LA MISERICORDIA DEL SEÑOR
(Por el padre Antonio Pavía)
Quiero pensar en voz alta sobre una faceta del discipulado del Apóstol San Pablo que debería de sumergir en el más absoluto estupor a los profesionales que, desde distintos ángulos cognoscitivos, analizan el comportamiento humano. No pretendo en absoluto ser despectivo con estos profesionales, quiero simplemente señalar que existe un espacio anímico en el hombre que escapa a la ciencia en el que solo cabe la huella de Dios
Desde este espacio puedo referirme al abismo infranqueable existente entre el Pablo que, “respirando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor...hombres y mujeres para llevarlos atados a Jerusalén” (Hch 9,1-2), así como su confesión de que “cuando se derramó la sangre de Esteban yo también estaba presente” (Hch 22,20), y el Pablo que se sabe acreedor de la confianza de Jesucristo para anunciar su Evangelio (1Tm 1,12…) y, por si fuera poco, Jesús le ha declarado digno de confianza para anunciarle como “heraldo, apóstol y maestro” (2Tm 1,11).
¿Qué aconteció para que este hombre pudiese dar un giro tan impensable en su vida? No estamos hablando de una conversión más de las miles que se dan todos los días por medio de los anunciadores del Evangelio, esparcidos por el mundo entero. Estamos refiriéndonos a que el abismo insondable se ha convertido en puente que posibilita el encuentro entre Pablo y Dios. La respuesta es que aconteció Jesucristo, su Encarnación. Aconteció la Misericordia derramada sin medida sobre el corazón y el alma de este hombre, y nos viene bien insistir en esto porque este año celebramos, por iniciativa del Papa Francisco, el Año de la Misericordia de Dios.
Sí, celebramos algo que jamás hemos de olvidar, que por la Encarnación del Hijo hemos venido a saber que el corazón -cordia- del Padre se hizo uno con la miseria -miseri- del hombre. Solo desde esta óptica, repito, fuera del alcance de las ciencias del comportamiento humano, nos es posible abordar y quizás entender el giro transcendental de Pablo. Aun así no creo que podamos alcanzar a sondear la convulsión interior que puso en pie de guerra sus entrañas; sí, se pusieron en pie de guerra, pues ya no encontró descanso sino en su Señor, en llevar su Evangelio a casi podríamos decir el mundo conocido de su tiempo. Fue tal su pasión por el Evangelio y por Evangelizar que Europa se le quedó pequeña, y así le vemos anunciando a Jesucristo incluso en Asia Menor.
Decir que Pablo entregó su vida al servicio de Jesús por la predicación del Evangelio más allá de toda frontera, implica que la puso al servicio de los hombres; y es que el amor a Dios y a los hombres es uno solo, es indisoluble: quien no ama a Dios no ama en espíritu y verdad a los hombres, y viceversa. La fuerza de Pablo reside en la elección que ha recibido, elección que Jesús abre a todo aquel que acepta ser su discípulo. En su sabiduría -va implícita en la elección- comprendió que, al igual que su Señor, “no tenía su vida digna de estima comparada con el don de poder anunciar el Evangelio de la Gracia, como dijo a los sacerdotes de Éfeso al despedirse de ellos (Hch 20,24).
He hablado de convulsión interior vivida por nuestro gran Apóstol, y, aun imprudentemente, me atrevo a sondear cómo sería su convulsión envuelta y hasta protegida por la ternura de Dios derramada en todo su ser gracias a su Hijo Jesucristo. Citar textos acerca de esta su experiencia amorosa con Jesús sería casi imposible pues son muchos. Me limito a una de sus confesiones más profundas a la vez que tierna y que los discípulos de Filipos tuvieron la suerte de ser los primeros en oír: “Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para tenerle a Él...” (Flp 3,8).
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