domingo, 17 de enero de 2016

Pastores según mi corazón (Hombres de Dios para el mundo) | Capítulo VIII

Les hablaré al corazón

El profeta Oseas describe la infidelidad de Israel con respecto a Dios con unos matices que podríamos considerar dramáticos. Es tan real la apostasía de hecho del pueblo santo, que se siente en la necesidad de denunciar que se ha prostituido al poner su confianza en los ídolos, al tiempo que se sacudió de encima a su Dios como si fuera una carga: “Mi pueblo consulta su madero, y su palo le adoctrina, porque un espíritu de prostitución le extravía, y se prostituyen sacudiéndose de su Dios” (Os 4,12).
Parece que no hay vuelta posible. Ya tomaron su determinación, “la suerte está echada”, dirían los clásicos; y el pueblo de la alegría y de la fiesta, de las celebraciones y los cánticos, del honor y la dignidad, ha quedado, como se dice, al pie de los caballos. No, no hay como volver a Dios, todo es incertidumbre y confusión; aun cargando sobre sus espaldas el mal que han escogido con todas las frustraciones que comporta, no tienen muy claro que con Dios, a quien han abandonado, les vaya a ir mejor. Lejos están las hazañas que Dios hizo por este pueblo, las maravillas que sus antepasados les contaron de generación en generación. Si lejos están en el tiempo, más lejos aún están en su memoria, en su corazón. Presos de tanta desazón, ¿cómo volver a Él?
Efectivamente, no hay cómo volver a Dios. Sin embargo, Él sí tiene cómo volverse a su pueblo, y sí, se vuelve. Así lo hace a pesar de que Israel se lo ha quitado de encima porque no constituía para él más que una molestia, un estorbo de cara a sus proyecciones y metas. El mismo Oseas, que tan descarnadamente nos ha descrito la infidelidad-apostasía de Israel, nos dará a conocer la solicitud amorosa de Dios hacia su pueblo con palabras inusitadamente bellas, palabras cargadas de delicadeza, solicitud, amor… Es tal el inclinarse de Dios hacia estos hombres, que nos parece totalmente imposible que se haya interpuesto entre ellos tamaña infidelidad y apostasía.
No nos cabe en la cabeza que el mismo Dios que dijo “les visitaré por los días de los Baales (Ídolos), cuando les quemaba incienso, cuando se adornaba con su anillo y su collar y se iba detrás de sus amantes, olvidándose de mí” (Os 2,15)…, exprese a continuación ¡esta sublime declaración de amor!: “Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto (a Israel como su esposa) y hablaré a su corazón” (Os 2,16).
Recogemos esta declaración y hacemos de ella nuestro pórtico de entrada que nos introduzca en una nueva faceta de los pastores según el corazón de Dios. Faceta que nos indica que éstos son aquellos a quienes Dios lleva primeramente al desierto, a la soledad; una vez en él, les habla –pone sus palabras- al corazón. Soledad, Palabra y corazón del hombre: He ahí el trípode, el horno en el que Dios moldea a sus pastores quienes tienen la misión recibida del Hijo, como quien les pasa el testigo, de dar a conocer a los hombres al Dios vivo y verdadero; este conocer que su Señor y Maestro identifica con la Vida eterna. “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero” (Jn 17,3).
La llevaré al desierto, puntualiza Dios. Espacio de soledad indispensable para dar alas a la intimidad, a confidencias. Y nuestro asombro se dispara con lo que sigue: “y le hablaré al corazón”. Soledad necesitan los amantes, han proclamado por todos los confines de la tierra innumerables poetas surgidos en toda nación y cultura, quienes coincidieron en esta misma cualidad del amor: soledad necesitan los amantes.
No está refiriéndose Dios a un desierto físico, geográficamente hablando, a una soledad entendida como aislamiento total del mundo o de todo contacto humano. Dios está pensando en otro concepto de soledad. Mirando a lo lejos y teniendo como punto de referencia la encarnación de su Hijo, está anunciando que llevará a sus discípulos-pastores a una situación tal en la que no encuentren apoyo en nadie, sólo en Él. Dios prepara para los suyos una soledad medicinal, que les libre de cualquier clase de adulación, agasajo, etc., todo aquello que el mundo sabe hacer muy bien con sus amantes; recordemos que Jesús previene a los que ha llamado diciéndoles que “el mundo ama lo que es suyo” (Jn 15,19a).

En soledad con Dios

Por supuesto que el mundo intenta atraer hacia sí lo que el Hijo de Dios, con su llamada, le ha arrebatado de sus manos: sus discípulos: “Al elegiros os he sacado del mundo” (Jn 15,19b). De ahí la necesidad de llevarlos a la soledad para ponerlos al abrigo de todo apoyo destructivo, protegerlos de toda alabanza y reconocimiento: éstas son las armas del mundo. Librarlos en definitiva de todo aquello que cegó los ojos de los fariseos impidiéndoles reconocer que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios.
De todas formas, la mejor manera de comprender la soledad a la que el Señor Jesús conduce a los que llama para ser pastores según su corazón, es haciendo nuestra su experiencia de soledad. Él mismo, sin dejar de estar permanentemente con su pueblo y de forma especial con sus discípulos, nos habla de ella: “Mirad que llega la hora en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo. Pero yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn 16,32).
Jesús, Pastor de pastores, el que alcanzó a ser dueño y señor de su soledad hasta encontrar en ella el Rostro de su Padre, el manantial de su Sabiduría y el temple de su Fuerza, conoció palabras en su propio corazón, palabras de vida, palabras de lo alto, palabras guardadas con tanto amor que le ataron indisolublemente al Padre, a su voluntad. Recordemos su confesión a los judíos quienes no terminaban de creer en Él: “Yo conozco a mi Padre y guardo su Palabra” (Jn 8,55b).
Jesús, el Solo con el Padre por excelencia, nos conduce a nuestro propio desierto para pastorearnos, hablarnos al corazón, poner en él su Evangelio creando en los suyos el pastoreo según su corazón. El Hijo de Dios es la plenitud del pastoreo confiado por Yahvé a Moisés, a quien vamos a dedicar unas líneas, ya que su experiencia como pastor al conducir al pueblo de Israel por el desierto hasta las puertas de la tierra prometida, es un bello y profundo reflejo de los pastores de la Iglesia, cuya misión es conducir sus ovejas, los hombres y mujeres del mundo entero, hacia Jesucristo.
Nadie va al Padre sino a través de Él (Jn 14,6b). Más aún, si Moisés llevó al pueblo que Dios le confió hasta las puertas de la tierra prometida, los pastores según su corazón llevarán a sus rebaños hacia las puertas por las que los vencedores llegan hasta Dios (Sl 118,19-20). Los pastores moldeados por el Hijo de Dios no se sirven de las ovejas para su propio provecho, prebendas o glorias, sino que, movidos por el amor y solicitud hacia ellas, dan lo mejor de sí mismos, su vida, a fin de conducirlas hacia Jesucristo, la única Puerta de acceso a la Vida, como Él mismo atestigua (Jn 10,9).
Volviendo a Moisés, hemos de señalar que no fue en absoluto dócil el rebaño que Dios le confió. Incontables fueron sus rebeliones, desánimos y chantajes, hasta el punto de querer desandar el camino recorrido en el desierto y volverse a Egipto porque no se fiaban ni de Dios ni del pastor que había preparado para ellos. Sin embargo, a pesar de tantas contradicciones, Moisés no abandonó a su rebaño. Sus ovejas llegaron a “amargarle el alma”, como nos dice el salmista (Sl 106,33), mas no por ello Moisés, amigo de Dios, desistió de su pastoreo, de su misión. Amaba demasiado a Dios y a su rebaño -he ahí el doble mandamiento dado por Yahvé a su pueblo y explicitado por Jesucristo (Mt 22,37-39)- como para desistir y abandonarlo a su suerte.

Las miradas de los pastores

Así sucede siempre, los pastores según el corazón de Dios tienen doble mirada: la que se fija intensamente en Jesús (Hb 12,2), y la que se posa con ternura sobre el rebaño confiado sean cuales sean sus características y circunstancias. Con no poca frecuencia, da una mirada tan penetrante a sus pastores que sus ojos traspasan las fronteras de su patria chica y se proyectan hacia la patria grande, el mundo entero, buscando rebaños sin pastor. Gozosos por la misión recibida, se llegan hasta estas multitudes dispersas y les dicen en nombre de Dios: “Os anunciamos una gran alegría… ¡Os ha nacido un Salvador!” (Lc 10,11)
Es necesario señalar también que Dios fraguó la calidad del pastoreo de Moisés en la soledad. Y así le vemos a solas, cara a cara con Él, mientras el pueblo se mantenía a distancia (Éx 33,8). En esta soledad propia de los amantes, Moisés recibía de Dios para él y para su pueblo “palabras de vida”, como dio a conocer Esteban al Sanedrín en el juicio que urdieron contra él (Hch 7,38).
He aquí el aspecto más doloroso y dramático de la soledad del pastor según el corazón de Dios. Recibe de Él palabras de vida, y esto bien que lo sabe, pues tiene la certeza de que no han llegado a su boca desde su mente o inteligencia. Con este tesoro en su corazón, choca, sobre todo al principio, con la dureza de corazón de su pueblo, especialmente con aquellos que nunca entendieron ni entenderán que la fe es una búsqueda permanente del Dios que habla. Algo semejante le sucedió a Moisés. Sin embargo, lo que parece un fracaso, un sinsentido, incluso una razón de peso para desistir y abandonar la misión y con ella al rebaño, se convierte en escuela del amor y fidelidad.
El hecho es que Moisés conoce íntimamente a Dios en este espacio de soledad no escogido por él; de la misma forma que tampoco escoge a su rebaño ni su modo de ser, a veces tan escéptico como arrogante. En realidad es Dios quien elige por él; incluso escoge el desierto que más conviene a su pastor, ese lugar privilegiado en que le puede hablar al corazón ofreciéndoles palabras que levantan sus almas. Gracias a esta soledad asumida, Moisés puede llevar a su rebaño hacia su destino.
Teniendo en cuenta todo esto y viéndose en cierto modo los pastores de hoy y del mañana reflejados en Moisés, nos alegramos al constatar que Dios le llama: su amigo. “Yahvé hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (Éx 33,11a). Todos salieron ganando: el pastor llegó a ser amigo íntimo de Dios, y el rebaño alcanzó la tierra que Él le había preparado y dispuesto; tierra que mana leche y miel, que, como sabemos, son símbolos de las bendiciones mesiánicas.
“Mis palabras son espíritu y vida”, proclamó el Hijo de Dios, el nuevo y definitivo Moisés (Jn 6,63b). De su boca fluye la gracia, dijeron los judíos que asistieron a su primera predicación (Lc 4,22); fluyen “la leche y la miel de Dios que dan vida al alma”, como dicen los santos Padres de la Iglesia… También fluyen de la boca de sus pastores, aquellos que lo son según su corazón.

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