Señor es Rey: ¡tiemblan los pueblos!
iSentado sobre querubines: se estremece la tierra!
2 El Señor es grande en Sión,
excelso sobre todos los pueblos.
3 Reconozcan tu nombre grande y terrible:
«¡Él es santo!».
4 Reinas con poder y amas la justicia.
Tú has establecido la rectitud.
Administras la justicia y el derecho,
tú actúas en Jacob.
5 Ensalzad al Señor, Dios nuestro,
postraos ante el estrado de sus pies:
<<¡Él es santo!».
6 Moisés y Aarón, con sus sacerdotes,
y Samuel, con los que invocan el nombre del Señor,
clamaban al Señor y él les respondía.
7 Dios les hablaba desde la columna de nube
y guardaban sus mandamientos
y la ley que les había dado.
8 Señor, Dios nuestro, tú les respondías,
eras para ellos un Dios de perdón,
y un Dios vengador de sus maldades.
9 ¡Ensalzad al Señor, Dios nuestro,
postraos ante su monte santo!:
«¡El Señor, nuestro Dios, es Santo!».
Reflexiones del padre Antonio Pavía: (extractadas de su libro "En el Espíritu de los Salmos" y publicadas con autorización expresa de la Editorial San Pablo)
Jesucristo, Santo e Intercesor
Himno litúrgico que ensalza la realeza de Yavé. La elegía
proclama festivamente atributos que reflejan la
omnipotencia de Yavé: Él es Rey, es excelso, es santo. «El
Señor es Rey: ¡tiemblan los pueblos! ¡Sentado sobre
querubines: se estremece la tierra! El Señor es grande en
Sión, excelso sobre todos los pueblos. Reconozcan tu nombre
grande y terrible: “¡Él es santo!”».
Lo que llama la atención es que la inmensa grandeza de
Dios no es óbice para que se abaje a escuchar y atender a
cuantos le invocan; se nombra a algunos de los que
intercedieron ante Él en favor del pueblo. Concretamente se
cita a Moisés, a Aarón y a Samuel: «Ensalzad al Señor, Dios
nuestro, postraos ante el estrado de sus pies: “¡Él es
santo!”. Moisés y Aarón, con sus sacerdotes, y Samuel, con
los que invocan el nombre del Señor, clamaban al Señor y él
les respondía».
Vamos a fijarnos en la figura de Moisés como
intercesor. Sabemos que, una vez que el pueblo de Israel es
liberado de Egipto, llega un momento en que ya no se fía ni
de Moisés ni de Yavé en su caminar por el desierto. Deciden
entonces modelar un becerro de oro al que puedan ver y
tocar, y le llaman «su dios». Es evidente que están
cansados de seguir a un «Dios-Yavé» que sólo se comunica
con Moisés.
Ante este hecho consumado, Yavé decide destruir a este
pueblo que no ha sabido apreciar las maravillas y milagros
que ha hecho en su favor, hasta el punto de volver su
corazón a la idolatría. Entonces Moisés se interpone ante
Yavé y el pueblo y, en su audacia –la audacia de los que
intiman con Dios–, le hace lo que podríamos llamar una
especie de chantaje: Si extermina al pueblo, los egipcios
dirán que los sacó de su país para matarlos a medio camino
antes de llegar a la tierra que les había prometido. Es
más, Moisés le recuerda a Yavé que su promesa la hizo bajo
juramento a los patriarcas Abrahán, Isaac y Jacob.
Leemos el texto: «Moisés trató de aplacar a Yavé, su
Dios, diciendo: “¿Por qué, oh Yavé, ha de encenderse tu ira
contra tu pueblo, el que tú sacaste de la tierra de Egipto
con gran poder y mano fuerte? ¿Van a poder decir los
egipcios: por malicia los has sacado para matarlos en las
montañas y exterminarlos de la faz de la tierra?...
Acuérdate de Abrahán, de Isaac y de Jacob, a los cuales
juraste por ti mismo: toda esta tierra que os tengo
prometida la daré a vuestros descendientes, y ellos la
poseerán como herencia para siempre”. Y Yavé renunció a
lanzar el mal con que había amenazado a su pueblo» (Éx 32,11-14)
Israel, a lo largo de su historia, va madurando
espiritualmente de forma que poco a poco va asimilando la
experiencia de que Yavé es alguien a quien se puede invocar
y que no deja sin respuesta. Aún más, saben que Yavé es un
Dios cercano, cosa que no pueden decir los demás pueblos
acerca de sus dioses: «¿Hay alguna nación tan grande que
tenga los dioses tan cerca como lo está Yavé, nuestro Dios,
siempre que lo invocamos?» (Dt 4,7).
En la plenitud de los tiempos, así es como al apóstol Pablo le gusta señalar la encarnación del Hijo de Dios, éste, como nuevo Moisés, se interpone entre la santidad y
vida eterna de Dios y la debilidad-muerte del hombre.
Jesucristo es el verdadero y definitivo intercesor del
hombre ante su Padre. Se deja revestir de nuestra muerte
para que nosotros podamos ser revestidos de la vida eterna
y santidad que son propias de Dios. El apóstol puntualiza
que el Señor Jesús intercede por el hombre haciéndole pasar
de la condenación a la justificación, es decir, le hace
partícipe de la santidad de Dios: «Si Dios está con
nosotros, ¿quién contra nosotros?... ¿Quién acusará a los
elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién
condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún, el
que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros?» (Rom 8,31-34).
Reparemos en que Pablo lanza esta pregunta y no la deja en el aire, sino que a continuación proclama en su
respuesta el incomprensible e inaudito amor que Dios ha
manifestado al hombre por medio de su Hijo Jesucristo:
«¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?,
¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la
desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?... Pero en todo esto
salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rom 8,35-37).
Por su parte, San Juan señala con fuerza el hecho de
que el Señor Jesús, asumiendo que los hombres somos
extremadamente débiles, actúa permanentemente como abogado
ante el Padre. En realidad, nuestra conversión a Dios tiene
como caldo de cultivo el no desertar de nuestra debilidad,
me refiero a no hacer promesas imposibles que son
incompatibles con nuestra pobreza existencial.
En definitiva, se trata de tener la humildad y el realismo
cosidos a nuestro ser de forma que, más que «hacer por Dios», habremos de dejar a Él hacer por nosotros. Y esto con una certeza, todo lo que haga en y por nosotros
revierte en bien para toda la humanidad. Lo hemos percibido
repetidamente en todos los santos.
Concluimos con este texto de Juan que refleja la
fuerza de nuestro Señor Jesucristo como intercesor: «Hijos
míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno
peca, tenemos a uno que aboga ante el Padre: a Jesucristo,
el Justo» (1Jn 2,1)
No hay comentarios:
Publicar un comentario